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La caja de Karla

Hay una película de finales de los años cuarenta, Cuatro en un jeep, que cuenta la historia de la amistad que surgió entre un soldado estadounidense y otro soviético cuando se encontraron fundidos en un abrazo el día que sus respectivos ejércitos cerraron la pinza que acabó con la maquinaria militar nazi. Una intensa amistad, rota bruscamente.

Terminada la guerra, se crearon patrullas de cuatro soldados —uno de cada ejército vencedor: Estados Unidos Unión Soviética, Reino Unido y Francia—— que patrullaban entre las ruinas de Berlín. Un azar llevó a aquellos dos soldados a formar parte de una de estas patrullas. Pero algo había ocurrido entretanto y su amistad hubo de ocultarse detrás de una mirada seca, fría, hostil: había estallado silenciosamente otra guerra, una extraña guerra fría en la que dos de sus contendientes se sientan ahora juntos, sin hablarse, en el asiento de un jeep.

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Los espías no volverán al frío

Este filme abrió el filón del cine de guerra fría, caldo de cultivo de centenares de películas que, en cuatro décadas, no han creado un género diferenciado, sino un subgénero, un seudothriller, donde el funcionario de la CIA o el KGB usurpan —agazapados detrás de una coartada ética que disfraza a su turbia tarea con aires de aventura noble, pero viciada por el superficial maniqueísmo que sostiene a la convención— el puesto que ocupaban el policía y el gánster en las películas negras clásicas.

Esas joyas

El cine de guerra fría ha originado algunas obras grandes, pero pocas. No abundan las Cortina rasgada o Family Plot (Hitchcock) en este rutinario subgénero; tampoco nos encontramos con abundantes El tercer hombre (Reed), Un, dos, tres (Wilder), Doctor Strange-love (Kubrick), El espía que surgió del frío (Martin Ritt) o Doctor No (Terence Young).

Esta última (que, con Desde Rusia con amor, es la única aportación viva de la muerta serie 007) dio el pistoletazo de salida en los años cincuenta a una invasión de las pantallas occidentales con historias de guapos homicidas con una estimulante licencia para matar, no hace falta decir que sucia donde las haya, sin vigor alguno, sin ejemplaridad de mito, que ensució a este filón de intrigas, hoy barrido del mapa por un manotazo de la historia. Sin sus Karla en un despacho del KGB, los Smiley de turno tendrán que cambiar de oficio, como hizo James Bond, el gran Sean Connery, en La casa Rusia, canto de cisne de esta mina de oro falseado.

Pero el fin de la guerra fría será, sin duda, comienzo de un nuevo filón de aventuras del que el cine puede beneficiarse, y se beneficiará. El cierre de la puerta del despacho de Karla en la Lubianka es preludio de la apertura de la puerta de su archivo, convertido éste una repleta caja mágica, que guarda dentro una mina, ésta sí de oro, para el cine que se avecina, ya que allí están, intactos, los entresijos del hasta ahora impenetrable otro lado de esa guerra, cuya complejidad y atrocidad supera sin duda a la fantasía predigerida, de cartón piedra, del vulgar cine llamado hasta ahora de espías.

En los archivos de Karla se esconden no sólo las claves de apasionantes enigmas históricos no resueltos, sino también las de otros, muchos más, ni si quiera enunciados. Ya se han abierto algunos de estos archivos y de ellos han salido sendas películas, una italiana y otra rusa, que arrojan luz sobre los asesinatos de Bujarin (Ciao, Gorbachov) y Nicolas II (El asesino del zar). Y muchas más luces van a encenderse en la pantalla si realmente se abre la caja de Pandora de Karla.

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