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El papel amoral de la cultura

Ninguna consideración de orden moral podrá nunca hacer vacilar al científico o al artista comprometido en una búsqueda, dice el autor de este artículo para referirse al que él considera carácter amoral de la cultura. De acuerdo con su teoría, sólo se puede hablar entre comillas de lo que es el deber del artista.

"El arte no tiene nada que ver con ninguna finalidad social, sea la que sea, porque por muy alto que llegue nunca ha podido mantener a esa altura el equilibrio político del que sin lugar a dudas no constituye sino una imagen ideal, imposible incluso de asentarse, y porque el pretendido instrumento de ese equilibrio, la moral, sólo reina sobre sus ruinas y huye en cuanto él reaparece ( ... ). Es antisocial desde el punto de vista optimista en que se sitúa la sociedad -al menos la sociedad occidental-; quiero decir desde la búsqueda del perfeccionamiento indefinido de una felicidad unánime que desquicia su perpetua evolución. Es inmoral en muchos casos, y ante todo por su inexorable exaltación del amor. Es amoral siempre porque trata de extraer de los acontecimientos y de los objetos unas armonías indiferentes a la calidad sentimental que los moralistas atribuyen a esos objetos y a esos acontecimientos".Estas pocas líneas, escritas por Elie Faure a comienzos de los años veinte, no sólo me parecen siempre de actualidad, sino que creo también que soprepasan su sujeto, porque si, en particular en la última frase, se sustituye la palabra arte por la palabra ciencia, la proposición enunciada conserva todo su valor; en efecto, lo mismo que el arte, la ciencia "trata de extraer de los acontecimientos y de los objetos unas armonías (nosotros diremos establecer unas relaciones) indiferentes a la calidad sentimental que los moralistas atribuyen a esos objetos y a esos acontecimientos".

Ninguna consideración de orden moral podrá nunca hacer vacilar al científico o al artista comprometido en una búsqueda. Jamás he oído decir que Einstein fuera un malvado, y es imposible que su prodigiosa inteligencia no le hiciese entrever que una de las posibles consecuencias de sus trabajos era la destrucción en una fracción de segundo de millares de vidas humanas. Sin embargo, no los ha interrumpido por ello ni ha ocultado las conclusiones de los mismos. Por otra parte, la amenaza de la destrucción total ¿acaso no nos ha protegido desde hace 40 años de una o varias guerras mundiales convencionales cuyos horrores, por ser más limitados, no son menos importantes que los de la bomba atómica? Paradójicamente, puede incluso afirmarse que el deber del artista, del científico, es ignorar esas clases de consideraciones porque, como expresamente nos lo dice Elie Faure, "la moral sólo reina sobre las ruinas (del arte, de la ciencia) y huye en cuanto él (o ella) reaparece...".

¿Y es necesario recordar a este respecto -la historia abunda en esta clase de ejemplos- lo que ocurre con el arte o la ciencia cuando alguna moral o alguna ideología pretende dirigirlos? Se dan entonces las constemantes producciones del arte oficial de nuestras democracias, que en su momento dejaban a Vang Gogh morir en la miseria y a Cézanne en la tristeza, relegando, por otra parte, hoy sus obras a los áticos del novísimo Museo de Orsay, como si cien años después el Estado y sus altos funcionarios estuvieran empeñados en refrendar las aberraciones del pasado. Se dan, en el dominio de la ciencia, las teorías de un Lyssenko y de un Mitchourine agravando en un rico país agrícola ya debilitado por unas teorías económicas erróneas un estado de penuria alimentaria de la que 40 años más tarde todavía no consigue salir. ¿Es necesario insistir ... ?

Paradojas

Dicho esto, nos encontramos de nuevo en presencia de dos fenómenos aparentemente paradójicos que, al margen de cualquier consideración moral, conviene quizá señalar.

El primero es que estando, o mejor dicho, que a condición de no estar preocupados más que por sí mismos, ese arte y esa ciencia amorales por naturaleza resultan ser los motores de una mayor moralidad, si es que con esa palabra se entiende "la búsqueda del perfeccionamiento indefinido de una felicidad" -o al menos de un bienestar y de un enriquecimiento intelectual.

