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Un actor sale de escena

Había conocido todas las miserias del teatro ambulante de principios de siglo: las tablillas de madera de los asientos en los vagones de tercera, en noches interminables que se desembocaban en un pueblo abrasado por el sol o tundido por la lluvia, hacia unos camerinos siempre inhóspitos -lo siguen siendo: es una parte de la maldición del actor que aún no ha terminado- y unos crujientes tablados ante los que se apiñaban los ganapanes que carcajeaban ante lo más dorado del teatro clásico español; y las camas de las fondas, habitadas por los insectos; y la espera en las estaciones, y los aciagos cafés de cómicos... Y había llegado a ser un caballero elegante, del que se dijo siempre que estaba como recién bañado y afeitado.Casi, casi tantos años comolos de su vida ha estado trabajando Guillermo Marín, y si fue protagonista de esa leyenda del cómico del camino, lo era al final de esa otra que hace desfallecer a los actores del cansancio, del agotamiento de la edad, en el mismo escenario. Alguna vez tuvo ya que ser sustituido cuando viajaba, muy próximo a estos 80 que son su última cifra, representando El barón, de Moratín, o Casandra, de Galdós: nada más que el año pasado. Decía un crítico (Antonio Valencia) al oírle recitar el prólogo de El barón -escrito por Domingo Miras- que nos daba "la emocionante ocasión de confirmar, una vez más, lo gran actor que ha sido, es y será Guillermo Marín mientras le quede un hálito para declamar". Le siguió quedando el hálito, o tuvo que quedarle la fuerza -porque tenía que seguir viviendo, y manteniéndose en su última soledad-, y aunque ya no se pintaba la cara, daba giras de recitales con fragmentos de sus grandes papeles: los dos monólogos de La vida es sueño, el soneto de El castigo sin venganza, los versos limpios y honestos de El alcalde de Zalamea... los tenía, frescos y nuevos, en su memoria, que era privilegiada. Aún en los últimos tiempos en que le encontraba me citaba, palabra por palabra, cosas escritas en los periódicos hacía más de 30 años...

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Aún le decían, en estos últimos recitales por universidades y aulas de cultura, que estaba manteniendo "el fuego sagrado" del verso del Siglo de Oro: ese misterio que ahora se busca con una cierta ansiedad. Lo había aprendido de Ricardo Calvo, a quien siempre llamó su maestro (y con quien tuvo parentesco: se casó con su hija, Pepita Calvo), y éste, a su vez, de sus mayores, dentro de la tradición oral; y su escuela de declamación era, por tanto, la de la naturalidad: sin grito, sin acentuación de palabras fútiles por comodidad respiratoria; sin dejarse engañar por el verso a verso, sino desentrañando el sentido de lo dicho; sin cantarlo, pero atento a la musicalidad interna del poeta.

Apenas tengo necesidad de cerrar los ojos para verle en algunos de sus grandes papeles, en el teatro María Guerrero, en el Español. Le recuerdo en el Español, la primera temporada que se hizo sin él como primer actor, sentado en el patio de butacas; y cuando le dije que aquélla, en realidad, era su casa, simplemente lloró. Le encontraba algunas veces paseando con su perrillo blanco, que fue la última compañía viva que tuvo; y cenando solo en algunos restaurantes antes de ir a un estreno. Era siempre generoso con sus compañeros, siempre capaz de reprenderme un poco por alguna crítica a otros que le parecía demasiado dura, y justificando que "la vida y el. trabajo del comediante son difíciles, muy difíciles"... A él le fueron la vida y el trabajo muy ásperos en aquellos comienzos y, tras las grandes temporadas de estrenos incesantes y de papeles importantes -Don Juan, o Ruy Blas, o Celos del Aire, o el Creonte de Edipo, o el Hamlet que dirigió Cayetano Luca de Tena..Volvió a serle todo amargo: la soledad absoluta, la vejez que no atañía a su memoria, pero sí a sus fuerzas, y la necesidad de seguir trabajando para ganar, ya, lo que le pagasen. Todo lo llevó con elegancia, sin perder la sonrisa; sin ni siquiera lamentarse. Y así sale de escena.

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