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Entrevista:

Domingo Pérez Minik: "Siempre he usado la crítica como un arma de combate".

1984 ha sido para el crítico Domingo Pérez Minik un año alterado, en el que varias veces le han sorprendido con un premio, un reconocimiento o un homenaje. Le entregaron la medalla de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, le nombraron presidente del Premio de la Crítica, y la comunidad autónoma y el Consejo de Ministros acaban de distinguirle con el Premio Canarias de literatura y la medalla de oro de las Bellas Artes. A estas alturas, tras medio siglo de una militancia vanguardista verdaderamente extrema, se ve a sí mismo como un desconocido allende las márgenes de la isla en que nació y vive, Tenerife, y no comprende a cuenta de qué le recuerdan. Tiene 80 años y ya han muerto su esposa, Rosita, y su mejor amigo, Eduardo Westerdahl, con quien trabajó en la revista Gaceta de Arte. La apasiona la polémica, la discusión y el debate. "Sí, he sido muy agitador, algo terrorista", dice. "Yo he considerado siempre la crítica como un arma de combate".

Pérez Minik se perdió el mayo del 68 francés y otras tantas revoluciones en las que hubiera querido participar. Socialista desde los años treinta de Gaceta de Arte, le gusta recordar que un amigo le dijo un día que se parecía a un laborista de la extrema izquierda, como Michael Foot. "A veces he pensado en la revolución como una utopía bellísima, pero tampoco tengo ganas de revoluciones a estas alturas, siempre que existan formas democráficas". Ha publicado nueve libros que levantaron ronchas en su momento y espera, con la ilusión del escritor novicio, la retrasada edición del que haría el número 10, Isla y literatura, que es una recopilación de sus ensayos y conferencias sobre Canarias.Pregunta. ¿De qué forma llegó a la crítica?

Respuesta. Pues porque no me salía la novela. Escribí un poco de teatro, incluso fui actor y director en compañías locales. Cuando surgió Gaceta de Arte comencé a hacer ensayos sobre literaturas extranjeras y el teatro español contemporáneo. En realidad, yo soy un crítico literario que empieza a actuar dentro del conglomerado de la literatura española de los años cincuenta. Escribí Debate sobre el teatro español contemporáneo, que era el primer libro sobre la materia. En ese sentido fui siempre un adelantado. Esto es de lo único que yo presumo un poco. Fui un oportunista, un tipo de circunstancias, un hombre que sabe tocar el timbre y armar un poco de escándalo en la casa. Como he sido siempre muy curioso y he estado al tanto de lo que ocurría a mi alrededor, me di cuenta de que faltaban en España libros y es posible que los que escribí hacían realmente falta en el país. Yo tengo un concepto particular de la crítica, como algo terriblemente impuro. He mezclado todo: la política, la religión, la sociología, la filosofía, la historia, etcétera. Mis críticas tienen un sentido de la aventura. He escrito libros de crítica como si se tratara de novelas, con una entrada, un conflicto gravísimo y un desenlace. Y no doy soluciones, como las novelas actuales. Para mí ha sido siempre un trabajo apasionante, una gozada. Sabía que iba a producir una provocación tremenda en el lector. Concha Castroviejo, colaboradora de Revista de Occidente, ha dicho que le he parecido un crítico divertido, y ése ha sido el mejor elogio que me han hecho.

P, Pero, ¿por qué le. molesta que le llamen especialista en esta o aquella literatura; en la inglesa, por ejemplo?

R. Rechazo la palabra especialista. No he sido especialista de nada. Yo he sido un buen turista, más o menos crítico, de las literaturas universales. A mí lo mismo me da la inglesa, la francesa que la alemana. De hecho es muy posible que mis estudios sobre las literaturas centroeuropeas hayan sido lo más importante de mi obra. Claro, yo tengo un libro de 300 páginas que se llama La novela inglesa actuat porque era un fenómeno muy interesante de los años cincuenta y sesenta que quise estudiar, pero lo mismo pude hacer con el existencialismo francés o la generación perdida norteamericana. Sencillamente, fue una curiosidad. Esto no quiere decir que yo sea más inglés que francés. Soy un tipo muy universal, muy apátrida. En todos sitios me encuentro bien, lo mismo en Leningrado que en Hamburgo que en Londres.

P. A pesar de todo, ¿siente usted una cierta inclinación anglosajona irreprimible, que se refleja en su misma forma de ser, de comportarse y hasta de vestir?

R. Son formas miméticas de la juventud. Al fin y al cabo, yo era hijo, de cosecheros de tomates y plátanos, que estaban en constante relación con Londres. Lo veía en la casa de mis padrinos, donde me eduqué. Es posible que hubiera supuesto un factor poderoso en mi formación esta conexión especialmente con el inglés, que era el que nos explotaba, pero de una manera muy distinguida, sin molestarnos mucho, pagando. buenos salarios.

P. ¿Cómo y por qué Gaceta de Arte?

R. Las islas, en la época en que nació la revista, en el año 1932, tenía más contactos con el extranjero que con la España peninsular. Venían unos cuantos funcionarios del Estado, algún turista suelto y tal. Aquí fondearon siempre barcos ingleses que traían pasaje. Con ellos venían también las ideas. El hecho de que nos visitaran Bertrand Russell, Bernard Shaw, André Breton y los surrealistas que trajimos, así como muchos pintores que escapaban de la Alemama de Hifler, lo prueba. Llegamos a pensar en construir una casa-residencia para estos artistas que nos visitaban. Desde la caída de Primo. de Rivera un grupo de amigos empezamos a tramar algo. Eduardo Westerdahl fue nuestro director y la revista salió adelante con las suscripciones y nuestra aportación particular. En la isla nos tomaron un poco a chacota, como tipos divertidos. No nos recibieron dramáticamente, porque la mentalidad del insular es bastante amplia.

P. Tenían ustedes buenos lectores. ¿Cómo llegaba la revista a Freud, Einstein o Le Corbusier?

R. Sí, tuvimos relaciones con figuras importantes de la pintura, la arquitectura, la ciencia. Eduardo tenía una gran agenda. La revista llegaba a todos los sitios, desde el Museo de Arte Moderno de Nueva York hasta Bertrand Russell, pasando por esos y otros nombres. Y nos escribían. La correspondencia de Eduardo Westerdahl de esa época es una mina.

P. ¿Qué tal se llevaban con la generación del 27 y con los maestros de la época, como Ortega?

R. Con los poetas del 27 mantuvimos una buena relación, no de amistad, sino de admiración. No se nos escondía que poetas como Salinas, Vicente Aleixandre y el mismo García Lorca de Poeta en Nueva York eran grandes autores de corte universal. Ahora, a quienes no estábamos dispuestos a pasar era a Miguel de Unamuno, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, que eran importantes pero estaban rebasados. Nos llegamos a meter con Ortega. Sus libros nos parecían reaccionarios, aunque sabíamos apreciar su labor innovadora, verdaderamente gigantesca en la España de su tiempo. Rechazábamos a Galdás, Baroja y al mismo Pérez de Ayala. Lo que no quiere decir que esto lo piense yo ahora. Con el tiempo revisaría muchos planteamientos. En mi libro Novelistas españoles de los siglos XIX y XX contribuyo al comienzo del estudio de Galdós en esa época en España, con un largo ensayo en que muestro toda mi admiración por ese ilustre paisano.

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