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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Contra Unamuno

Fedra

Miguel de Unamuno. Intérpretes: Marisa de Leza, Queta Claver, Javier Fuentes, José Thelman, Paloma Paso Jardiel, Manolo Andrés. Diseño y realización escénica: Xavier Lafleur. Madrid, Patio del Cuartel del Conde-Duque, 17 de julio.

Se refugia uno, si puede, en el texto: un castellano rico de vocabulario, aunque seco de adornos, sobrio y hasta teatral por su expresión directa. Se salvan las modernizaciones de ese texto, por lo menos inútiles. Los actores no van contra el diálogo: son claros y comprensibles. El director ha añadido un saxófono, no mal tocado, pero que se lleva sílabas, palabras, entonaciones. Colabora con los ruidos de recipientes de bebidas que ruedan, con el crujido de las gradas y el de algún avión que pasa. Y con la metalización indudable del sistema de amplificación, aunque esté utilizado con cordura.La Fedra de Unamuno no es obra para aire libre ni escenarios apaisados grandes. Se ha hecho en Mérida, y ya se sabe que de lo que sobra en Mérida y en Almagro se hacen los programas para los veranos madrileños. Es obra para cámara, teatro pequeño, voces sin ampliación eléctrica; es el combate de tres personajes del triángulo famoso -padre, madrastra, hijo- con otros dos o tres de apoyo.La escueta desnudez

Sin espectáculo, pedía Unamuno, insistiendo en que los personajes, si son ricos en humanidad, "no podrán sino ganar con esa escueta desnudez".

Se recuerda en el mismo programa, pero el director, Xavier Lafleur, ha debido pensar que Unamuno no tenía razón y procede a su modernización en forma de espectáculo.Consiste ésta en las bocanadas de humo que ya son Inevitables, y tienen en este caso la ventaja de que sea menos el desagradable decorado teñido de luces de colores que lo tiñen todo. Y en el saxófono que coloca blues como del Sur, de forma que esta Fedra ardorosa y retorcida de amor y sexo en lo alto de una especie de casamata recuerde a las maduritas de Tennessee Williams: Fedra en un tejado de zinc caliente.

Hay también muchachos como americanos, parejas que se meten mano o se pelean, que entran y salen. Cuando los escenarios son apaisados, un recurso puede ser el de rellenar sus enojosos laterales con acciones expletivas y acudir a la idea de que así tiñen la obra de modernidad. También se puede decir posmodernidad si conviene. Da igual. Como en todo esto tampoco hay belleza, no se justifica mucho, más que por el ánimo de distinguirse y poner algo de personalidad propia en lo que es de otro.

Unamuno fue siempre algo infantil en su teatro: en la forma de plantear, anudar y resolver. Su falta de molestia en este trabajo era, como en otros escritores, deliberada: una forma de oponerse a la carpintería, a la teatralidad, a las que negaba sus virtudes. Le importaban las pasiones cruzadas, las restricciones de los personajes a sus propios impulsos, la tragedia. Aquí estilizó Fedra, o la redujo a sus mínimos componentes. Se sabía de memoria la obra y a Eurípides: era, como se sabe, un gran helenista, con cátedra.

Todo eso no tiene nada que ver con lo que se ve, salvo que uno consiga aislarse de lo sobrante y refugiarse en los trozos de texto. Lo hace mejor en casa, leyendo. El público aplaudió, aunque algún sector mostrase sus protestas -muy sonoras sobre la madera de las gradascuando salió Xavier Lafleur.

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