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Tribuna
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Saint-Exupéry, volar de noche y morir de día

He conocido poetas y escritores sedentarios como el minera4 sé de otros que se mueven más que los estorninos. Unos son contemplativos, y vagabundos los otros. Unos expiran en lánguidos atardeceres, rodeados de medallas y jarabes, mujeres y diplomas, fotografías y vecinos. Otros lo hacen en la oscuridad, estrellándose contra el viento, solos.Para los estáticos, todo está aquí: honores, éxitos de venta, enchufes, popularidad, vinos, firmas, franjas. Para los errantes, todo está allá: sueños, nubes, esperanzas, pájaros, peligro, sol, tristeza, cielo. Algunos hombres, teniéndolo tod6aqui, rechazan la gloria y se zambullen en lo que está allá, en incógnita, en el interrogante de la aventura.

A 38 años de su muerte -la leyenda dice que ocurrió cuando en algún lugar del mundo se representaba la versión musical de Vuelo de noche-, quiero recordar a Antoine Marie Reger de Saint-Exupéry, nacido al iniciarse el siglo, a finales de julio, en Lyon.

Era alto, corpulento, de una mirada que buscaba el infinito y unas gruesas manos que sabían de la cálida caricia, una sonrisa tímida que prodigaba poco y una radiante cabeza de infante sobre su talla de gigante. A los trece años ya escribe, lee, estudia y toca el violín Y observa el firmamento.

Aprende latín, traduce La guerra de las Galias y recita a Julio César. Deja de mirar el cielo y lo recorre por primera vez antes de ingresar en la facultad de Arquitectura. Cuando no está conversando con las nubes, pinta y se divierte haciendo de comparsa en el Châtelet de París; los grandes y pequeños hombres nunca han tenido temor a regocijarse transformándose en extras o figurantes. Los mediocres no aceptan el reto.

Nueve accidentes

Cumple el servicio militar y amplía las horas de pilotaje; pese a nueve accidentes -varias fracturas de cráneo y alguna que otra conmoción cerebral-, jamás podrá abandonar su pasión. Hay que entender sus palabras: "Es una máquina, sin duda alguna. Pero, ¡qué instrumento de análisis! Nos ha hecho descubrir el verdadero rostro de la tierra. Quiero entrañablemente mi artefacto con alas. A través del mismo, trato de unir a los hombres.No sé si amo más al hombre o a la fiebre que lo consume".

A los veintiséis años sorprende con El aviador. Un año después es piloto de línea internacional, y en 1929 se convierte en director de la Compañía Aeroposta Argentina, una nación que Saint-Exupéry amará con el arrebato del fuego. "Argentina es una inmensa pradera de luces diseminadas en toda su extensión. Cuando vuelo sobre ella me apercibo de lo sola que está y de cuánto la quiero". No. Argentina no está sola y los españoles la amamos; los que están solos son quienes hoy la están aniquilando y la han conducido al desastre.

Consuelo Suncín, viuda de Gómez Carrillo, entra en 1939 a compartir la vida del aviador que poetizaba en prosa Saint-Exupéry le enviará sobres vacíos para demostrarle que lo importante no era la forma, sino el recuerdo; tres veces al día llamaba el cartero a la puerta de su casa, a la que retornaba, día tras día, el hombre-niño tras cerrar su despacho..., a veinte kilómetros del hogar.

Se alejará de las latitudes australes y conocerá Nueva York, Moscú, el mundo entero. Lo hará como alguna vez fue soñado por un alejandrino llamado Cavaly, muerto en 1933: "Cuando salgas en tu viaje hacia Itaca, / que el camino sea largo, lleno de aventura, lleno de saber".

Retorno al fuego

Saint-Exupéry es, además de aviador, periodista. Imagina novelas, idea cuentos: "No concibo un hombre cabal que alguna vez no haya escrito algo importante. Aunque sólo sea para que lo pueda leer su autor años más tarde y tener mejor opinión de su propia persona".

Después de Vol de nuit (193 1) llega, con Tierra de hombres (1939), el Gran Premio de Francia y también la guerra. Declarado no apto para el servicio, su fama hace añicos los reglamentos militares y se le permite cumplir las misiones para las que había nacido, las más peligrosas.

En el desastre de 1940, Saint-Exupéry tiene que incorporar a sus documentos la cartilla de desmovilizado. En su diáspora norteamericana escribe Piloto de guerra (1942) y, en año después, Carta a un rehén. No puedo certificarlo, pero tengo la presunción que el espíritu del sabio Cavafy gastaba sus sandalias en la Quinta Avenida mientras recitaba Itaca para los oídos de Saint-Exupéry: "¡Ruega porque el camino sea largo / y las mañanas de verano muchas, / que entres en puertos vistos por vez primera, / con tanto placer, con tanta alegría!".

En 1943, en un abril poblado de castaños y gorriones, el muchacho gigantesco publica El principito: 'Quiero dedicar este texto al niño que fue, cierta vez, una persona mayor. Todas las personas mayores, antes que nada, fueron niños. Aun cuando muy pocas se acuerden de ello".

Retorna al fuego, siempre desde el cielo. Cargado de condecoraciones, el comandante Saint-Exupéry promete no volar más, siempre que se le permita un último servicio. El 31 de julio de 1944, a las 8.30 horas, parte hacia la ruta incierta; a la una, con una reserva para sesenta minutos de vuelo, la base intuye el desenlace. A la caída de la tarde, el fin: los cazas alemanes le han derribado en la perpendicular de la caliente y azul Cárcega.

"Me da lo mismo ser muerto en la guerra. Pero si vuelvo de este trabajo, necesario e ingrato, tendré un solo problema que resolver. ¿Qué se puede, qué se debe decir a los hombres?"

Cavaf`y le hubiera dicho: "ltacá te ha dado el hermoso viaje. Sin ella nunca hubieras emprendido el camino. Pero no tiene nada más que darte".

Viejo Ulises, ya puedes guardar tu birrete dentro del alma. Adiós, mon vieux mieux. Ni la acción ni la literatura solas te bastaban. Necesitabas, ¡ay!, las dos, y apostaste entero en cada lance.

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