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El escritor Camilo José Cela narra su segunda aventura americana

Juan Cruz

Camilo José Cela ha terminado su segunda aventura norteamericana y ha regresado a España con «un regusto muy grato, con el remordimiento de conciencia de no quedarse en todas partes». La primera aventura norteamericana del autor de La familia de Pascual Duarte, que ya tiene 65 años se produjo «hace doce o catorce años».Esta vez la aventura ha durado un mes y se inició con un viaje de Madrid a Miami «el día de santa Margarita María de Alacoque»,

La experiencia de este viaje le ha afirmado al novelista y académico en su idea de que la presencia exterior española en el ámbito cultural se contradice con la enorme potencialidad de la oferta que este país es capaz de organizar.

Armado de su agenda, Cela recuerda su visita a Nueva Orleans, por ejemplo, adonde llegó en un avión «en el que me ofrecieron para comer un emparedado de carne que sabía a plasticida y un pepinillo que sabía a licor del polo». El vagabundo, que en Miami había recibido la llave de oro del condado de Dade y había hablado de la teoría literaria, hizo lo que él cree que debe hacer todo viajero en Nueva Orleans: «Escuché», recuerda, «un concierto de jazz interpretado por el grupo Preservation Hall y visité en el delta del Misisipi a una comunidad que se llama los Isleños, en una localidad que denominan Tierra de Bueyes. Los que habitan allí hablan el español con acento canario y cantan unas décimas canarias que conservan. Claro, eso será barrido por la televisión».

El vagabundo, que describió la manera de hablar de los españoles de Castilla en Judíos, moros y cristianos, habla con nostalgia de la voz española de los habitantes isleños de Tierra de Bueyes. «Son absolutamente bilingües. Estos descendientes de canarios están allí desde el siglo XVIII y, por tanto, los que ahora viven allí tienen la nostalgia de una especie de paraíso perdido que jamás han conocido. ¿Y el jazz? Bueno, a mí siempre me gustó el jazz. Evidentemente, el grupo cuya actuación vi no era Louis Armstrong».

Un sombrero tejano, que en su interior denunciaba que estaba hecho en Corea (made in Corea, recuerda Cela, usando el acento británico que le queda de sus antepasados Trulock), coronó el viaje posterior del novelista a Austin, donde pronunció «la consabida conferencia» y le hicieron «ciudadano de honor» del Estado de Tejas, según un documento firmado por el gobernador Bill Clemens.

Mil doscientos oyentes tuvo Cela luego en la Universidad Panamericana de Edimburgo, en la frontera con México. Tal cantidad de universitarios escuchando al escritor se explica, según él, porque el 80% de los habitantes del lugar es hispanohablante. Las preguntas que le hicieron al ex senador por designación real los asistentes a su coloquio «fueron todas bienintencionadas, y eso sorprende, porque uno está acostumbrado a que le hagan preguntas para cazarle». En otros lugares, el interrogatorio posterior a la conferencia derivaba de lo literario a lo político, y en este último terreno «las preguntas eran ingenuas, relativas a anécdotas. Por ejemplo, me preguntaban por Tejero y, claro, eso no es política».

Cela estuvo luego en Arizona («el escenario del Far-West pobre, donde los cactus miden lo que cuatro hombres juntos»); vio a los indios pápagos («personajes desclasados que venden objetos religiosos»), escuchó tangos argentinos en Los Angeles, vio en Athens (Atlanta) un partido de fútbol norteamericano («que es una especie de coitus interruptus entre orangutanes») y comprobó que aquella tierra está llena de gasolineras e iglesias; bebió unos cócteles de bourbon («seis o siete, tampoco tantos») en Louiseville (Kentucky), coincidió con una convención titulada Living with uncertainty (Vivir en la incertidumbre), fue nombrado socio de honor de varias entidades, se llevó corbatas y ceniceros de recuerdo de múltiples lugares y no tuvo ni un minuto para poner una letra más a la novela que está escribiendo y que se titulará La mazurca de los muertos.

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