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La guerra del Golfo y los precios del petróleo

La tarea más compleja de un gobernante, según el ex secretario de Estado norteamericano, es impedir que los problemas a corto plazo hipotequen los intereses a largo plazo de su país. En ninguna parte -opina en este trabajo- resulta más cierto tal axioma que en el golfo Pérsico, donde se entrecruzan los intereses vitales de las dos superpotencias y se concentra el grueso de las reservas mundiales de energía. Para Kissinger es fundamental que las democracias industriales se preparen con firmeza y tacto a afrontar la amenaza de la caída de los precios del petróleo y que intenten preservar la estabilidad de los dos combatientes de la zona, Irán e Irak.

Las democracias industriales, que vieron sacudidas sus estructuras políticas y económicas por las demandas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en los días de máximo apogeo de esta organización, no serían humanas si no sintieran cierta alegría ante el desconcierto reinante en sus opresores de otro tiempo. Pero la venganza, ni siquiera la venganza simbólica, forma parte de la política exterior. Y las víctimas de los setenta harían bien en no perpetuar un ciclo de egoísmo miope en el que víctimas y explotadores 'de una década cambian sus papeles hasta que el caos les destruye a ambos.Los dirigentes de las democracias industriales en la década de los setenta pidieron moderación a la OPEP en nombre de una comunidad de intereses a largo plazo entre productores y consumidores de petróleo. Tales peticiones eran acertadas, si bien no se les hizo ningún caso. Ahora que el zapato aprieta el otro pie sigue siendo necesario basar el orden mundial en la realidad de la interdependencia entre las naciones.

Naturalmente, a las democracias industriales no les interesa para nada ayudar a la OPEP a estabilizar los precios del petróleo a unos niveles artificialmente bajos. No obstante, va en su propio interés ayudar a paliar el impacto global de lo que está abocado a ser, probablemente durante el resto de la década, una continua presión a la baja de los precios del petróleo.

Los hechos del mercado son simples, aunque no lo sean las consecuencias. En los años setenta, la OPEP controlaba el 75% de la producción global de petróleo. En los años ochenta controla menos del 35%. Su capacidad de fijar los precios ha disminuido en la misma medida. En los años setenta, las expectativas de aumento de los precios del petróleo produjeron una acumulación de reservas, estimulando la demanda. En los años ochenta, la psicología ha operado en el sentido totalmente contrario: las expectativas del descenso de los precios ha provocado un continuo agotamiento de las reservas, restringiendo de esa forma la demanda. En los años setenta, Estados Unidos perdió la capacidad de aumentar la producción. En los ochenta, la OPEP está a punto de perder la capacidad de limitarla. La disminución, por parte de la OPEP, de hasta el 40% de su producción resultó insuficiente para mantener el precio actual del petróleo.

Las tendencias previsibles probablemente empeorarán el problema. Durante los próximos dos años, Irak terminará la construcción de dos oleoductos, con una capacidad mínima ole un millón de barriles diarios. Otros productores, miembros o no de la OPEP, están luchando por conseguir una mayor participación en el aumento marginal de la demanda que pueda producir la recuperación global. Así, pues, la oferta internacional excederá probablemente a la demanda, provocando la caída de los precios, puede que de manera sustancial. En pocas palabras, la OPEP está perdiendo su capacidad física de aumentar los precios mediante la restricción de la producción.

Beneficiarse, pero no a cualquier precio

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Esta inversión parcial del impuesto de energía implantado por la OPEP hace más de una década supone una buena noticia para las democracias industriales. Hace que resulte más fácil controlar la inflación y dará impulso a la expansión económica.

Pero en política exterior no hay nada gratis. Si Occidente se recreara en su buena fortuna e intentara beneficiarse, de manera indirecta, de los problemas de la OPEP, descuidaría ciertos problemas reales, corriendo el riesgo de verse muy pronto de nuevo en aguas profundas.

