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Crítica:JAZZ: 28º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Fiesta en la calle

Los programadores del 28º Festival de Jazz de San Sebastián han tenido la valentía de iniciarlo con un espectacular despliegue de medios más propio de un triunfal fin de fiesta. Querían un pleno en el Ayuntamiento y lo consiguieron. Todo estaba a su favor: el primer día de sol en mucho tiempo bendecía la inauguración y a eso de las nueve de la noche, hora ideal en la que los últimos bañistas se mezclaban con los primeros paseantes a la vera de la playa, el jazz recibía autorización para mostrar sus múltiples poderes.Bien mirado, todavía quedaba mucho tiempo por delante y un sector de público optó por guardar fila para degustar, cuanto antes, tres de los platos más típicos de la cocina de Nueva Orleans. Humeantes cuencos de Jambalaya, especie de paella picante; de gumbo, una sopa espesa que admite distintas variantes; y de crawfish, cangrejos de río aderezados con sabrosa salsa, tomaban el camino del escenario al aire-libre en el que Clifton J. Chenier, hijo de quien fuera considerado durante muchos años rey del zydeco, daba los primeros motivos para mover los pies. Al mismo tiempo, en la solemnidad de la sala de plenos del Ayuntamiento, el extraordinario saxofonista Jesse Davis recompensaba con creces a quienes elegían la menos agradable atmósfera interior. Todo estaba resultando de perlas: el festival estaba sonando a gloria y olía que alimentaba.

Sesión inaugural de Jazzaldia

Clifton J. Chenier & The Red Hot Lousiana Band, Jesse Davis Quartet, Regal Brass Band, Davell Crawford, Dr. Michael White's Original Liberty Jazz Band, Delfeayo Marsalis Quintet. Terraza y salón de plenos del Ayuntamiento. San Sebastián, 23 de julio.

No había tregua. En lo musical, la temperatura subía y subía hasta el sofoco. El trombonista de la Regal Brass Band, entusiasta agrupación muy próxima al estilo danzante de la popular Dirty Dozen Brass Band, soplaba con fiereza casi en la misma cara de la primera fila de espectadores, y Davell Craford se ganaba a su audiencia flotante tocando el piano con simpática tosquedad y cantando con un estilo pintoresco que recordaba, en los momentos afortunados, al gran Profesor Longhair y, en los dudosos, al Al Jarreau más efectista. Los decibelios corrían alborozados escaleras arriba abajo como si los acabaran de liberar de un largo encierro. Craford decidió con sensatez templar los ánimos con un relajante Summertime, pero tuvo que desistir cuando se le echó encima la Regal interpretando a todo trapo el consabido When the saints go marching in. Cosas del directo.

No todo iba a ser música para el cuerpo. El clarinetista Michael White aportó su celebrada y sesuda aproximación al jazz más rigurosamente tradicional de Nueva Orleans. Con docta actitud frecuentó los registros graves para disimular ciertos problemas de afinación y se dejó superar por sus dos companeros de línea de vientos, Fred Lonzo (trombón) y Greg Stafford (trompeta). El trombonista Delfeayo Marsalis, por su parte, justificó a medias su ilustre linaje, aunque apuntaló con decisión su potencial talento de compositor y arreglador. Fue digno colofón a una noche montada con cariño y atención hacia lo que en otros lugares es habitual. Cierto que no todas las ciudades poseen los encantos naturales de San Sebastián, pero a menudo sólo hace falta un poco de imaginación para hacer del jazz una fiesta.

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