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El Nobel es de Cela

Juan Cruz

El día en que Camilo José Cela ganó el Premio Nobel de Literatura era un incrédulo jueves de octubre. Este país de enterados se quedó pasmado con la noticia: el Nobel es para Cela. Los periódicos habían dejado la especulación en el cesto de los papeles, y pocos reflejaron la posibilidad más allá de la zona en que se reflejan los asistentes a las bodas, como dice el propio Cela. Nadie daba un ochavo por la probabilidad de que fuera verdad el pronóstico, y algún diario, de los que ahora tienen a Cela como hijo adoptivo, situó la probabilidad española más allá de la oscuridad de un horizonte que jamás fue sueco. Así que podía ser cualquiera: Greene, un hindú, Ana María Matute, Sciascia, un chino, o nadie, pero por Cela no se apostaba: este año no les sonaba que la cosa fuera gallega.Así que cuando se confirmó que era Nobel el autor de La familia de Pascual Duarte se manifestó por encima de las cabezas de los españoles despectivos la necesidad de creer en la evidencia: era verdad, Cela era el Nobel. La convicción de que tenía que haber sido así desbordó todas las previsiones y surgieron en el mercado de los que se apuntan al caballo ganador compañeros insólitos de un viaje para el que quien ganó el premio tampoco necesitaba excesivos compañeros. Su literatura viaja sola, está desde hace años en las mesas de noche de todos los idiomas y no precisa de otras adhesiones que las de la biografía literaria. El resto era silencio o, al menos, demandaba el respeto que merece cualquiera que hubiera llevado a cabo una obra bien hecha. Y se acabó.

Y no sólo era Nobel el Cela tópico, aquel que era obviamente nobelable, el autor de La familia de Pascual Duarte: era también Nobel el autor de Mazurca para dos muertos o Cristo versus Arizona. También era Nobel el escritor que en 1970 le puso música a una imaginación insólita: Oficio de tinieblas 5. Aquel día en que el Cela silenciado y perseguido por quienes creyeron que el de Iria Flavia había acabado de escribir cuando terminó de salir de su pluma la España tremenda de la miseria y de la nada comenzó a surgir en el universo tortuoso de esta España ruidosa un maremoto de celianos de toda la vida que le volvieron a ofrecer lo que antes le negaron: el pan y la sal. Y el agua.

La incredulidad española tiene una raíz profunda: la raíz de la envidia. Y la raíz de la historia: los españoles son históricamente personajes de sí mismos, una especie de retratos de Goya dibujados en la carpetovetónica piel de toro sobre la que se ha fabricado el universo del maniqueísmo. Y como Cela es tan español que parece una metáfora ha concentrado sobre sí lo que es el símbolo de una España que él describió para denostar: esa España que se aprovecha tanto de los árboles caídos como de los árboles que suben y buscan en medio de ese bosque hirsuto culpables o validos para sacar beneficio del fuego, de la hojarasca y de la madera. Esa lujuriosa presencia de la envidia sobre el juicio habitual de los españoles ha caído corno una ciénaga sobre el actual fenómeno del postNobel y ha identificado fraudulentamente al que le elogia con el justo y al que le denosta con el desnortado, y se ha silenciado que muchos de los que hoy simulan agasajo han ignorado siempre la esencia de su escritura. Digámoslo de veras: le ignoraron antes como figura literaria porque en este país resulta preferible vender la vida privada de los otros como si ese fuera un elemento de mercadería cordial. Con esos materiales de la mezquindad han querido mostrar que este es un país en el que sólo puede haber dos caras: los que son de un lado o los que son de otro. Como si usando un día, el día de San Camilo, en 1936, el autor de ese libro tan emblemático no hubiera dejado escrito que los buenos y los malos mueren del mismo lado.

Y en ese campo de lidia del maniqueo han usado a este periódico como si fuera una diana para propiciar otros disparos. Ignoraron los kilos de papel previo y pusieron en la balanza un artículo -no dijeron quién lo había hecho, por si acaso se desviara la atención del periódico a una firma que sin duda firma por sí misma-, algunas cartas -tampoco las citaron, también por si acaso: en este país todo se hace por si acaso-, y una declaración ministerial -no dijeron que este fue el único periódico que publicó la réplica de Cela: por si acaso, claro-. La ignorancia con la que han arrojado la ignominia los que quisieron apropiarse de Cela es similar a su capacidad de olvido. Pero en fin. Lo que quisieron fue deducir que lo que dice Semprún es lo que dice este diario, se deja pensar que lo que escribe alguien contra Cela también lo escribe este diario, y con todo el mojo picón que se deduce montan el sarao habitual de las campañas. Como en medio es mejor olvidar que tener en cuenta, se olvidan también que fue su hijo quien le defendió aquí de aquella oleada polémica sobre lo que Cela dijo en torno a los que escriben después de él.

Ladridos y caballos

Por fortuna, ni los premios hacen a los escritores ni los validos pueden hacer otra cosa que ladrar para que sigan cabalgando los caballos. Pero lo que sí es cierto es que alguien ha tratado de volar sobre el nido del Nobel para tratar de arrebatarle los plumajes y empezar a distribuir adornos espúreos; han tratado de eliminar de ese hogar de ramas salvajes aquellas que forman parte de la historia. Ahora quieren, con los juicios que tratan de hacer obviar que hubo un Cela olvidado de todos, que ellos mismos, los que quieren las ramas, le robaron también el pan, la sal y el genio, y le buscaron las cosquillas con esa sonrisa ramplona que tienen los aduladores incapaces de poner en la balanza de la dignidad su propia ineptitud para ver en los escritores algo más que un objeto de apropiación indebida.

Es fortuna que España tenga este Nobel: Cela es el escritor más emblemático de la posguerra; muchos de los que hoy le discuten escriben porque en la zona más oscura de su memoria hay alguna palabra cuya factura está en el principio de sus libros; es un narrador que habitó en la poesía y eso le hizo aún más literario. Pero se olvidan, les resulta mejor olvildarse. Se puede discrepar de él, y se debe discrepar de él, como de Celine, o de Paz, o de Sciascia, o de Baroja. Pero apropiarse de él para arrojarlo sobre los demás como si España siguiera teniendo en medio la falla intelectual que le hace merecer el calificativo de maniquea es un error histórico que nos salpica gravemente y que convierte el universo literario en una ciénaga fronteriza con la náusea.

Esta semana es la semana del Nobel. La historia ha querido que la mezquindad haga parecer que Cela es Nobel de unos españoles y no el de otros. Como eso no es así y la historia lo sabe pidamos que devuelvan al nido del Nobel todas las ramas robadas y dejemos que esta fiesta se viva en paz. Porque el Nobel es de Cela, y no de otros: ni la polémica disminuye sus merecimientos ni la ausencia de aquella los hubiera agrandado. La obra de CJC está ahí, y desde hace mucho tiempo, tanto que es imposible que la sombra no hubiera formado parte, también, de su biografia. Y lo decimos por última vez porque repetirlo da vértigo.

Y porque ya está bien.

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