- Un fuerte descenso de los precios del petróleo podría muy bien despertar la crisis de la deuda internacional, actualmente en estado latente, sobre todo para los países productores de petróleo con grandes deudas, como México, Venezuela, Nigeria e Indonesia. La amenaza que representa la deuda internacional para el sistema bancario mundial se vería agrandada a medida que los productores, refinadores y distribuidores nacionales de petróleo fueran teniendo problemas con sus préstamos.

- Un derrumbamiento de las economías petrolíferas provocaría tensiones en regímenes moderados cuya estabilidad depende del crecimiento económico. Los regímenes extremistas que les sucederían tendrían entonces la posibilidad de provocar una nueva crisis del petróleo cortando la producción, tal como sucedió en los primeros años de la revolución iraní. 0 podrían vender su petróleo y utilizar tos ingresos para fomentar desórdenes, siguiendo el ejemplo del coronel libio Muammar el Gaddafi. O podrían poner en práctica ambas medidas de manera sucesiva.

Aun fracasando, el esfuerzo de la OPEP por controlar los precios supone una tremenda presión sobre sus miembros más moderados y responsables. Así, por ejemplo, los ingresos por petróleo de Arabia Saudí han descendido de 110.000 millones de dólares en 1981 a 40.000 millones de dólares en 1984, y es muy probable que desciendan aún más en 1985. No hay por qué estar de acuerdo en todo con el Gobierno de Arabia Saudí para ver que su papel, en la pasada década, ha estado más de acuerdo con los intereses occidentales que cualquier otra alternativa. Y la orientación política de los Estados del golfo Pérsico en la década de los noventa seguir interesando de manera destacada a las democracias industriales.

Para entonces, el agotamiento de las reservas petrolíferas actualmente conocidas en países no miembros de la OPEP y el impacto acumulativo de una demanda que irá aumentando lentamente podría muy bien resucitar de nuevo el espectro de la escasez de energía, sobre todo si continúa el crecimiento económico y las democracias industriales no consiguen impulsar el desarrollo de recursos energéticos alternativos.

Así, pues, la depreciación del petróleo, a pesar de ser positiva, requiere una planificación a largo plazo. En los años setenta, las democracias industriales rechazaron llevar a cabo una acción conjunta como grupo de consumidores a fin de no molestar a la OPEP. Actualmente es esencial la colaboración entre aquellos mismos países para protegerse contra los efectos perniciosos de una caída precipitada de los precios, y contribuir asimismo a salvar a los países productores más responsables de las posibles consecuencias de su avaricia.

Las democracias industriales deberían dedicar parte de su próxima cumbre económica a la creación de un programa que haga frente a la depreciación del petróleo por exceso de existencias.

- Debe diseñarse un plan de contingencia en caso que el descenso de los precios del petróleo provoque una crisis bancaria internacional. En tal situación de emergencia no puede delegarse toda la responsabilidad sobre un sistema bancario que se verá gravemente amenazado. Hay que dejar a un lado todos los tópicos sobre la necesidad de no rescatar bancos y poner en práctica medidas urgentes para estimular la expansión económica global.

- Debe prepararse una conferencia entre productores y consumidores de petróleo. Su objetivo no sería el mantenimiento de los precios del petróleo, sino el permitir a países productores amigos superar la crisis, manteniendo los programas mínimos de desarrollo necesarios para su estabilidad política.

Prepararse para lo peor en el Golfo

- Al mismo tiempo, las democracias industriales necesitan planificar las medidas a tomar en caso de que se derrumbara la estabilidad política en el golfo Pérsico, a pesar de sus mejores esfuerzos por evitarlo.

- La ausencia temporal de presiones de los precios del petróleo debe emplearse para desplegar medidas de conservación y fomentar el desarrollo de fuentes de energía alternativas, justamente lo contrario de las vergonzosas tendencias actuales. En caso contrario, la década de los noventa, en la que volverá a darse una escasez de energía, maldecirá la ceguera y la falta de previsión de los actuales dirigentes.

