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El asesinato de la memoria histórica

Hay un importante aspecto de la labor cultural que tiene ante sí el Gobierno socialista sobre la que, por desgracia, no se ha prestado suficiente atención en los medios de comunicación y que, sin embargo, sin ser espectacular, resulta, sin embargó, de la mayor importancia. Se trata de la atención a las raíces de nuestro presente que en forma de documentación legada desde el pasado, remoto o próximo (fundamentalmente este último), nos han legado las generaciones que nos antecedieron sobre la piel de nuestra España. No es, desde luego, una tarea banal. Quizá sea excesivo recordar la sentencia clásica de que "la historia es maestra de la vida", pero no cabe la menor duda de que la historia es siempre, en el más etimológico de los sentidos, ejemplar. Conocer el pasado, sobre todo el más inmediato, es ponerse en condiciones de construir el porvenir.Pues bien, a pesar de las apariencias e incluso de la importantísima labor llevada a cabo en los últimos años, no cabe la menor duda de que los españoles de 1983, los especialistas y los ciudadanos de a pie, no estamos ni remotamente en las me ores condiciones para llevar a cabo esta imprescindible asunción del pasado. Las apariencias son ciertamente engañosas. Hoy se publica mucho sobre historia contemporánea y, aunque en menor proporción que en otras épocas, esta disciplina universitaria (y, en especial, la relativa a nuestra peculiar trayectoria histórica) tiene un público que resulta mucho más nutrido que el que le corresponde a una mera especialidad científica. Pero lo que con frecuencia no se tiene en cuenta es que la descripción superficial, la divulgación o ese vicio nacional del ensayismo suele sustituir a la verdadera elaboración científica. Así se explica que el recurso al lugar común o la rotación de tópicos, mucho más basados en puras alternativas ideológicas que en estudios documentales, sea desgraciadamente bastante frecuente. Una nueva generación de historiadores ha sido capaz en estos últimos años de enarbolar la bandera, curiosamente iconoclasta, del recurso al documento como instrumento de destrucción de tópicos, pero todavía es ingente la labor.

Baste con recordar algunos datos que permiten probarlo. Una gran. parte de los países europeos ha publicado largas series documentales sobre su política exterior, en especial para aquellos períodos más inmediatos o álgidos, como pueden ser las guerras mundiales. Absolutamente nada parecido existe en Espaifia ni, que se sepa, está en proyecto el hacerlo. Con ello nuestro país está, sin duda, muy por debajo de otros cuya importancia internacional no ha sido significativa. No tantos años después de la muerte de Mussolini ha sido posible a un gran historiador italiano, Renzo de Felice, escribir una magistral biografía del líder fascista utilizando una rica documentación depositada en archivos oficiales, a pesar de todas las destrucciones inevitables en un país que experimenté en sus carnes el azote de una guerra mundial. Por desgracia, la documentación relativa al franquismo depositada en archivos abiertos al investigador es, en España, escasa y, con frecuencia, irrelevante.

Probablemente ha sido España el país de Europa occidental en el que la destrucción de documentación, en especial de la más inmediata, ha !ido más grave. En parte se debe a la guerra civil: la destrucción del archivo de la Administración o la del propio archivo personal de Cambó, que tan pratéticamente narra el político catalán en su Dietari, son una buena muestra de lo señalado. Pero lo grave es que los hábitos destructones han proseguido luego y hasta unos límites intolerables. Ministro hubo en los años cuarenta que reconoció haber empleado los fondos de su archivo administrativo en hacer pasta de papel para editar lujosamente sus propios proyectos. Más aún: tan sólo hace unos años se consideró como progresista la destrucción de las fichas policiales cuando esta medida (por otra parte tomada también por la Segunda República) no es sino una muestra de barbarie que imposibilita hacer la historia del régimen precedente. Ahora mismo se dan paradojas como la de que es más fácil saber de la actuación represiva de la Inquisición que del Ministerio de la Gobernación a comienzos del siglo XX, o la de que uno de los más interesantes archivos para el estudio de la España del pasado reciente sea la sección de la guerra civil del Archivo Histórico Nacional en Salamanca.

La segunda plaga se llama desorden y no tiene, desde luego, como culpables al Cuerpo de Archiveros, tan ejemplar como insuficientemente dotado de personal. Lo peor no es que en España exista poca documentación del pasado inmediato, sino que la poca que existe está en tales condiciones de consulta que mueve a la desesperación o a la conciencia de la pérdida de tiempo. Uno ha encontrado inventarios que contienen descripciones como esta: "Documentos varios de diverso interés".

El tercer inconveniente es la privatización. En Francia, un ministro está autorizado por la ley para conservar copias de su documentación política; en España, en el pasado y el presente, la práctica autoriza a cualquier ministro, con independencia de su ideario, a llevarse todos los papeles, incluso los de carácter administrativo, a su casa cuando es cesado para que sus descendientes los malconserven o destruyan. Se ha hecho un esfuerzo en el inmediato pasado para recuperar archivos como los de Martínez Barrio, el general Rojo o Araquistain, pero todavía no existe una mala guía de archivos privados españoles. La tarea es ingente, pero tiene la ventaja de ser clara en los objetivos y nacional en los propósitos.

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