El castillo de los locos
La Borde, un centro psiquiátrico francés que concibe la locura como un problema colectivo
OSWALDO MUÑOZ A 180 kilómetros de París, junto al río Loira, un pequeño castillo del siglo XVI, con 50 hectáreas de tierra y bosque, abriga el sueño comunitario de 120 enfermos mentales y 93 miembros de un equipo terapéutico ,enteramente dedicado a su realización. Creado en 1953 por el doctor Jean Oury, siguiendo un método inspirado por el psiquiatra catalán Francisco Tosquellés, el centro representa una corriente alternativa a los psiquiátricos tradicionales. Contra las técnicas políticas y morales de exclusión y marginación dominantes, esta clínica defiende una concepción positiva de la locura.
"Todo delirio surge en un contexto social y cultural determinado", dirá Félix Guattari, psicoanalista, filósofo y director adjunto de la institución. En la práctica, el colectivo aplica un régimen casi total de libertades, .favoreciendo la comunicación entre los pacientes y el dispositivo médico-sanitario sobre la base de una organización descentralizada y una convivencia cotidiana común. Nunca del todo bien vista ni por la derecha ni por la izquierda y en varias ocasiones a punto de cerrar, La Borde, ha sabido siempre forzar la intervención de algún despacho ministerial y obtener una ayuda pública que le permite reoxigenarse económicamente y proseguir su aventura humana.La primera sorpresa que le espera al visitante cuando llega por primera vez a este lugar es que lo recibe, dándole la bienvenida con amables pero escuetas palabras, un loco: Este hombre lleva siete años internado y nada, en apariencia, revela su condición de enfermo. Sólo más tarde, de camino a la clínica, cierta parsimonia en los gestos delatará su fragilidad. Es él quien le servirá de guía por toda la comunidad y responderá, a su manera, a cualquier tipo de pregunta. La serenidad, la confianza que infunde su compañía parecen querer simbolizar el éxito, una prueba efectiva de los métodos aplicados en la institución.
La, segunda sorpresa, consiste en verificar el postulado de Sigmun Freud según el cual "la diferencia entre lo normal y lo patológico es muy aleatoria. Sólo el grado de intensidad de un sentimiento permite catalogar una conducta como mórbida". Lo cierto es que en La Borde, a primera vista, es muy fácil confundir a un miembro del personal con un paciente. O al revés. La situación es insólita. Todo el mundo aquí circula libremente y va ataviado a su aire. No se ve por ninguna parte una bata blanca, ni tampoco signo alguno de rigidez jerárquica o autoritaria. La gente va de un lado para otro bajo una nube de apacibilidad e inocencia extraña. Y lo hace con tal naturalidad y pareciendo tan atareada, que resulta sorprendente tener que considerar a estos hombres y mujeres como desequilibrados, e incluso dementes peligrosos.
Nos hallamos en un auténtico falansterio, pero tan armonioso e irreal por momentos que al invitado puede asaltarle la sospecha de que, tal y como ocurre en el cuento de E. Allan Poe, la víspera los enfermos han ocupado la clínica, encerrado a los médicos en las bodegas y usurpado sus identidades. Naturalmente es un temor infundado. Estamos ante una realidad institucional palpable para los enfermos, que se benefician de una experiencia única y de una autonomía inconcebible dentro del marco hospitalario convencional.
Sobre un fondo denso de árboles, se destacan las dependencias adyacentes al castillo: dormitorios individuales, talleres de trabajo manuales, despacho administrativo y gabinetes de consulta. Detrás se divisan los prados, un campo de viñedos, varios senderos polvorientos que se pierden en una lejanía de flores silvestres. Sin la presencia de muros, barreras o verjas, La Borde está protegida y delimitada por fronteras naturales.
El taller de cristal
Para los enfermos, el eje de referencia es el castillo. Los salones de la planta baja, los mismos que antaño acogieron recepciones y galas, son ahora utilizados para comedores, cocinas, bar y sala de juego. En el jardín, una capilla gótica restaurada cobija la biblioteca comunal. Hace tiempo, los enfermos bautizaron con nombres figurativos los distintos sectores del hospital. A uno lo llaman "Ia extensión", a otro "el aparcado", allí donde comienza el bosque, "el camino perdido".
. En "el taller de cristal", cinco alienados modelan monigotes con arcilla. La luz entra a chorros por las vidrieras y las macetas de geranios resplandecen. Una enfermera pone música brasileña. El ambiente se anima y las conversaciones se encienden un poco en desorden. La comunicación se establece. El cuchillo que ha servido para cortar la plastilina pasa, de pronto, de mano en mano. Uno de los pacientes lo alza y lo observa fijamente como si fuera a recitar un poema trágico. Los otros guardan un silencio intenso, patético. Una enfermera improvisa entonces una broma y, con tierna rapidez, lo extrae de sus manos. Todos los presentes se echan a reír dando palmas o golpeando la mesa con los puños. Un médico joven dirá después: "El loco es, ante todo, una persona. Una persona que sufre. Cuando nos dirigimos a él, tratamos siempre de no olvidar esa referencia". Y un enfermero añadirá, sin énfasis: "Desequilibrados lo somos todos por lo menos una vez en la vida. ¿Por qué anatematizar y excluir una parte de nosotros mismos en lugar de intentar comprenderla?".
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