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Erotismo adolescente

Juan Ramón Jiménez llamó a Neruda "gran mal poeta", refiriéndose a su desorganización, a su incapacidad para poner orden en su mundo y objetivarlo artísticamente. Después rectificó y vio en su poesía una genuina expresión de la naturaleza y la sensibilidad americanas, lo que no le impidió llamarle "prehistórico y turbulento, cerrado y sombrío". Más allá de las hostilidades que enfrentaron a ambos poetas en el Madrid de los años treinta, el hecho es que en el juicio de J. R. J. hay una aproximación certera a la visión y expresión de Neruda, al menos del poeta de las dos primeras Residencias (1933 y 1935).

Su poesía acoge, en efecto, todas las materias, todos los elementos, lo celeste y lo terrestre, lo vivo y lo muerto, en una especie de salto hacia atrás, anterior a la cultura y a la historia. Esta es una visión poéticamente nueva y especialmente insólita en la lírica europea. A esa visión, que se deleita en las metamorfosis, en el acabamiento, en la ruina, pero que también sabe adentrarse hasta el corazón de la materia y apresarla bullente y magmática le corresponde una expresión oceánica, que se mueve a impulso de las grandes enumeraciones caóticas y las largas reiteraciones que pulsan versos y versículos (Las prosas se adaptan también a este esquema). Un surrealismo controlado, que nutre una inventiva verbal sin fronteras, empuja la percepción nerudiana del mundo al relampagueo luminoso y misterioso a un tiempo, como en los tres prodigiosos Cantos materiales, dedicados al apio, al vino y a la madera.

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Este fue el Neruda que entusiasmó a los poetas del 27, hasta el punto de hacerles renegar, o, casi, de Juan Ramón Jiménez, el grande, aunque cáustico, maestro que les había enseñado los caminos y modos de la poesía contemporánea. Pero hubo un antes y un después de los cenitales años madrileños de Neruda (1934-1936). Antes están sus libros posmodernistas, llenos de búsquedas y tanteos pero con un acierto definitivo: los Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), que, con cerca de tres millones de ejemplares, se han convertido en el libro póético más vendido del siglo en castellano. Libro lleno de trucos, de retórica, donde el poeta de apenas veinte años sabe tocar todos los efectos; pero, a pesar de todo, un gran libro, que expresa la emoción del erotismo con una sentimentalidad adolescente, capaz de cifrarse en acuñaciones perdurables, mecidas por los persuasivos ritmos aprendidos en los modernistas. De ahí su éxito, aunque éste no llegara de inmediato. Todavía en 1936 Manuel Altolaguirre lo publicaba en Madrid en una edición de reducida tirada (600 ejemplares).

Y hubo un después de 1936 o, más exactamente, de la primavera de 1936: la guerra civil española y la adhesión de Neruda al comunismo. Fue un proceso habitual (los surrealistas franceses habían puesto desde años antes su movimiento al servicio de la revolución). No cambió su utillaje formal, pero sí renunció al hermetismo expresivo y modificó su visión del mundo, que se decantó hacia un materialismo solar y lo llevó inevitablemente a la poesía política, convertido el propio poeta en una figura central de la izquierda chilena, a la que prestaba la resonancia mundial de su obra. En este ámbito Neruda alumbró los versos, a veces inolvidables, de España en el corazón (1938); un libro gigantesco, el Canto general (1950), y un libro impresentable, Las uvas y el viento (1954), de un grosero estalinismo. Como poema épico, con su torrentera de miles de versos, el Canto general es la gran obra del género en castellano. Desigual a trechos, contiene, sin embargo, momentos, muchos momentos verdaderamente espléndidos, que exceden el pobre sustento ideológico indigenista que lo nutre. Considerado en bloque, es un monumento.

Otra aventura

Después Neruda se adentró en otra aventura excepcional, las Odas elementales, (1954, 1956 y 1957), donde volvió a mostrar sus excepcionales dotes de poeta. Renunciando a la orquestación solemne y empleando un verso breve, de dicción humilde y diamantina claridad expresiva, se aplicó al canto de los más variados elementos, con especial atención a los más humildes o más desatendidos de la poesía: desde el caldillo de congrio a unos calcetines, desde el jabón al hígado. Los resultados son cambiantes, pero siguen abundando los grandes momentos.

Luego vino la decadencia y como otros poetas, Neruda se sobrevivió escribiendo demasiado, aunque aquí y allí brotaran chispas hirientes, candelas vertiginosas, como en el Memorial de Isla Negra (1964).

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