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Tribuna:UNA NACIÓN SE ENFRENTA A SU PASADO
Tribuna
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¡Oh, feliz Austria!

A qué otra palabra, a qué otra lengua, a qué otra obra habría de acudirse para explicar y explicarse lo que está ocurriendo en Viena que a la del espíritu vienés por excelencia, Karl Kraus el Grande. En tono original: "Las calles de Viena están empedradas con cultura. Las de otras ciudades, con asfalto". Precisamente. Lo que obliga a suponer ya, casi con necesidad lógica, que, caso de que los vieneses se decidan a linchar a alguien, lo harán lanzándole sillares de cultura. Que es, precisamente, lo que está ocurriendo. En Viena vuelan, desde hace unas semanas, los adoquines de cultura con los que están empedradas las calles. Y el infierno.El blanco, de las piedras y la ira, no es, esta vez, una organización judía -caso Waldheirn-, sino un poeta y dramaturgo de casa, Thomas Bernhard, quien, también es verdad, nunca dio a los austriacos demasiados motivos de consuelo. Nada de Austria contra el mundo, sino Austria contra Bernhard. En ambos casos corren tras bambalinas y cortinones sombras judías. Desde hace unas semanas la república del esquí, la ópera y los Alpes reacciona como una marquesa desairada por las palabras, las opiniones y las posturas de este virtuoso de la exageración, que en su última obra escribe de Austria y los austriacos cosas como éstas: "¿Qué es Austria? Una cloaca sin cultura y sin espíritu". "¿Qué son los austríacos? Seis millones y medio de rabiosos y de débiles". Texto al que el periódico amarillista Neue Kröne Zeitung le pone en seguida el correspondiente sonido de timbales. A toda plana: "Austria, 6,5 millones de débiles". Los austriacos cierran la hoja convencidos de que un malnacido los ha llamado débiles mentales. Una vez más, "Austria ha logrado que ya nadie la confunda con Australia" (Kraus). También es cierto. Misión cumplida. El texto de Bernhard será especialmente exagerado o cruento, pero no especialmente nuevo. Y es que Austria y Viena, que han dado, además de nazis, tantas cosas, dieron a uno de los mejores notarios de la desintegración fin de siglo. Un espíritu vienés altamente selecto, de los más selectos, por desgracia ya casi olvidado, que analizó con primor las debilidades de Viena: Hermann Broch. Y que viviseccionó, ya entonces, la Austria moribunda. Viena es, como demuestra el arte que crea -el vals y la opereta-, el Akute- Wert- Vakuum, el centro del vacío. Y el vals del Vakuum Produkt específico de Viena. De esa ciudad de la decoración y del apocalipsis alegre. De esa ciudad museal, o con carácter de museo. Que una ciudad así, tan hecha al vacuo y melodioso ritmo del Danubio azul, no tenga estómago para esos adoquines de Bernhard no es extraño.

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Aviso

Y tampoco es que Bernhard no hubiera ya avisado. En el número del Die Zeit del 11 de marzo de 1988, en medio del escándalo Waldheim y coincidiendo casi al minuto con el 50º aniversario de la anexión, se publicó una furiosa carta del poeta -que se abre, por cierto, en Pollensa y con EL PAÍS en la mano- en la que hace una cruenta sátira sobre qué conviene más para la conmemoración, si representar un clásico como el Tartufo o su nueva obra, Mi feliz Austria, en la que los actores son Kreisky, Waldheim, Vranitzky, el arzobispo de Viena, Groher, y el mismo Papa. La carta es una sátira, en momentos despiadada, de los políticos, de la sociedad austriaca, de su historia, de su postura en la anexión, y de todo lo divino y lo humano. Y un anuncio indirecto' de lo que, por lo que se ve, dicen ahora, explícitamente, los personajes de Heldenplatz.