Pero todas estas medidas serán inútiles si cualquiera de los dos bandos de la guerra irano-iraquí consiguiese una victoria total. Irán, sobre todo, no dudaría en imponer a su derrotado enemigo y a sus impotentes vecinos los cortes de producción que ella misma aceptó en los años setenta. Consecuentemente, conseguiría unilateralmente lo que lleva años exigiendo a la OPEP: un fuerte descenso de la producción, un elevado aumento de los precios del petróleo y una posición de fuerza sobre las democracias industriales. Una victoria de Irán sería igualmente un desastre político, ya que aumentaría el prestigio de la versión más radical del fundamentalismo islámico antioccidental, desde el sudeste asiático a las costas del océano Atlántico.

Pero el arte de gobierno reside en un sentido de la medida. El Irán de retórica radical y virulenta agitación antioccidental no puede resultar más inmune a la erosión de la historia que los muchos regímenes que lo han precedido a lo largo de milenios sobre el suelo dramático de Persia. Con el tiempo, las circunstancias geográficas e históricas trascienden al fanatismo de las personas. Las fanfarronadas de los activistas que gobiernan actualmente en Teherán no pueden cambiar la realidad de que Irán ha sido casi siempre invadido desde el Norte, por tierra, no por mar.La histérica agitación antiocci-

La guerra del Golfo y los precios del petróleo

dental no acortará los más de 1.600 kilómetros de frontera de Irán con la Unión Soviética, que resulta más amenazadora tras la ocupación por sus tropas de Afganistán. Ni tampoco puede eliminar el dogmatismo sangriento -más bien lo aumentará- el peligro de la revuelta de las nacionalidades que forman Irán (el Beluchistán, el Kurdistán o el Aserbaiyán), una revuelta que puede verse alimentada por la situación desacostumbradamente favorable de la Unión Soviética.Así, pues, la idea convencional de que los intereses soviéticos y norteamericanos en el conflicto irano-iraquí coinciden es sólo válida en un sentido muy limitado. El interés de Estados Unidos es impedir el derrumbamiento de los Gobiernos moderados del mundo árabe. Esto exige un Irán comedido, no impotente. Por el contrario, para la Unión Soviética resultaría extremadamente beneficioso el que Irán saliera de la guerra mortalmente debilitado y en un desorden irreparable, ya que Irán constituye el eje natural para el avance soviético hacia el océano índico. El objetivo de Occidente debe ser impedir una derrota de Irak, pero sin que ello agote y desorganice a Irán.

Puertas abiertas al diálogo

Un Irán unido que ponga en práctica una política nacional moderada resulta coincidente con los intereses occidentales en la estabilidad del golfo Pérsico. La política de aislar a Irán es oportuna en tanto gobiernen en Teherán fanáticos expansionistas. Pero al igual que en los últimos meses Estados Unidos ha estrechado sus relaciones con Irak, debería mantener la opción de mejorar las relaciones cuando Teherán recupere cierto sentido de la realidad, manteniendo abiertas algunas vías para el comercio de mercancías sin valor estratégico y encontrando oportunidades para un diálogo cuerdo.

La posición de Occidente con respecto a Irán guarda cierta analogía con la relación de Estados Unidos con China en los años cincuenta y sesenta. No debe permitirse que las protestas justificadas ante gestos provocativos cierren toda oportunidad posterior de colaboración basada en intereses mutuos. En mi opinión, tal realidad debería darse dentro de una década. Una política norteamericana inteligente debería seguir un camino doble: una firme resistencia al expansionismo iraní ahora, junto con una abierta disposición al establecimiento de relaciones constructivas más adelante, cuando las realidades fundamentales se dejen sentir. Es lo mismo que decir que los gobernantes, al tiempo que dominan las circunstancias inmediatas, deben dejar espacio para los imponderables de la historia.

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