La novela en que españoles y portugueses navegan juntos
José Saramago publica 'La balsa de piedra', su tercera obra traducida al castellano
Hablaba un día el novelista lisboeta José Saramago con una periodista brasileña sobre la extraña naturaleza de los portugueses, de los que "nunca se sabe muy bien dónde están", cuando le vino la Imagen de la península Ibérica, desgajada de Europa, navegando por el Atlántico hacia el Oeste. Era un día de 1982 y esa historia de la que entonces rió, quizá por que le diera miedo idea tan deslumbrante, se ha convertido en La balsa de piedra. Es la tercera novela de Saramago que se traduce al castellano, tras Memorial del convento y El año de la muerte de Ricardo Reis (las tres en Seix Barral), y en ella el autor exhibe su notable imaginación y vuelve a escribir con ese peculiar estilo oral que ha llegado a caracterizarle.
Un taxi portugués que regresa a su país tropieza una noche, en una carretera del Pirineo, con una zanja tan ancha como un socavón de verano en una ciudad española, y su conductor no comprende entonces que está asistiendo al prodigio de los Pirineos comenzando a partirse por la mitad como el mar Rojo. Andorra queda del lado de Francia y Gibraltar, firme en su sitio.
"Al contrario de lo que pudiera parecer, La balsa de piedra es mi novela más personal", dice Saramago. Los protagonistas de su libro son tres portugueses, un andaluz (Pedro Orce, símbolo del europeo más viejo) y una gallega, y en efecto, esos orígenes tienen intención.
Un día, en Galicia, Saramago preguntaba en castellano el camino hacia una escondida iglesia románica, y el campesino se lo indicó en gallego, esto es, "en portugués con otro acento". Historias como ésa son las que han terminado de convencerle de que españoles y portugueses están en la misma barca. "Mi patria chica es Portugal, pero mi patria mayor no es Europa, sino la península ibérica", dice.
La entrevista comenzó en la terraza de un restaurante en la orilla del río Guadalquivir que bordea el barrio de Triana, hasta que un vientecillo gris y una lluvia de octubre oscurecieron Sevilla y obligaron el traslado al interior. Allí Saramago siguió en el punto y tono exactos de su narración suspendida.
Su manera de hablar es como la de sus libros, o quizá fuera más propio contar que "uno de los momentos más felices" de su vida, según dijo, ocurrió a las veintitantas páginas de comenzar a escribir Levantado do chao (Levantado del suelo, 1980, no traducido al castellano). De pronto, en uno de esos aparentes caprichos frecuentes en arte, Saramarago resolvió a su manera el viejo problema de la verosimilitud del diálogo cuando rompe la narración, y ello mediante el procedimiento de fundir ambos.
Literatura en voz alta
Por ejemplo: "... Usted aquí sola no está muy segura, dijo el más joven, pero esta frase, tan humanamente solidaria, es sólo una variante de muchas otras que ha dicho, orientadas en muy diferente sentido, Lo que tenía que hacer usted es casarse otra vez, necesita un hombre que le mire por la casa, Y no iba a encontrar, y no es por alabarme, uno mejor que yo, tanto para el trabajo como para lo demás, Lo que pasa es que le tengo ley, ya ve, me gusta mucho, Un día de éstos me verá entrar por la puerta y aquí me quedo. Me está haciendo usted perder la cabeza, que uno no es de palo. Te advierto que como te acerques a mí te doy con tizón en la cara, esto fue lo que dijo una vez María Guavaira..."(página 199 de La balsa de piedra).
Un amigo de Saramago, cuenta, le llamó por teléfono, compungido, para confesarle que no lograba entender su último libro. Sin pensarlo, el escritor le aconsejó que leyera en voz alta; funcionó. "Cuando escribo no estoy escribiendo", dice. "Estoy hablando para unos pocos oyentes, y los voy controlando, pues voy viendo el efecto de las historias".
El deseo y descubrimiento de una literatura oral no parece algo gratuito en Saramago. Levantado do chao (1980), su primera novela con voz propia, tenía a campesinos por héroes y contaba en clave de realismo social el proceso político que siguió a la revolución de abril de 1975, por el cual una reforma agraria que iba a redistribuir 1,2 millones de hectáreas lo hizo sólo con 400.000. Saramago vivió dos meses de 1976 con los campesinos de la región de Alentejo, y luego le costó muchísimo, en un extraño bloqueo, sentarse a escribir.
Saramago es comunista y quizá sea preciso anotar, aunque a él parece molestarle la precisión, comunista ortodoxo; esto es, cuadro del Partido Comunista Portugués dirigido por Álvaro Cunhal que, al menos visto desde fuera, parece mantener con una voluntad de granito los principios más ortodoxos de la ideología. "En España se sigue teniendo una idea llena de prejuicios sobre el Partido Comunista Portugués", dice el escritor, para quien no está exento de culpa por ello un interesado Partido Socialista.
ÉI viene de una familia de campesinos sin tierra de Azinhaga, al norte del Tajo, que emigró a Lisboa cuando el chico tenía tres años. Hizo estudios de formación profesional, trabajó en un taller y logró dar el salto a una oficina. Por la noche leía lo que pillaba en las bibliotecas municipales, y a los 18 años, en un juego de preguntas y respuestas, dijo sin pensar que él quería ser escritor.
Un parado contento
La revolución de 1975 le alegró la existencia y, al poco, le dejó sin su trabajo de director adjunto del Diario de Noticias. A una edad en que muchos hombres ya sólo esperan que la jubilación les libere, a Saramago se le ocurrió que era su última oportunidad para cumplir con el destino que había deseado a los 18 años, y decidió dedicar sus fuerzas a escribir.
La entrevista se traslada del restaurante al hotel donde se desarrolla el III Encuentro en la Democracia. Saramago habla con generosidad portuguesa pero se niega, por ejemplo, a revelar de qué trata la que ahora escribe, El cerco de Lisboa; sí se aviene a contar que un lejano impulso de ese libro es el cuento Cosas, de un mundo en el que las cosas tienen alma porque son en realidad "gente aplastada"; esto es, "la expresión última de la fuerza del trabajo". En una visión primitiva de su nueva novela, Lisboa está cercada por objetos inofensivos que, sin embargo, la gente no se atreve a cruzar, saltar o sortear. En una versión más moderna, los objetos han desaparecido, pero el cerco se mantiene.
En algo coinciden las críticas a la obra de Saramago, y es en la sorpresa por la originalidad de sus tramas. Que son, parece, lo que menos le cuesta. Regresaba Saramago de una jornada muy larga en una visita a Berlín Oriental, y antes de la cena se recostó un rato. Entonces, no muy consciente, escuchó como un dictado las palabras que constituirían un título, El año de la muerte de Ricardo Reis, y la idea de acercar su cincel a ese mito gigantesco que es Fernando Pessoa (uno de cuyos heterónimos era Ricardo Reis) le asustó de tal manera que estuvo dejando enfriar la idea mientras escribía Memorial del convento. Luego se atrevió.
"Hay que desordenar las cosas para encontrarles un orden nuevo", dice Saramago. "No existe el orden, sobre todo si hablamos de literatura".
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