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Tribuna:
Tribuna
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El toro de la pintura

Confieso que hacía muchísimo tiempo que no ponía los pies en una plaza de toros. Muchas veces me lo he echado en cara y he tratado de justificarme diciendo que bastante corrida de todos y bastante me juego el tipo con el toro de la pintura.También confieso que tengo los años precisos para haber visto torear a Manolete, cuando la carne se me ponía de gallina, a la hora justa que en mi Granada empezaba a llover polvo en oro.

Sin embargo, he de acusarme que yo no entiendo un pimiento de toros, y desde esta ignorancia voy a plantearme la corrida.

Esa tarde echo a andar Alcalá abajo, y sin poderlo remediar me encuentro en Las Ventas con las madres revueltas de mi andalucismo y, de coña, con mi paisano Pablo Ruiz Picasso, torero mayor de la pintura y a la vez toro desmandado.

Ya estoy en la plaza, con los ojos cuajados de todos los colores, y se me aceleran los pulsos al toque del cornetín. Y sale a la arena lo negro. Y el tiempo se me para.

Compañeros Picasso y Anciones

Esto empieza por fiestas; qué bonito es ver recibir al toro, cuando todo es esperanza y antes de llegar a la angustia de la soleá, cuando el torero agarre la muleta. Pablo empieza a fijar faenas sobre el papel. Perdón, estoy hecho un lío; es mi compañero Anciones el que se pela ya la yema de los dedos con su pincel en movimiento. La tradición del toreo en la pintura no se acaba.

Pero abajo no está pasando nada importante. Llega la suerte de varas, a lo bestia, y banderillas sin gracia y, para redondear, el extranjero de turno que empieza a doblar la pestaña por mor de la sangre y que terminará pensando que es una cabronada, que nos han puesto al toro como un pincho de morcilla, como dice Manolo Vicent.

Bueno, yo a lo mío, porque sale otro toro y empiezan a pasar cosas. De pronto, hay una danza de banderillas que se cuaja y, por deformación profesional, en mi mente está todo el aire de Grecia en un bajorrelieve, con el Minotauro al fondo, que guiña el ojo, también de aceituna negra, a Pablo Picasso.

Y esa presencia tremenda del toro, como un misterio, que alguna vez se casa con el torero, en una soleá, muleta por medio, cuando el tiempo y espacio es todo uno.

Y el sí y el no del respetable, que cuando creo entender me hace entender aún menos. Qué puñetería.

Pero para mí están pasando cosas de una gran belleza plástica y emocional, y me siento tenso en esa gran seguiriya final, a la que los entendidos llaman la hora de la verdad, el juego de la muerte, donde la fiesta acaba con lo negro inerte.

Y así, unas veces mal y otras superior, están toro-torero, bordando en la arena la antigua historia, con Eros-Tanatos presente y el tiempo parado.

Lo que menos soporté: la inconsciente crueldad del respetable, que no ¡respeta ni se sacia y es capaz de asustar al lucero del alba. Lo que más me dolió: el turbio y paciente terror del caballo en la arena.

Lo que más me impresionó: el toro, fuerza-nobleza-belleza. Es como un dios.

Total, que tendré que venir con más frecuencia a esta especie de misa negra que es la corrida, a este sufrir-gozar, como en una madrugada de cante jondo. A ponerme: en marcha para seguir toreando el toro de la pintura. Bueno; se acabó la fiesta. Alcalá arriba, noto dolor de grada en mi escaso trasero. Vuelvo a los toros; quiero decir que una cierta tristeza me recome. El tiempo echó a andar, y cuando me he ido a dar cuenta, Pablo no está, la gente ya es gris.

Pero lo negro, el toro, el tótem, se me ha quedado dentro del pecho para una temporada.

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