Desencuentro con Jean Fabre
Todo empezó con unas toses espontáneas y nerviosas: las que salen cuando el espectáculo no prende. Después vinieron las toses fingidas, el carraspeo sonoro. Y luego, las protestas, las interrupciones, las frases. Jean Fabre había comenzado 40 minutos más tarde de lo previsto su espectáculo El poder de las locuras del teatro, muy esperado, que llenaba el teatro Albéniz con un público en su mayoría joven y con los rasgos que corresponderían a lo que antiguamente se llamaba progre.Los artistas de Jean Fabre comenzaron unos movimientos lentísimos, geométricos, con una salmodia entrecortada de fechas en varios idiomas, bajo una bella iluminación mortecina. A la media hora de esta agonía, tras toses y carraspeos, vinieron las frases del público y las interrupciones. Sobre todo, cuando se comprendió que se trataba de un teatro repetitivo, en el que cada exasperante situación se volvía a comenzar una y otra vez y que iba a ser así durante cuatro horas y media sin interrupción.
La realidad es que apenas hay dos movimientos iguales, que cada uno de ellos es una minúscula variante con respecto al anterior y al siguiente; pero el público comprendió rápidamente que no valía la pena. Alguien, cuando comenzaba una de estas acciones que se adivinaban interminables, gimió: "¡No, por favor, no!". Otra persona: "¡Europa está muerta!". Más allá: "¡Vete a epatar a los burgueses!", significando que ellos, los espectadores madrileños del Festival de Otoño, no son de esa estofa y que a ellos no se les sorprende: "¡Esto lo hemos visto hace 20 años!".
Los más agresivos clamaban contra el mal empleo del dinero público con la ya clásica frase de "esto lo pagamos todos", o los que exigían que se les devolviera el precio de su localidad. Poco a poco se fue creando un ambiente de comunicación mutua entre los espectadores, entre los que no faltaban quienes protestaban contra los que protestaban.
El clímax se alcanzó cuando saltó un espontáneo al escenario -algo nunca visto-: el actor Juan Llaneras, estimulado por el público, que se mezcló con los, actores de Jean Fabre, imitó sus acciones, remedó los pases de danza -no sin cierta dignidad-; había quien le pedía que demostrara la raza enfrentando nuestro flamenco -que se arrancase por bulerías- frente a esos flamencos lentos y rígidos; estuvo así hasta que alguien -algunos le identificaban con Jean Fabre- avanzó por el patio de butacas, le ordenó que no tocase a la bailarina -¡Dont touch her!- y el actor espontáneo abandonó el escenario, muy aplaudido. En realidad, había faltado gravemente al respeto a sus compañeros actuantes, los cuales son de alta calidad. Su preparación física, su sentido del ritmo y de la música, las eclosiones de violencia, la retención de los movimientos, están muy por encima de lo que se suele ver. El espectáculo en sí tiene destellos de gran belleza coreográfica y plástica.
El homenaje al teatro, que se pone que es su intención, se puede encontrar en algunas rememoraciones, en algunas alusiones, en una especie de inventario o cronología salmodiado. Trasluce una cierta impregnación de homosexualidad -desnudos masculinos, pareja de hombre con hombre- y un sadismo frente a la mujer.
El problema está en el proyecto total, en la idea general de lentitud, disciplina, exasperación, falta visible de objetivos: sobre todo, en el desencuentro con un público español vivaz, rápido, impaciente. No se puede culpar a este público de desculturización: es el mismo que se ha entusiasmado durante 12 horas con Peter Brook o que ha ovacionado otra lentitud y otro silencio, los de Bob Wilson. Y hay que advertir también, como hecho sociológico bastante característico, que apenas derivó su sentido de fraude o fastidio a la indignación, sino más bien a la vieja guasa o al moderno cachondeo. En otro tiempo hubiera ardido el teatro.
La obra terminó con abucheo y pateo, por encima de quienes trataban de aplaudir a unos actores que se habían mostrado como muy buenos profesionales y a la capacidad de creación de Jean Fabre.
Babelia
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