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La leva del relevo o del círculo vicioso

Enrique Gil Calvo

Durante el absolutismo, la Royal Navy recomponía sus diezmadas tripulaciones mediante la leva forzosa de su marinería, obligando a e n-rolarse en sus buques a los desocupados disponibles. Éste es el principio del servicio militar obligatorio: la leva forzosa universalizada por decreto. ¿Tiene sentido en la modernidad? Sí como ejército nacional o popular, según la tesis de Sánchez Ferlosio: el mismo pueblo que es el objeto del poder (entendido como monopolio de la violencia sobre el que se funda el imperio de la ley) debe ser simultáneamente su sujeto participante. Pero no como imposición coactiva del patriotismo o la participación.El amor a la patria y el compromiso solidario con la colectividad no pueden ser obligatoriamente impuestos (igual que tampoco puede exigirse coactivamente la virtud ni la moralidad), pues son como la fe, las creencias, la pasión o el resto de los amores: que o surgen espontáneamente del propio libre albedrío o no pueden surgir en absoluto (sólo fingirse como simulacro inducido por el miedo al castigo o, por el deseo de¡ soborno). Por tanto, el axioma de Sánchez Ferlosio sigue siendo válido (es mejor aquel Estado donde todos sus miembros quieren asumir, participativamente, el ejercicio del poder, garante del imperio de la ley), pero sólo si esa voluntad de servicio militar (militar o civil) es libre y espontánea (es decir, voluntaria), como resultado responsable de una. decisión personal e intransferible.

De no ser así, la coacción resulta contraproducente. Mantener hoy en España la obligatoriedad del servicio militar no conduce más que al creciente descrédito de todo lo que signifique compromiso individual con el interés colectivo: la ética del desertor acomodaticio cóbra carta de naturaleza en ámbítos no sólo militares, sino cada vez más en los políticos. Por ello, nuestros jóvenes no son tanto antimilitaristas como antipolíticos, mas que despolitizados o apolíticos. Urge, pues, profesionalizar el servicio militar por ver si así, indirectamente, se, legitima la participación voluntaria en el servicio al Estado. Pues la cuestión prioritaria no es la movilización militar, sino la movilización política de los jóvenes, voluntariamente desertores de toda participación cívica: ésta es hoy la principal responsabilidad de la clase política. Pues bien, si la movilización militar de los jóvenes se resuelve mejor con la profesionalización del voluntariado, ¿por qué no esperar lo mismo de su níovilización política?: al fin y al cabo la militancia es una metáfora de la milicia, como forma de participar en el ejercicio del poder. Pero con ello entramos en una cuestión fascinante: la de cómo se profesionaliza el servicio a la colectividad (sea el servicio militar, civil o político).

La profesionalización (segundo requisito de la modernidad, tras la expropiación de la violencia por el Estado monopolizador) implica que trabajar no sea un sacrificio obligado por la necesidad (por ejemplo, coáctivamente impuesto como trabajo forzado), sino un deseo personal de libre realización, dentro de un proyecto vital de desarrollo y autosuperación. Ahora bien, no es lo mismo ser un profesional libre (privado, se entiende) que un profesional re vestido de autoridad (es decir, público), como son, por ejemplo, los funcionarios del servicio civil o militar del Estado. La diferencia es básica. Un profesional privado establece con el cliente que demanda sus servicios un (implícito o explícito) contrato de reciprocidad reversible: ambas partes son libres, iguales y de poder equivalente, pudiendo anular el contrato en cualquier momento tras mutuo acuerdo. En cambio, las relaciones entre los profesionales públicos y los usuarios de sus servicios (es decir, sus administrados) son de otra naturaleza: ambas partes no son libres ni iguales, su poder no es equivalente ni su relación renunciable. Y esto es así porque son servidores del Estado, que exige obediencia e impone autoridad. El ciudadano no puede cambiar de Estado (sin emigrar) como quien cambia de médico o abogado. Y hay que obedecer las leyes del Estado, mientras que se es libre de desobedecer los consejos del médico o el abogado

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Ésta es la diferencia específica entre el profesional público y el privado: mediante el ejercicio de su autoridad pública, aquél tiene el poder político de obligar, y éste no.