Sería bueno, por ejemplo, recordar a los ecologistas lo que fue durante siglos la espantosa situación de las masas a las que se negaba hasta la cualidad de pertenecer al género humano, aterrorizadas, despojadas a discreción, no diezmadas sino periódicamente reducidas en un tercio por las hambres y las epidemias, hasta que los descubrimientos de la ciencia y de la técnica mejoraron los métodos de cultivo de la tierra y los medios de transporte. Y si los beneficios de las artes y de las letras aparecen de manera menos inmediata (no existe, en efecto, progreso en el arte), el hombre se ha modificado, no obstante, cada vez que un pintor, que un escultor o que un escritor, provenientes a su vez de la larga serie de sus predecesores, han contado el mundo de una forma nueva, por poco que lo sea: hasta el analfabeto que no ha leído ni leerá nunca a Flaubert, Rimbaud o Joyce no vive hoy del mismo modo que vivía su semejante antes de que estos escritores aparecieran.

La segunda paradoja es que a la relativamente reciente accesión, si no de todos, al menos del mayor número (hablo de nuestra civilización occidental), a un cierto bienestar material, al ocio y, en consecuencia, a la cultura, se corresponde, como con toda razón ha observado el historiador Eugen Weber, "una indiferencia concomitante respecto a la misma"; o más bien se corresponde al tiempo que desaparece el arte popular la aparición de lo que los sociólogos han denominado la cultura de masa, impropiamente calificada en las propuestas de temas que nos han sido sometidos de imperialismo cultural que se opone a las culturas locales, otro término en mi opinión impropio, porque los monumentos de la cultura son, por esencia, universales y se inscriben en una perennidad; por ejemplo, esa escultura de la época cicládica, es decir, que data de 2.500 años antes de Cristo, está tan cerca de mí, cuando no a veces más, como tal o cual obra contemporánea, al igual que me siento más próximo a Dostoievski que a Balzac y a Conrad que a Maupassant...

Si me refiero al diccionario, encuentro como definición de la palabra imperialismo, en sentido figurado: "Tendencia a la dominación moral, psíquica e intelectual". Y es aquí donde aún aparece una nueva paradoja: la de que los poderes a los que se acusa de practicar ese imperialismo cultural no obtienen su fuerza sino de las propias masas cuyos gustos y opciones se esfuerzan ansiosa, servilmente incluso, por satisfacer para conservar o acrecentar esa fuerza. En otros términos: si existe imperialismo, éste parece ser el de las masas, que con sus votos, su predilección por determinados placeres y la mediación de lo que para la televisión se llama los índices de audiencia imponen en cierto modo sus deseos a los diversos poderes, que les obedecen en lugar de reaccionar, encontrándonos así en presencia de un círculo vicioso.

Es preciso insistir en que nadie, nadie está obligado por nadie, tanto en el Oeste como en el Este, a poseer una televisión; nadie está obligado tampoco por nadie a mirar cada semana el episodio de tal o cual serie del género Dallas que voluntaria, imperiosamente reclaman y reciben cada semana millones de telespectadores.

.¿Qué hay que hacer contra esta amenaza?", se nos pregunta. Yo no soy ni filósofo ni sociólogo y no puedo dar aquí más que mi sentimiento personal: para el científico, para el artista, no hay otra cosa que hacer que lo que en todos los tiempos se ha hecho por aquellos de sus semejantes que han dejado su huella; es decir, obrar cada uno lo mejor posible en los campos que les son propios y sin preocuparse de ninguna otra consideración.

Al legislador, al pedagogo, a los poderes públicos (según una denominación más justa de lo que se piensa) les toca hacer el resto. Esa es precisamente su función: a ellos corresponde asumirla. Y a fin de cuentas, lo mismo que se decía en otros tiempos "Dios reconocerá a los suyos", yo creo que se puede afirmar sin equivocarse demasiado que pronto o tarde, de una u otra manera, la historia (o la especie humana) reconocerá a los suyos.

Claude Simón es escritor francés, Premio Nobel de Literatura de 1986. Traducción de M. C. Ruiz de Elvira. Libération.

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