Tarancón, cardenal entre naranjos
Hasta hace poco, los obispos eran todavía aquellos percheros de recamados armiños y capa magna de terciopelo, pantuflas con grecas de plata y calzas coloradas, que iban por las losas de las catedrales bendiciendo a los fieles con guiños de topacio. Una literatura de palominos con chocolate y anatemas fulminantes les envolvía la mitra faraónica y los dorados destellos del báculo no lograban enmascarar la garrota, aunque hablaban a la grey desde la cúspide del sitial con suavones superlativos de amor. Después del Concilio Vaticano II muchos obispos adoptaron un talante de altos funcionarios con maletín, traje marengo con alzacuellos, zapatos negros de rebajas y sonrisa paisana como en aquellas películas de Bing Crosby. Durante la etapa de la Iglesia triunfante, Vicente Enrique y Tarancón lució con orgullo aquel empaque de ritos externos, un boato de dignidad que su naturalismo agrario salvaba siempre en última instancia. Y así hasta que se encontró con la humildad de Juan XXIII y quedó desarmado.
El cardenal Tarancón nació en Burriana, provincia de Castellón, en el año 1907, de una familia piadosa, de derechas, agricultores de buen pasar, devotos de Dios, del diputado conservador Chicharro y de sus 50 hanegadas de naranjos, gente de orden, muy abnegada, que según los mitos sociales de esta tierra soñaba con dar un hijo al clero, otro al comercio de la exportación de frutas y el último a la CEDA, a través del Círculo Católico. El niño vino al mundo en medio de una espiritualidad perfumada por un limonero en el corral, cartillas de ahorros y novenas a María Auxiliadora. El paisaje de la infancia es otra placenta, las primeras sensaciones del hogar forman la mucosa más íntima de la memoria. Eran tiempos de Maura en un pueblo de la Plana entre naranjales. Los pequeños propietarios salían al campo de madrugada en el carro y cuando las campanas tocaban a misa había jornaleros de camisa blanca en una acera de la plaza, esperando contratarse de sol a sol por una peseta, pero todos se quitaban la boina y callaban en el momento de alzar a Dios. Al salir de la iglesia, las mujeres compraban sardinas de bota, en la calle quedaban cálidas boñigas de. caballería y por la ventana de la escuela se oía a coro la tabla de multiplicar. En aquella época comenzaban a reventarse algunos rosarios de la aurora, los hombres se arreaban tremendos hachazos en el occipucio con la azada, tipo Blasco Ibáñez, por cosa de riegos, los pinchos iban a la taberna con una navaja en la faja y en los huertos floridos libaban moscardones de oro e incluso se escuchaban jotas de moro en el silencioso solar.
Primer intento de ir al cielo
Vicente Enrique cra un chico travieso que estuvo a punto de ir al cielo por la vía rápida. Un día se cayó a una acequia y fue rescatado en el momento en que su alma batía ya las blancas alitas en la punta de la nariz para tomar vuelo. Se libró de ésa. Llegó a la conclusión de que eso de salvarse había que tomárselo con más calma. Sus padres querían que fuera cura; es lo que pasa, que a veces los padres tienen mucha vocación, sobre todo la madre.
-Enhorabuena, Vicenta María.
-¿Por qué?
-Me he enterado de que su hijo se va al seminario. Estará contenta.
-Ahí es, la verdad.
-Ya tiene uno colocado.
-Gracias a Dios.
Un tío suyo también era sacerdote y en el pueblo gozaba de justa fama de piadoso y amigo de los pobres, no del médico o del boticario; quiere decirse que no llevaba sombrilla ni caramelos con amenazas morales en la faltriquera. Vicente Enrique no fue al seminario para huir del arado, algo normal entonces entre vástagos de bracero con sed de porvenir. En la alacena de casa estaba asegurado el pan candeal, había crecido en un entorno agrícola con muebles de nogal y bandejas de alpaca, espejos con marco de paño rosa y mantillas de beata traspasadas con agujas de oro sobre la consola del recibidor, parientes colaterales eran comerciantes de cítricos y un primo hermano también estudiaba para cura. El medio de cultivo no podía ser más propicio, de modo que el Divino Pescador sacó el alevín de este caldo sin ningún esfuerzo.
