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Tribuna
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Jordi Pujol o Blancanieves

"Dios le sonreía desde cualquier Sinaí del Ampurdán"
"Dios le sonreía desde cualquier Sinaí del Ampurdán"Chema Conesa

A Jordi Pujol, un día de 1960, lo pillaron in fraganti entonando a grito pelado El cant de la Senyera en el graderío del Palau de la Música delante de cuatro ministros. He aquí las consecuencias: dos años y ocho meses de prisión para el cantante, 100 millones de beneficios en el primer ejercicio bancario; el mártir orina sangre en los interrogatorios, 200 millones de ganancias; el héroe sale de la cárcel y es confinado a Gerona, 300 millones de superávit; Jordi Pujol vuelve en olor de reunión clandestina, en plan adalid de sótano, el abad le bendice, y ya tiene 400 millones en el haber, aparte de la fe y el descuento de letras.

Jordi Pujol nació en Barcelona en el año 1930, nieto de unos payeses de Premià de Dalt. En aquel tiempo cualquier catalán con futuro tenía la obligación de llegar a este mundo en el seno de una familia de fabricantes de hilatura o de menestrales con botica, gorra y guardapolvo, pero el padre de Jordi Pujol, vástago de un industrial del corcho venido a menos, con negocios de tapones para champaña francés, sólo trabajaba de empleado en la banca Marsans. Era uno de esos subalternos de botones dorados que sella pólizas de crédito con estampilla, se alimenta de escudella, vota a Esquerra Republicana, pero teme a Dios y a los guardias. Entonces la infancia parecía un abril lleno de himnos y por las Ramblas corría la libertad con barretina, había alegres escopetazos sindicalistas y pasteles de crema para burgueses con canotier, novios anarquistas con cananas bajaban de la Font del Gat repartiéndose cartuchos, las criadas cantaban la Santa Espina por el patio de luces, el camarada Companys saludaba a la senyera con el sombrero en la tetilla y los hombros salpicados de caspa, el señor Esteve tomaba la última zarzaparrilla en el bar La Puñalada y el parvulillo Pujol iba a la escuela Blanquerna, donde en el teatrillo de fin de curso él siempre hacía el papel de enanito del bosque en el cuento de Blancanieves. De pronto, en medio de la fiesta comenzó una lluvia de hierros.

Adolescente con cantimplora

Jordi Pujol pasó la guerra con los abuelos payeses en el pueblo del Ampurdán. Su niñez campestre está dorada con pan de maíz y butifarra casera, lejanas noticias del bombardeo de la ciudad, cunetas con milicianos, carretas con colchones que van al exilio y primeros ejercicios solitarios con la gramática catalana de Marvá entre vacas de estilo románico. También hay en su adolescencia la melancolía de una gripe en cuyo ámbito evanescente el infante leyó El sentiment de la pátria, de Maragall, y Elogi a Catalunya, de Vallés i Pujals, empanado con dos cataplasmas de harina de linaza, mientras en la Díagonal tropas nacionales y obispos con correajes, falangistas, rentistas y monjas redivivas celebraban una misa de victoria sobre los escombros.

-¿Y tú que vas a ser de mayor?

-Mitad monje, mitad alpinista.

-No se dice alpinista. Se dice soldado.

-Yo quiero ser enanito leñador.

-¿Para qué?

-Para salvar a la Bella Durmiente del Bosque.

Jordi Pujol fue un adolescente con cantimplora, chirucas de monte, puñal en el cincho y espiritualidad de acampada, y lógicamente encontró el primer Dios buscando champiñones o tocando una armónica Honner encima de la breña. Un día iba de excursión hacia la cumbre del Tagamanent y durante la escalada había oído contar a unos compañeros que en lo alto hallarían un templo y una masía. Cuando el chaval llegó a la cima con jadeos de amor a la naturaleza vio que allí sólo había ruinas de un ábside con lagartijas y residuos de zona en el derribado presbiterio. Se sentó en un sillar enjugándose la frente con el pañolón de boy scout, se miró en el espejo del valle y mientras otros camaradas hacían gorgoritos tiroleses en el acantilado, que el eco devolvía, nuestro pequeño héroe tuvo una revelación. Tal vez fue la Virgen en persona la que le sopló en la nuca el encargo patriótico. Cataluña estaba destruida. Cataluña dormía un profundo sueño de Blancanieves y él era llamado a despertarla. Bajó de la montaña y aprobó con sobresaliente el examen de Estado.

