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Reagan mantiene su apoyo a Meese, acosado por su presunta actuación en un soborno político

Francisco G. Basterra

No se puede decir que el ministro de Justicia de Estados Unidos, Edwin Meese, sea un ciudadano por encima de toda sospecha, algo que parecería lógico en el hombre encargado de hacer cumplir las leyes. La conducta de Meese -íntimo amigo del presidente Ronald Reagan y un fiscal general que dedica gran parte de su tiempo a responder a investigaciones judiciales sobre sus actuaciones- está siendo revisada de nuevo por un presunto intento de soborno del dirigente israelí Simón Peres.

El presidente ha reiterado su confianza en su viejo amigo de los tiempos de California, y la Casa Blanca declaró ayer que no hay planes para forzarle a presentar su dimisión. "Sería como echarle a los leones sin pruebas". Meese indicó que continuará en su puesto y defendió que su comportamiento en este caso ha sido "legal, correcto y responsable".Pero, desde un punto de vista político, la situación de Meese, un superconservador y el último cruzado de la revolución Reagan todavía en la Administración, es muy difícil. El anuncio del fiscal especial James McKay de que está investigando "muy seriamente" la actuación del ministro de Justicia en un proyecto de oleoducto entre Irak y el mar Rojo es sólo la última piedra en la que ha tropezado el fiscal general.

Robert Wallach, amigo y ex abogado de Meese, presentó a éste un memorándum con un plan para sobornar a funcionarios israelíes para que Israel no atacara el oleoducto, que discurriría muy cerca de sus fronteras. Se trata de saber si Meese, ante esta sugerencia de soborno, no hizo nada, lo cual sería una violación de la ley de Prácticas Corruptas, que hace responsable al fiscal general de procesar a norteamericanos que tratan de sobornar a autoridades extranjeras.

Meese consiguió que Wallach fuera recibido por el entonces consejero de Seguridad Nacional, Robert McFarlane, y se estudió la posibilidad de utilizar dinero del contribuyente norteamericano para garantizar el oleoducto iraquí, en el que Wallach tenía intereses económicos. Los buenos oficios de Meese -el Departamento de Estado no quiso saber nada del asunto- lograron que Peres, primer ministro israelí, garantizara que su país no atacaría el oleoducto. Hubo, al parecer, intercambio de cartas entre Meese y Peres. Finalmente, después de que Reagan fuera advertido de que intermediarios privados trataban de manipular la política de seguridad nacional de EE UU, el oleoducto no se construyó.

La Prensa norteamericana está comparando la intriga del oleoducto con el Irangate.

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La carrera política de Meese ha estado puntuada por escándalos y pruebas judiciales que hasta ahora ha salvado. La ratificación de su nombramiento como ministro de Justicia fue una batalla de seis meses en el Senado, en la que Meese tuvo que enfrentarse a alegaciones de inmoralidad financiera. Ya entonces un primer fiscal especial trató de probar que Meese, cuando era asesor de la Casa Blanca, había intercambiado favores para colocar a amigos que le habían facilitado préstamos.

Luego fue su implicación en el caso Wedtech, una pequeña compañía de Nueva York que, supuestamente gracias a los favores de Meese, ganó contratos con el Pentágono. El fiscal especial McKay continúa investigando al ministro por este asunto.

Meese arrastra, además, su dudosa actuación en el Irangate. El informe final del Congreso criticó cómo condujo la investigación inicial permitiendo que Oliver North y John Poindexter destruyeran documentos claves.

El fiscal especial McKay también investiga la actuación del ministro de Justicia en la ruptura del monopolio telefónico por parte de la compañía AT&T en un momento en el que Meese tenía acciones en varias compañías de teléfonos.

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