Fue un seminarista saludable, uno de esos que dan grandes patadas al balón con la sotana levantada y andan directo por los caminos del Señor sin demasiadas torturas mentales. Tenía desde muy joven cada hormona en su sitio y ése es un dato para entender su vida. Dios estaba en el cielo; abajo, el mundo era una naranja navel y la gracia santificante se parecía al aroma del azahar. Aunque en aquel tiempo Primo de Rivera trataba de poner las cosas en su lugar descanso y los anarquistas no se arrodillaban ante el paso de la sagrada custodia, él no acababa de ver que los hombres fueran del todo malos. Tal vez creía poco en la naturaleza caída. Tenía a su lado limoneros en flor, rumor de acequias a la sombra de cañaverales, adelfas y enredaderas con campanillas doradas, zumbaban abejas de miel e insectos escarlatas, la tierra daba cuatro cosechas al año, en el puerto había un barco cargando fruta para Londres y la brisa era propiamente del Mediterráneo. En mitad de un paraíso terrestre que daba tomates, mandarinas, berenjenas y patatas tempranas resaltaba un poco difícil predicar un Dios adusto con ferocidad de secano. Si la divinidad se mostraba tan femenina y bajaba las rebosantes ubres en la vertical de Burriana, él no era quién para amargarle la existencia a nadie. Sólo quería ser un buen sacerdote, como su tío. Acabó la carrera en Tortosa, cantó misa, se doctoró en Teología en la Universidad Pontificia de Valencia y comenzó tocando el órgano de coadjutor en Vinaroz.
Parece que el Señor desde el primer momento lo guardaba para obispo. En principio le había concedido cierto diseño corporal, esa planta noble o buena percha sin la cual entonces no se llegaba ni a canónigo. Hizo que la guerra le pillara en la zona franca de Tuy, a causa de un viaje esporádico por su cargo en la Acción Católica; no así a su primo, que cayó asesinado por los rojos del pueblo. Después fue arcipreste en Villarreal, una parroquia muy religiosa y de sólido catastro, donde él desarrolló la gracia natural de un apostolado solariego -a la manera clásica, con pocas ideas, pero muy claras según los métodos de la tierra. La santidad no es una cosa demasiado complicada. Consiste en comportarse con normalidad, trabajar, ser honrado, cumplir los mandamientos de la Santa Madre Iglesia y los contratos de palabra de buen labrador, hacerse la vida agradable y esperar, dentro de una dicha de comunidad de regantes, a que Dios mande para el alma los mismos frutos de un huerto bien cultivado. Nunca fue un cura de montaña, magro y latigador. El infierno suele venderse más en el secarral del altiplano, está muy cerca de las cumbres desiertas donde los ramalazos de aire puro arrebatan el seso de los moralistas. En cambio, por los naranjales del litoral se pasea un Dios campechano con el que se puede llegar a un compromiso al borde de una acequia. El Espíritu Santo sopló la idea en medio del cabildo y algunas calvas apostólicas de mucho lustre en Valencia comenzaron a insinuar el destino de este párroco tan paisano.
-Tarancón tiene clase.
-Es muy sano.
-También tiene gancho entre la juventud.
-La Iglesia necesita un obispo de Acción Católica.
-Que sea él.