Los datos del escándalo se relatan rápidamente. La historia comienza con el encargo del director del clásico Burgtheater, Peymann, de una obra a Bernhard para conmemorar el primer centenario del Burg. Para la efeméride Bernhard escribe Heldenplatz. La obra narra la historia de una familia de emigrantes judíos que, echados al exilio en 1938, regresan a Viena y constatan que los judíos son hoy tan poco deseados allí como hace 50 años. El padre de familia se suicida, arrojándose a la plaza donde los vieneses aclamaron alborozados a Hitler, la famosa Heldenplatz, mientras el resto de la familia vuelve, por segunda vez, al exilio. Las opiniones que Bernhard pone en boca de los personajes sobre Austria y los austriacos no son precisamente halagadoras: "Hay ahora más nazis en Viena que en el 38". "Ahora salen todos de los agujeros en los que han estado encerrados más de 40 años". "Los austríacos se han vuelto tras la guerra mucho más hostiles y antijudíos que antes de ella". "El odio a los judíos es la más pura y más genuina naturaleza del austriaco". La obra debía estrenarse el 10 de octubre, fecha del centenario. Por deseo de Suhrkarrip y del teatro, el texto debía mantenerse en absoluto secreto hasta el estreno. Como pasa siempre, los periódicos van dejando caer, desde hace semanas, filtraciones de textos cada vez más explosivos. El estreno se ha aplazado hasta el 4 de no

viembre y cabe la duda de si llegará a estrenarse.

Recurso barato

La presión y el escándalo se han vuelto demasiado grandes: los periódicos reventando de cartas al director y los columnistas a destajo. Una destacada pluma asegura, en serio, que el adornarse con las plumas del dolor judío es, por parte de Bernhard, una cobardía y además un recurso barato. Para otros, el autor es una especie de demente con complejos. Para otros, un tipo que goza en ensuciar a Austria Otros están contra esa pieza de cloaca de un supuesto artista Como siempre, los políticos han conseguido en seguida el papel solista. Kreisky, desde Mallorca: "No se debe aguantar esto". El presidente Waldheim, precisa mente, todavía desde Viena: "Una zafia ofensa al pueblo austriaco". El ministro de Exterio res, Mock, defensor contra vien to y marea de Waldheim, flirtea con la censura. Los sindicatos ponen su vocecita de arena. Y el joven semiliberal-semirreaccio nario, y lengua más incontinente de la república, echa mano sin reparo de la ya célebre frase de Kraus, referida al corrupto periodista Bekessi: "Fuera con el infa me" (o sea, Peymann). Quien necesite un diagnóstico del caso puede viajar unos kilómetros e irse al otro lado de la frontera, Enzensberger da, en su último libro, diagnóstico y receta: una forma alemana de jugar a los indios. Políticos e intelectuales son tribus permanentemente enfrentadas para las que el insulto es una tradición casi sagrada.

Será eso. Los políticos, como siempre, hacen como que van a la raíz y al fondo, a los valores. ¿Dónde acaba la libertad y dónde comienza la difamación? ¿Es la ley de no censurar tan infalible y tan sagrada como el Papa, o hay valores constitucionales mayores? Detrás de tanta levítación político-filosófica, la guerra real transcurre más a ras de suelo. Primero, el ridículo espantoso que supondría la censura en una nación que gusta etiquetarse como kulturnation. Segundo, el mantenimiento o la defenestración del director del Burg, Claus Peymann, un foráneo, alemán encima, que es, desde hace tiempo, fuertemente cuestionado, y tiene en contra grupos muy importantes del mismo teatro, de la población, del periodismo y de la política. La ocasión se presta muy bien para apretar el acelerador y echarle.

Mientras público nacionalista y filósofos guardianes resuelven lo que quieren, Bernhard se encuentra, según unos, feliz y sonriente por el alboroto. Según otros, algo asustado por algunas amenazas ("a usted había que matarle"). Por lo que se ve, tampoco en exceso, porque ha dado una vuelta más a la manija: "La versión por la que se excitan todos tanto era aún demasiado suave. He endurecido más la obra y encontrado cosas todavía más terribles". Cielos.

Con seguridad, Bernhard conoce bien aquella famosa anécdota de Heine en su Denkschrift contra Bórne. Dieffenbach, compañero de estudios en Bonn del poeta, tenía la cruel costumbre de cortar el rabo a todos los perros y gatos que encontraba por la calle. Lo que, con el tiempo, le sirvió para convertirse en el mejor cirujano de Alemania. Países y políticos ejercitan y afinan también su cirugía social ensayando en el rabo de los literatos. Bernhard sabe también que Viena no sería Viena si cultura y adoquines no volasen por la calle. Y, por lo demás, como ya diagnosticó Kraus, "en Viena los ceros se ponen delante de los unos". En los demás sitios, por cierto, también.

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