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Los meandros del triunfo

La historia es bastante complicada, no poco misteriosa y sus meandros recuerdan las propias pesadillas de su creador. Javier Tomeo no es un hombre de teatro, no escribe en francés y acaba de obtener el mayor éxito de su vida en París viendo uno de sus libros representado en un escenario. Con su aspecto de boxeador tierno y cansado -como de un pariente de Lino Ventura, decía Joan de Sagarra, que testimonió el acontecimiento hace seis días en estas mismas páginas-, ni siquiera se atrevía a salir al escenario al final de la función para recibir el aplauso unánime del público que reclamaba su presencia. Jorge Lavelli, el gran director teatral francoargentino y actual director del Théátre de la Colline, acogió con gusto la función que le propuso el grupo teatral Los Trece Vientos, de Montpellier. "Me leí el texto y acepté de inmediato; fue como un flechazo".Monstre aimé es el título de la pieza que estos mismos días se representa en el citado escenario parisiense bajo la dirección de Jacques Nichet y la interpretación espectacular del joven Charles Berling y el veterano Jean-Marc Bory. En realidad, Javier Tomeo había presentado su novela Amado monstruo al Premio Herralde de la editorial Anagrama en 1984, pero sólo consiguió ser finalista, junto con sendas obras de Miguel Enesco y Rafael Sender. El galardonado fue Sergio Pitol, y conforme pasa el tiempo aumenta la sospecha de que el breve y fulminante texto de Tomeo era el mejor. Este oscense barcelonés y cincuentón había publicado ya otra novela en Anagrama con bastante éxito de crítica cinco años antes, El castillo de la carta cifrada.

En realidad, Javier Tomeo había iniciado una singular y desmayada carrera de narrador muchos años atrás, cuando publicó El cazador, en 1968, pero poca gente llegó a enterarse. Luego vinieron más libros: Ceguera al azul, El unicornio, Los enemigos, Diálogo en re mayor y algún premio provincial. Pero ya se sabe que una característica de los aragoneses es la tenacidad y nada pudo detener la irresistible vocación de Tomeo, que terminó imponiéndose al silencio y la incomprensión. Tras su encuentro con Jorge Herralde y Anagrama -que en realidad fue un reencuentro, ya que se habían conocido mucho antes- vinieron también Preparativos de viaje -reelaboración de Ceguera... - y El cazador de leones, y después, en Mondadori, los breves textos de Bestiario e Historias mínimas. Y las traducciones, que ya se encadenan como cerezas. Primero fue el éxito de El castillo... en Alemania; luego, el de Amado monstruo en Francia, y después, las versiones en Holanda, Brasil, Italia, Israel, Reino Unido y Estados Unidos. Desde luego, Javier Tomeo es el más traducido de todos nuestros nuevos narradores. Aunque el público español sigue más despacio y sólo recientemente se ha editado El castillo... y Amado monstruo.

La literatura de Tomeo es una de las más originales, personales y distintas de toda nuestra narrativa actual. Viene del mundo de las pesadillas, de lo fantástico y lo onírico, recuerda en suave -y subrepticio- a Kafka, a Buñuel, al surrealismo, a Charlot, a Buster Keaton o al gran Ramón Gómez de la Serna. Tomeo asiste como sonado a su propio éxito, sin creérselo del todo; se ve rodeado de admiradores y admiradoras y se pregunta el porqué. Sigue siendo fiel como nunca a sus libros, a sus viejos amigos y viendo fantasmas por doquier. En la pasada primavera, en un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra, del Centro Pompidou, en París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes: "Mira, lo hacen con toda confianza, pero si te oyen hablar en castellano o en otro idioma que no sea el francés, se escapan despavoridas". Luego lo contaría en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza brillar con su extraña y propia luz.

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