Le ardía en el pecho la devoción a María y el afán excursionista, una mezcla de piedad y aroma de pino piñonero. En aquella época, su interés por la contabilidad no sobrepasaba la enumeración de los pasos de sardana, que bailaba a modo de danza guerrera los domingos en la plaza principal. Así que oía la tenora y brincaba con saltos de príncipe Igor encima de los adoquines en un acto de afirmación nacionalista. Al final de los años cuarenta aún se llevaba mucho la gracia santificante y Jordi Pujol pensaba que Cataluña tenía que ser salvada mediante el don de Dios, aunque la Virgen de Monserrat también podía echar una mano, de forma que este chico tan espiritual iba y venía por círculos y congregaciones, estudiaba, rezaba, entonaba el Virolai con ardor de barricada celeste, escribía con brocha en las paredes y en la facultad de Medicina, donde se matriculó, tomaba los apuntes en catalán en prueba de rebeldía. Entonces, para cambiar el mundo, los jóvenes de Acción Católica peregrinaban a Santiago de Compostela; pero en esa orilla del Ebro, concretamente en los aledaños de Vía Layetana, había comenzado a renacer un apostolado progresista entre antiguos alumnos del colegio Virtelia e intelectuales con devocionario, que amaban el pan con tomate y habían leído a Péguy, a Saint Exupèry e incluso a Bergson. En vez de visitar la tumba del Apóstol subían al monte sagrado con macuto para charlar con el abad Escarré, el cual guardaba los primeros panfletos dentro de incunables. Entre ellos se decían:

-Te veré mañana en misa.

-No te olvides de traer las octavillas.

-Después nos iremos al Tibidabo y ensayaremos El cant de la Senyera.

-Pero en voz baja, ¿eh?

-Si quieres lo silbamos. Siempre sonará más campestre.

Jordi Pujol cultivaba con ardiente frenesí este tipo de clandestinidad político-mariana. Cogía un cubo de alquitrán, se acercaba a una tapia nocturna y trazaba con letras mayúsculas la consigna. Sólo los menestrales, que se levantaban temprano, podían leer la pintada. Fer poble. Fer Catalunya. A los obreros de Almería les tenía sin cuidado. Pero Jordi Pujol era un rayo de alcantarilla que no cesa. Desde 1946 se agitaba en el grupo apostólico Torras i Bages, en 1954 fundó el movimiento CC, o sea Cristo y Cataluña, que es como quererlo todo de una tacada, el cielo y la tierra, la santidad y el Montseny, los rosarios en lengua materna, la identidad, la patria, Dios y mel i mató. Con este equipaje llegó hasta la huelga de tranvías con la verdad en el estribo. Y cuando Luis de Galinsoga, director de La Vanguardia Española, alucinado caballerete central, entró en la sacristía de una iglesia, donde el cura había predicado en catalán y gritó que los catalanes eran una mierda, Jordi Pujol también estuvo en la brecha. Quemó periódicos en público, predicó a los lectores la santa cruzada de la abstención y finalmente consiguió que echaran a aquel loco. Luego partió a adoctrinar marines norteamericanos recién desembarcados en el puerte, que escuchaban al apóstol mascando chicle:

-Ustedes ser demócratas.

-Yes.

-En España haber dictadura.

-¡Oh!

-¿Por qué vienen?

-Nosotros sólo vamos al Paralelo. Dicen que allí hay muchas putas.

-¿Y la civilización occidental?

-Bien, grassiass.

En la vida de Jordi Pujol hubo otra revelación. Por este tiempo el héroe catequístico estaba llegando a la conclusión de que a Cataluña no la salvaba la caridad cristiana. Dios es siempre bueno, pero lo es mucho más cuando reparte dividendos. Si Blancanieves, aquel amor adolescente, se encontraba sumida en el sueño era por falta de dinero. De repente a Jordi Pujol se le apareció otra clase de divinidad en forma de un duro gigantesco, que resplandecía con haces de oro. Y él se postró en oración. Para redimir a Cataluña, antes había que hacerse rico. Se levantó del reclinatorio y alguien le dio a oler un billete de mil como a un perdiguero. El profeta comenzó a seguir el rastro.

