El Reina Sofía exhibe las últimas imágenes poéticas de Marcel Broodthaers
Tras ser exhibida en París, en la remozada Galería Nacional del Jeu de Paume, se inaugura ahora en Madrid, con 226 obras, esta exposición retrospectiva del artista belga Marcel Broodthaers (Bruselas, 1924-Colonia, 1976), personaje verdaderamente singular y excelentísimo poeta, al que le bastaron una docena de años, los 12 últimos de su corta vida, para además convertirse en uno de los artistas europeos de vanguardia más importantes de las últimas décadas.Antes, en cualquier caso, de tratar sobre el excepcional creador, que a los 40 años confesaba perplejo no haber logrado vender nada, hay que señalar que la exposición ha sido concebida con gran ambición e inteligencia y también -y sobre todo- con una extraordinaria oportunidad, pues constituye todo un ejemplo artístico y moral para los tiempos que corren de modas seudoéticas a costa de resucitar el espectro de las vanguardias más radicales de los años sesenta, pero más bien rindiendo homenaje a la sábana del fantasma que al temible espíritu que la habitó.
Marcel Broodthaers era un poeta extraordinario que en un momento dado decidió hacer también poemas con imágenes, objetos, decorados, acciones, películas y, en realidad, con todo lo que tuviera al alcance, que, dadas sus facultades, no era precisamente poco.
"Oh, agria melancolía, castillo de las águilas": traduzco este verso escrito por Marcel Broodthaers el año 1947, aproximadamente tres lustros antes de la amarga confesión de inutilidad -por manifiesta incapacidad de facturación- de este poeta maldito, ya entre medias arrastrado a prácticas profesionales improbables, como el periodismo de reportaje, la crónica social o la crítica de arte, no sin mezclar con intencionada confusión los límites de cada uno de estos géneros. El estilo sarcástico-melancólico de sus poemas, su incapacidad profesional y el extremo refinamiento de sus gustos son características que nos indican su filiación poética, sin duda la mejor, la que va de Baudelaire a Mallarmé, incluyendo el episodio desastroso de Tristan Corbiére.
Cuando Broodthaers decide hacer poesía con los objetos y las situaciones, las imágenes y los seres vivos, los ambientes y las instituciones, las plantas, los cuartos, los libros o la música -una decisión decantada más que propiamente madurada a lo largo de 20 años-, se produjo un milagro formidable, que pasó al principio casi completamente inadvertido. En vez de deshacerse en un crepúsculo belga, Broodthaers se desintegró en una multiplicación de brillantes intervenciones inolvidables, pero puntualmente ignoradas.
¿Ha llegado ahora el momento de su reivindicación? Lo que más amo de esta bella exposición es su despreocupación por restablecer histórica, científica o moralmente el hurtado prestigio del vanguardista injustamente ignorado, sustituyendo el esforzado homenaje por la creación de un clima Broodthaers, en el que la luz, la música de un tocadiscos, el silabeo de una cacatúa o el runrún cinemático de un viejo proyector cinematográfico desempeñan funciones tan decisivas como los objetos atesorados en vitrinas, las placas metálicas con mensajes, las bellas láminas, los jardines. Antes, en la instalación del Jeu de Paume de París, como ahora en esta del Reina Sofía, siendo tan distintos sus respectivos montajes, he sentido ese mismo escalofrío que sólo te invade ante la revelación poética fundamental: la extrema facilidad del vivir y su inconsolable desperdicio.
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