En Burriana muchos recuerdan el acto solemne de su consagración, sobre todo porque acababa de caer una helada que había quemado hasta las raíces de los naranjos. En marzo del año 1946 el campo de la Plana de Castellón era un cementerio de troncos, pero en medio de aquel catolicismo agrario duramente castigado por una ola de frío polar florecieron los bordados de un obispo con todas las luces de oropel. Había terminado una guerra civil, se hacía sentir el hambre en el paraíso, la gente se acogía al sacramento del boniato, había un odio envasado con una mezcla de fiera desfachatez triunfal entre hermanos. Tal vez era ése el rostro oscuro del pecado, el lado justiciero de Dios. El bien y el mal no es un problema de metafísica o de ardua teología. Se trata de que el hombre encuentre, un poco a la pata la llana, una mediana felicidad de alimentos terrestres, caridad cristiana y ayuda de la caja de ahorros. En esta vida todo tiene arreglo. Basta con liar un cigarrillo de caldo de gallina y sentarse a hablar.
Al congelador por rojo
Vicente Enrique y Tarancón fue enviado a la sede episcopal de Solsona y su carrera habría sido fulgurante si su sentido común no le hubiera forzado a escribir una pastoral con este título tan revolucionario: El pan nuestro de cada día. En ella trataba de insinuar que algunos católicos estaban consiguiendo riquezas de forma demasiado rápida mientras había mucha gente que lo estaba pasando fatal.
-Ya está.
-¿Qué sucede ahora?
-Que el obispo de Solsona acaba de asomar la oreja.
-¿Es rojo?
-Ya me dirás.
-Que lo pongan en el congelador. A ver si se le pasa.
Por este motivo, Vicente Enrique y Tarancón estuvo en la nevera de Solsona durante 18 años. En aquellos tiempos de autarquía y estraperlo, de licencias de importación y de ardientes acelerones de biscúter, un obispo tenía la obligación de estar callado y dedicarse a lo suyo: bendecir las palmas el domingo de ramos, dar el agua bendita a Franco cuando entraba en sus dominios bajo palio y tratar de ser santo y orgánico para que lo hicieran procurador en Cortes por el tercio celestial. Pero fue en el Concilio Vaticano II donde Tarancón encontró lo que nunca había perdido. El mundo era más o menos lo que él imaginaba. La Iglesia, fuera de España, estaba llena de gente normal, de obispos rubios, sanos y transigentes, de fieles dubitativos que no eran buenos ni malos. De pronto tropezó con la humildad apaisada de Juan XXIII, que también se derivaba de un Dios, hortofrutícola como el suyo. Y de esta forma llegó a ser un cardenal entre naranjos.
La biografía de Vicente Enrique y Tarancón se ha fijado después en cuatro momentos estelares. Aquella vez en que Pablo VI dio un golpe eclesiástico de mano y lo coló de rondón por la puerta trasera, como sucesor de Morcillo, en la sede de Madrid. El entierro y los funerales de Carrero, cuando tuvo que huir en coche, protegido por la policía, perseguido por vociferantes reaccionarios que querían llevarlo al paredón. En el caso Añoveros, donde tuvo la excomunión de Arias Navarro guardada en el bolsillo durante tres días. En la muerte de Franco y en la homilía de la consagración del Rey. Son hechos conocidos, pasiones recientes no del todo cristalizadas. Algunos creen que el cardenal Tarancón es un político florentino que se mueve bien por el laberinto sutil de las altas sacristías o por los mórbidos intersticios vaticanos.
-Sabe envidar.
-¿De verdad?
-Al menos planta cara en el momento exacto.
-Tal vez.
Hay una explicación más sencilla. La mano del Señor había llevado a Tarancón al centro de la borrasca política en los tiempos de la transición. No tenía ninguna doctrina, sino las hormonas en su sitio. Se limitó a aportar a esta locura el sentido común de una tierra de regadío, una democracia de Tribunal de las Aguas. Todo se puede hablar. Nada es del todo bueno ni malo. La vida hay que vivirla. Después del invierno viene la primavera, y si mucho le apuran incluso llega el verano. Dios es un elemento natural y el resto queda en papeles. ¿Dónde tiene uno que firmar? Yo veo al cardenal Tarancón liando un cigarrillo de picadura selecta, sentado entre naranjos, con la sotana arremangada y el alzacuellos desabrochado, mientras las libélulas de oro zumban en un huerto de Castellón. Basta con alargar la mano para coger una naranja o a Dios.
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