En aquel tiempo, nuestro redentor trabajaba en una empresa de productos farmacéuticos y su señor padre había mejorado la situación económica con unas jugadas de Bolsa. En nombre de Dios y de Cataluña, con ayuda de otros místicos, ambos compraron el banco Dorca, con sede en Olot, que luego se convertiría en la Banca Catalana. Ya estaba todo trabado ontológicamente: el amor al país, la pasta, los burgueses con cuenta corriente, la salve montserratina, los cupones, el alpinismo, el crédito, los níscalos y el nacionalismo. Pero Jordi Pujol era un financiero muy raro. Presidía consejos de administración y echaba octavillas, firmaba empréstitos y se había aficionado al cante. Así llegó un día de 1960 en que lo pillaron in fraganti entonando a grito pelado El cant de la Senyera en el graderío del Palau de la Música delante de cuatro ministros. Franco, que dormía en Pedralbes, sin duda también lo oyó. He aquí las consecuencias: dos años y ocho meses de prisión para el cantante, 100 millones de beneficios en el primer ejercicio bancario; el mártir orina sangre en los interrogatorios, 200 millones de ganancias; el héroe sale de la cárcel y es confinado a Gerona, 300 millones de superávit; Jordi Pujol vuelve en olor de reunión clandestina, en plan adalid de sótano, el abad le bendice, y ya tiene 400 millones en el haber, aparte de la fe y el descuento de letras.

Escalada con chirucas

Desde la falda de una pila de billetes de nuevo plutócrata montañero concebía a Cataluña como un todo, si se quitan obreros, intelectuales rojizos y otros almerienses o aceituneros de Jaén y gitanos de Somorrostro. Había que levantar una Normal catalana, una Universidad catalana, una Enciclopedia catalana, controlar prensa y ediciones de libros catalanes. Dios le sonreía desde cualquier Sinaí del Ampurdán. Ahora había que despertar a la Bella Durmiente con un ruido de monedas y con el sonajero de la cultura. Comenzó la escalada con chirucas por una ladera donde se agitaba ya un barullo democrático. Cuando se encontraba a media altura alguien le dijo:

-Acabo de ver a Blancanieves.

-¿Ronca todavía?

-Qué va. Está sentada en un sillón de orejas frente a los leños de la chimenea en un pueblo de Francia.

-¿Y qué dice?

-De momento dice llamarse Josep Tarradellas.

-¡Cielo santo! ¡Es él!

Al principio, Jordi Pujol, según la imagen biselada de aquella fiesta en el colegio, sólo quería ser el enanito que más ama a la Bella Durmiente. Un sueño burgués percibido a través de una lámina de hojaldre. Cataluña era tal vez un dulce estomacal suave y digestivo. Pero el mundo estaba lleno de rojos y otras cosas fétidas. Unos obreros, probablemente de Extremadura, que confeccionaban con sus manos la Enciclopedia Catalana, le habían dado un plante en la empresa y los tuvo que despedir. Ahora un anciano enorme le disputaba desde el exilio el papel de guía montañero. ¿Qué era Cataluña? Había llegado a una conclusión. Cataluña se componía de un grupo de amigos alpinistas, antiguos alumnos de Virtelia, burgueses de cuenta corriente y devotos del tortell, afables y montserratinos, casi suecos en economía, amantes de la lengua y de las setas, demócratas bien pensantes que saludan con mucha cortesía en el ascensor, caballeros con talonario y buen juicio imbuidos hasta lo blando del hueso con las tradiciones de su tierra, pañería fina, románico del Pirineo y vestíbulos del paseo de Gracia con lebreles modernistas. Ellos subían cogidos en una cordada hacia la cumbre, y allí, en la pared, Jordi Pujol tuvo su tercera revelación. Estaba en una grieta cerca de la cúspide y un salmo de aire puro le zumbó en las cavernas del cerebelo. Algún dios le daría la clave, porque de pronto Jordi Pujol comenzó a gritar un largo alarido que resonaba en el acantilado con siete ecos:

-¡Soy Blancanieves!

-¿Qué dice éste?

-Cataluña soy yo.

-Atadle bien, que se nos cae.

Sin embargo, Cataluña estaba allá abajo. Se veía un tren cremallera. Humeaban las fábricas de Terrassa. Cantaban los monjes de Montserrat. Unos obreros de Murcia trabajaban en la autopista. Maradona metía un gol de tacón. En las chabolas bailaban los gitanos y la Banca Catalana había quebrado. En lo alto del risco, Jordi Pujol se ha quedado traspuesto. Tal vez espera que lo despierte el principito Obiols.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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