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La crítica instantánea

La tarde no ha sido ni buena ni mala. Que es lo peor que puede pasar en una plaza. Una buena corrida es memorable acumulación de emociones que sólo a las de Napoleón en Austerlitz o a las de Abelardo en Eloísa podríamos comparar. Una corrida mala también da sus frutos hueros, con todo lo que la derrota tiene de regusto inverso. Lo peor es una corrida aburrida, como la de esta tarde. Cuando el oficio cumple pero el arte no acude, el aire se tamiza de hollín, la tarde pesa como una manta húmeda y sobre los hombros de los espectadores se posan pajarracos densos o innumerables hormigas que dejan al personal carilargo y maltrecho.Con todo, y tras el amago de agua, el Sol salió a las siete en punto de la tarde (las cinco cabales) y el despejo del mundo se constituyó en lo que un paseíllo es en el campo de la estética: la más alta ocasión que vieron los relojes y la expectación de las expectaciones. Nada comparable a ese minuto único en que todo es posible aún y nada ha ocurrido todavía, momento insuperable del optimismo áureo y (¡esto sí que sí!) eterna metafísica de España. Porque déjense ustedes de minotauros míticos, de bajorrelieves asirios y murales cretenses. Eso pertenece al Museo Británico, a arqueológicas edades y a polvaredas muertas. Yo hablo de contemporáneos nuestros, de ternos relucientes, de toreros vivos y toros enteros. Hablo de un milagro bárbaro y vigente, hablo de un mayo de 1982. Pongamos que hablo de Madrid.

Pero la manta húmeda, o el toldo de tedio, planean, con grisura obcecada, sobre tendidos y redondel. Sobre todo sobre los tendidos doblemente en sombra donde se asienta la cátedra más severa del mundo y el mayor número de magistrados juntos que le ha sido dado a contemplar jamás a la estadística. ¡Anda y que no saben de toros y toreros estos aficionados antiguos, estos inspectores terribles, estos insobornables aduaneros! Si los maestros que están en el ruedo supiesen sólo la mitad de lo que el más distraído de estos claros peritos sabe sobre el arte de lidiar toros, la corrida bien puede decirse que sería otra cosa y hasta otra cosa a todas luces maravillosa y nunca vista. Pero, ¿cómo torear, señores, ante la crítica automática, ante la crítica instantánea, ante la simultaneidad incesante entre el gesto del torero y los variopintos y contradictorios consejos del tribunal inmenso? ¿Acaso podría yo escribir esta prosa si ustedes, amables lectores, rodeasen mi máquina y me gritasen: "¡Más claro! ¡Más rápido! ¡Menos florituras! ¡Fuera ese adjetivo! ¡Punto y coma! ¡Ese verbo!"?

Porque el caso es que se vieron cosas y pases, valentía y empeño. Incluso adornos vistosos, y hasta relámpagos fugaces. Pero el público de Las Ventas tarda tanto en entrar, en agradecer, en estimular, que hay que ser muy sordo y solitario, muy lobo estepario del albero para agarrar el arte por las astas e, indiferente a indiferencias y desdeñoso con el desdén del personal, alzarse con el santo y las orejas. No tuvo Paquirri demasiadas ganas. Ni Robles inspiración notable, ni la suerte de cara el neófito Espartaco. Porque el presunto respetable, pese a lo que disfruta no dando su brazo a aplaudir, también alberga entre el puro y la almohadilla el corazón de las grandes tardes, dispuesto a amortizar la entrada entre ovaciones tan pronto como los hados lo exigen. Los hados, por razones que es inútil inquirir del destino, no lo exigieron mayormente. Sea que los toros no alcanzaron a dar con el testuz en el punto cenital del temperamento, sea que los toreros no con siguieron excitar a los poemarios donde se es cribe la historia del toreo, sea que el público no estaba dispuesto a abaratar su beneplácito, la cosa es que la tarde no fue ni buena ni mala. Que es lo peor que puede ocurrir en una plaza. Por lo demás, y como siempre, las mujeres estaban guapísimas, doradas y lujuriantes, como corresponde a una fiesta machista.

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