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¡Es imposible vivir sin Buñuel!

La vida de la obra de un verdadero artista, uno de esos escasisimos creadores de mundos imaginarios que contienen infinita más verdad que la de los mundos reales, comienza en el mismo instante en que su creador muere, en que ya no es posible que éste añada a su tarea ni una imagen más, ni una ocurrencia, ni una nueva luí-,, palabra o eco, pues la infinidad de cosas que hizo a lo largo de sus años de trabajo se apiñan desde ese instante unas contra otras y se hacen una sola y única obra o cosa. Decir Franz Kafka, Scott Fitzgerald, Edward Hopper, Ígor Stravinski, Samuel Beckett, Dashiell Hammett, Jorge Luis Borges, todos gente muerta, es enunciar mundos vivos y por ello introceables, fuentes de un chorro de verdad cerrado como un círculo sobre sí mismo y de cuya fluencia no se escapa y se desperdiga una sola gota de luz.La madrugada del viernes 29 de julio de 1983, hace ahora una década, murió Luis Buñuel en su casa de México. Tenía a sus espaldas los mismos 83 años de su siglo, pero la edad de su obra -que dio su primer paso en París en 1929 con un divertidísimo, salvaje, dinamitero mediometraje titulado Un perro andaluz- sólo tiene, por lo dicho, 10 años de existencia propia. Está en su comienzo e intenta definirse, delimitar su territorio en lo que fue su futuro y ya es su ahora.

Diez años son poco tiempo para medir su alcance y descubrir cuál es el lugar que le corresponde en el entramado de la creación, pero la singularidad de la obra de Buñuel es tan pronunciada que ya hay quien se aventura a ponerle nombre a sus coordenadas en la cartografía de los sueños y explorar, dentro de ésa su demarcación, en qué contribuye a mantener en pie -ahora que comienzan de nuevo, como cada cierto inexorable tiempo, a verse acosadas por la bestia- la libertad y la dignidad humanas.

En diez años, las retrospectivas, las reediciones, los inéditos, las biografías, las memorias, los balances, los ensayos de totalización, los esbozos a vuelapluma acerca de su persona y de sus trabajos, se han multiplicado. Es también sólo el comienzo de una exploración cuyo final, aunque como todo lo tenga, no se deja ver todavía. La aventura del rescate de Buñuel está dando sus primeros balbucientes pasos.

Uno de los aventureros que la emprendieron -el más enérgico, por su significado propio y por la austera y rotunda decisión en que concluyó su pensamiento- es otro creador también muerto hace no muchos años y por tanto con su obra recién nacida. Fue el ruso Andréi Tarkovski, que en un libro testamentario, editado tras de su último exilio en Francia, con el título de Le temp scellé -algo así como el tiempo sellado o atrapado-, dice que ese arte contemporáneo por excelencia que llamarnos cine se llama pura y simplemente Buñuel. Y esto, dicho por un enrevesado alquimista de la imagen -en esto situado en las antípodas del aragonés, que fue un modelo de simplicidad narrativa- como Tarkovski -cineasta extraordinario pero que desvió a veces su talento por debajo de sí mismo y estuvo en ocasiones viciado por un exceso de ganas de identidad y algún que otro brote de fatuidad mesiánica- es mucho decir.

Decir tanto como que Chaplin, Ford, Dreyer, Renoir, Rossellini y Buñuel, los cinco cineastas que más despojamiento de lo accesorio dieron a su oficio, que menos retórica visual enmplearon para ejercerlo, que con más humildad miraron a través de la lente de una -peligrosa y con mucha frecuencia canalla arma de fabricación de mentiras y, sobre todo, de falsas- profundidades- cámara, son precisamente quienes más hondo penetraron con ella en la resistencia de las cosas que merece la pena ver a dejarse ver.

Luis Buñuel, como esos otros cuatro colegas que lograron expresar como ningún otro la dignidad humana con simplicidad absoluta y lograron ser en su oficio gigantes de la elaboración exquisita lograda sin énfasis alguno ni esfuerzo aparente, es en efecto el Cine, con mayúscula, en cuanto arte del futuro y en cuanto futuro mismo. De ahí la condición demoledora de su obra en la informe epidemia audiovisual que hoy degrada las pantallas. Y de ahí que en España, donde nació y se forjó; y en México, donde dio a los demás la mayor y tal vez la mejor parte de sí mismo, tengamos derecho a apropiarnos y castellanizar el célebre grito de Bernardo Bertolucci en Antes de la revolución, cuando este cineasta todavía no era el globo hinchado y hueco en que le han (y se ha) convertido: "¡Es imposible vivir sin Buñuel!".

Y dicho el grito en el sentido radical de la frase que contiene; no en su lado débil, sentimental: no es posible, en efecto, identificar España y México, en lo que estos trozos del universo tienen de universales, sin la referencia de una obra que, con una década de existencia autónoma, ya es un rasgo imprescidible de una manera de ver la existencia en la que conviven obras o cosas como Altamira, Las meninas, Diego Rivera, El Quijote, Tenochtitlan, Goya, Pedro Páramo, Bernal Díaz del Castillo, La Alhambra, Guernica, Tlatelolco, La celestina -y otros signos no erosionados de ese tiempo atrapado de que hablaba Andrei Tarkovski- con la obra o cosa que construyó día a día y película tras película Luis Buñuel.

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