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Tribuna:LA FERIA DEL TORO DE PAMPLONA
Tribuna
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Anoche

Amaya González, estudiante de arquitectura, comenzó a enterarse de la fiesta en el preciso instante en que un mozo de enorme nariz la cogió de la mano, la bajó de la acera y se puso a brincar frente a ella una jota.Esa fue la última imagen que de ella guardaron sus amigos Enrique, Antonio y Beatriz, todos de Deusto: la de Amaya con una húmeda mancha de vino en el hombro, riendo y saltando entre un grupo mientras el mozo le rodeaba el cuello con un pañuelo rojo como si la quisiera acercar. Serían las siete o las nueve -había una luz improbable en la calle de San Nicolás- y el olor a huevo con gambas que salía del Otano era intenso.

En la plaza del Castillo dejaron de bailar, quién sabe por qué, el mozo entró en el Bearin en busca de alguien, y otro del grupo quiso preguntarle nombre, oficio, pueblo y esas cosas. No pudo preguntar mucho porque una joven le cogió del brazo con suavidad de propietario, y porque una voz exclamó "¡Amaya!" a su espalda. Apenas tuvo tiempo de ver a Ramón, con un brillo en los ojos que le atravesaba las gafas, que le humedeció sus mejillas con dos besos y se la llevó.

Cuando se acordó de los demás -vago remordimiento indeciso-, Amaya ya había evocado con Ramón viejos veranos de Zarauz, copas de pacharán sin número le habían bajado como en un ascensor, había bailado a impulsos antes de volverse a sentar en una populosa mesa del Iruña, su camiseta amarilla era ahora estampada, una temperatura perfecta armaba la noche y ella leía en Josetxo el menú que ponía: Ajoarriero........1.200. Bob les había llevado allí

con el tiempo justo para mantener una reserva hecha desde el año anterior.

Bob: un tejano millonario vicioso del encierro desde que leyó Fiesta, que se empeñó luego en arrastrarlos al Tenis y allí estuvieron a punto de naufragar. Era el único lugar de la ciudad que no olía a vino, sino a whisky, donde no se brincaba y en el que los hombres iban bien peinados.

Naufragaron, en cierto modo, pues en adelante los recuerdos de Amaya se mezclan. Recuerda alaridos y peleas de gamberros, sombras de amor en los jardines de laTaconera con la mitad de la ciudad a los pies, un beso a las cuatro de la madrugada -miró el reloj de reojo mientras abrazaba a Ramón-, y la travesía de la ciudad hasta la Vuelta del Castillo, a un piso de refugiados en el que se dormía hasta en la bañera.

No hubo encierro, esta mañana, por la traición del sueño. Amaya ha buscado el coche y se ha extraviado en las calles iguales del ensanche. Ha vencido al calor hasta llegar al borde de la ciudad, ha alargado el dedo, espera.

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