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Dulce María Loynaz asegura que vive la revolución cubana como un paréntesis

La ganadora del último premio Cervantes conserva médita más de la mitad de su obra

La ganadora del Premio Cervantes de 1992, Dulce María de Loynaz del Castillo (La Habana, 1902) es, a sus 89 años, una mujer de corazón puro y convicciones profundas. Siempre disfrutó la soledad y el autoaislamiento, hasta que un día de 1958 decidió recluirse en este palacete del barrio habanero de El Vedado, desde donde explica su postura para con la literatura, la política y el mundo exterior al que se siente hoy menos ajena que ayer.

En la casa señorial donde vive se construyó Dulce María un mundo de ensueño y erudición de donde no ha salido desde hace 35 años: "Creé mi mundo en esta casa quizá porque ya no podía crear otro. Ya no era tan joven, ni tampoco estaba el mundo tan agradable como para que yo repitiera mis experiencias. Tampoco estaba muy agradable mi país, pero al fin y al cabo era mi país, y en él me quedé siempre".Sus manos son aún muy finas y las mueve con pausas. Igual hace con su pensamiento y su habla cuando se refiere a la historia de Cuba, que, según ella, va mucho más allá de lo sucedido en estos últimos 33 años. "El proceso revolucionario es quizás como un paréntesis, pero uno siempre debe ver a su país como se ve a una madre, que se acepta como es, y siempre con cariño".

Nunca se abandona a una madre. Y, por supuesto, Dulce María jamás abandonó a Cuba. Su pasado y sus convicciones eran demasiado fuertes. Tanto que cuando Pablo Álvarez de Cañas, su marido, natural de la isla de Gran Canaria, se marchó a Estados Unidos, poco después del advenimiento de la revolución, ella no lo acompañó. "Lo quería mucho y fui muy feliz con él, pero no había justificación para irse", dice con la voz firme.

Le gusta la prosa, pero en cambio no la novela: "No la desprecio, pero, habiendo otros géneros que pueda cultivar, dejo ése para otros que no tengan tantos elementos".

Alguna vez dijo que de sus libros prefiere Poemas sin nombre, publicado en Madrid en 1956 e integrado por versos profundos, densos y escuetos. Sin embargo, sólo una hora después de que le llamasen de la Embajada de España en La Habana para notificarle que había ganado el Cervantes, afirma que su mejor obra es Un verano en Tenerife, que ella define como "un libro de viajes sobre la isla donde nació mi esposo y donde yo pasé muchas temporadas en su compañía".

Dulce no sólo está unida a España porque su marido y el más antiguo poeta de su familia, Silvestre de Balboa, habían nacido en Canarias. Su padre fue el primer embajador de Cuba en España tras la independencia, y España fue el último país que ella visitó, en 1958.

Los Loynaz -todos los hermanos de Dulce María, Flor, Carlos Manuel y Enrique, eran también escritores- tuvieron buenos amigos españoles que en varias ocasiones pasaron por su casa de La Habana, entre ellos, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. "Juan Ramón era muy serio, muy reconcentrado. A veces parecía que se sentía solo, sin nadie, o que hablaba para él, era una persona muy difícil. Era todo lo contrario a Federico. Federico vino a finales de 1920 y, aunque no se hospedó en casa, venía todos los días pues le gustaba mucho la compañía de mis hermanos. Era más amigo de ellos que mío. Él se burlaba de mis versos, lo cual nunca le perdoné, aunque después le retribuí ese tipo de homenaje burlándome de los suyos".

La amistad de García Lorca con los Loynaz fue intensa. En los pocos meses que pasó en La Habana, de regreso de Nueva York, Lorca comió y bebió en la "casa encantada" de Dulce María. Allí, en la antigua casona de Línea y 14, el poeta granadino escribió una obra de teatro, El público, cuyo manuscrito le regaló a Carlos Manuel, quien, años más tarde, en un ataque de locura, lo quemó junto a toda su obra. A Flor le dio el original de Yerma, donado por Dulce María al Patrimonio Nacional.

"Para mí era un espíritu muy infantil y por eso nunca lo tomé en serio. Nunca creí en su muerte hasta que ya fue tan evidente que no me pude resistir más a la realidad".

Desde hace mucho, Dulce María de Loynaz no sale ni viaja. Vive dentro de su casa rodeada de sus libros y sus perros, y dedicada a sus labores de presidenta de la Academia Cubana de la Lengua, institución que radica aquí, entre viejos retratos y miniaturas de marfil.

Tampoco escribe versos desde hace 30 años, ni publica sus libros. Pero eso podría cambiar con la concesión del Premio Cervantes, pues, como dice Dulce María, "este premio es un estímulo. Para que una persona hable tiene que haber un oído que escuche, porque si no uno es como un loco hablando solo". "Este premio ha sido una sorpresa maravillosa, una manera de rejuvenecerme, aunque sea por unas semanas o por unos meses. Me siento otra vez joven, como cuando fui a España, que lo era. Allí recibí mucho cariño de los españoles y veo que no se ha perdido, como tampoco lo he perdido yo".

La casa de Dulce María de Loynaz se llena de gente. Llega su amiga Alicia Alonso, el escritor Miguel Barnet, el ministro de Cultura, Armando Hart. La llaman de todos lados, y ella quiere complacer a todos, pero antes de retirarse dice: "Hay algo muy sutil y muy hondo, / en volver a mirar el camino, / este camino en donde sin dejar huella / se dejó la vida toda".

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