Estar revestido de autoridad es poseer el poder de obligar a los demás. Como ha visto Paul Veyne, la autoridad es una entidad bifronte, simultáneamente expresiva e instrumental. En la medida en que es instrumental, puede hacerse temor, obligando a quienes le están sujetos a obedecer, mediante el ejercicio de la coacción física. Pero en la medida en que es expresiva, puede hacerse amar, ganándose el respeto moral de los sujetos, que así obedecen libre y espontáneamente por propia voluntad: un capitán que sabe mandar se hace respetar por sus hombres. ¿Por qué es esto así? Pues porque las personas poseemos amor propio y preferimos querer hacer lo que nos vemos obligados a hacer: obedecer a la autoridad. Ésta es sobre todo la función del político como profesional público: no tanto la de agregar y articular intereses instrumentales, capaces de cooperar egoístamente (según la concepción del Estado como mercado), sino la de suscitar expresivamente la libre y voluntaria participación política de los ciudadanos, capaces de comprometerse solidariamente (según la concepción del Estado como foro, depositario de la autoridad moral de la comunidad). Se establecería así una suerte de división del trabajo entre dos clases de. profesionales públicos: por un lado, los funciona rios tecnocráticos (los burócratas del servicio civil, penal, fiscal y militar), encargados de ejercer la autoridad instrumental; y por otro, los políticos democráticos (organizados en partidos que se enfrentan en reñida competencia electoral), en cargados de ejercer la autoridad expresiva. Naturalmente, estos últimos son quienes cargan con la mayor responsabilidad: la de lograr inducir, con el solo ejemplo de su liderazgo, la espontánea participación de los ciudadanos en la cosa pública. Pues bien, ¿cómo se logra reclutar profesionales de la política capaces tanto de saber mandar como de hacerse amar, ganándose limpiamente (sin sobornos ni coacciones, por la única autoridad de su propia dignidad) el respeto, la adhesión, la voluntad y la participación de los ciudadanos? Y es urgente que surjan profesionales semejantes, dignos de relevar a la generación que ha protagonizado el tránsito de la dictadura a la democracia, cuando ya no hay desafios históricos capaces de movilizar inmediatamente a la ciudadanía. En efecto, antes apunté que la juventud española actual no parece voluntariamente dispuesta a participar en el servicio militar. Pero ¿y en el servicio político? ¿Hay suficientes vocaciones para que surjan nuevos y buenos profesionales públicos? Parece evidente que no: la despolitización, el desprecio por la política, de la que se deserta tanto como se disiente, es la principal característica de la generación actual de jóvenes. Pues se trata, en definitiva, de un vacío generacional. Entre 1975 y 1982 se produjo una brutal sustitución de los estratos dirigentes españoles: la nomenclátura franquista se jubiló y saltó a la arena una clase política precozmente improvisada y tan rejuvenecida que al mantenerse en el poder ha debido cerrar el paso al protagonismo participativo de las subsiguientes generaciones de jóvenes, que han resultado, en consecuencia, excluidas de la escena política. Por lo demás, aquella generación del tránsito estaba movida más por el excitante entusiasmo que produce el inesperado protagonismo histórico que por la profesionalidad res ponsable. Con excepciones evidentes, aquel entusiasmo inicial se ha rutinizado, pues los acontecimientos históricos, como las fiestas o las revoluciones, siempre terminan por acabarse, mientras el trabajo ordinario debe continuar. Hoy ya no se puede seguir reclutando a los jovenes bajo el señuelo de los fantasmas políticos del pasado. Hay que ofrecerles un trabajo político responsable y un futuro profesional prometedor, capaz de satisfacer sus ambiciones moral es como servidores públicós.

El problema es doble, pues se trata de un círculo vicioso. No surgen nuevos políticos respetables porque los jóvenes actuales están despolitizados. Pero los jóvenes están despolitízados porque los políticos actuales no saben imponer su autoridad moral ganándose expresivamente el respeto de los jóvenes. ¿Qué hacer cuando decidan retirarse los escasos políticos respetados por su autoridad moral, como Pujol o González? ¿Establecer levas forzosas de jóvenes, imponiendo una especie de servicio público obligatorio, o repartir las influyentes prebendas entre un voluntariado de clientes aficionados, para que revistan su incompetencia con el verbalismo de las adhesiones inquebrantables? Caricaturas al margen, algo ha de hacerse, y ello en todas las bandas del espectro ideológico, pues el problema es común al centro, la derecha y la izquierda: la grave carencia de nuevas vocaciones políticas. No parece haber más solución que la derivada del magisterio moral de los políticos actuales. El relevo no se producirá por generación espontánea, sino que deberá ser inducido y suscitado a partir delejemplo moral de figuras políticas respetables capaces de ganarse las voluntades con la sola fuerza expresiva de su autor¡dad personal; es decir, capaces de movilizar la participación de la ciudadanía desde la talla de su intransferible liderazgo.

es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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