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La soledad del plusmarquista

Cuenta Juan García Hortelano -y lo corrobora, a ratos, Carlos Barral- que en cierta ocasión fechada en los primeros años de la década de los sesenta se habían reunido en Calafell algunos escritores que entonces editaban sus libros en Seix Barral. Mario Vargas Llosa, el sorprendente autor de La ciudad y los perros, se encontraba entre esos escritores. Sigue contando Hortelano, dándole a la narración retoques de suspense, que todos los llegados a Calafell se habían despojado de sus ropas de calle y, ante el asfixiante calor, habían decidido bajar sin tardanza a la playa, en traje de baño, a darse un refrescante chapuzón. Faltaba Mario Vargas Llosa.Alguien, intrigado por la ausencia o extrañado por su demora, se acercó al departamento donde el peruano se había instalado. Su sorpresa desbordó todas las previsiones: hasta sus oídos llegaba con claridad el constante y equilibrado tecleo de la máquina de escribir con la que habían visto llegar a Mario Vargas Llosa. Para desentumecer los músculos, a pesar del calor y antes que el reconfortante remojón, Vargas Llosa había preferido «hacer ejercicio» literario durante algunas horas. La anécdota -repetida y deformada por los años, que han introducido en ella múltiples variantes- es indicativa de la obsesión de Vargas Llosa por escribir cotidianamente, se encuentre donde se encuentre, algunas hojas que lo acerquen más a la novela total.

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Las fotografías de aquella época lo muestran como un tipo serio, circunspecto, abigotado y de profunda y triste mirada, peinado con brillantina, y dan la imagen más cercana a un bailarín de tangos que a un novelista obsesionado por la búsqueda de su propia personalidad.

Desde aquellos tiempos de La ciudad y los perros, su biografía se ha visto marcada por una extraña constante: trabajar como un obrero y vivir como un burgués. Pero, sobre todo, por una indomable voluntad de llegar a convertirse en el literario corredor de fondo que llevaba dentro, de traducir en realidad su ambición de ser un plusmarquista de la actividad narrativa.

Esa obsesión había desbordado todas las predicciones y justificaba un orden distinto en su escala de valores, de modo que todo llegó a girar, incluso en los momentos de crisis personal, en torno a la función del escritor y la literatura. Más tarde lo alcanzó la soledad del plusmarquista ante el éxito.

Y empezaron las contradicciones. Rompió, de esa manera, algunas de sus más tajantes opiniones con Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor. Ahora, volviendo la mirada hacia atrás, sin ira, pero con madurez, ha escrito su novela rusa, La guerra del fin del mundo, una aventura literaria que había estado retándolo desde siempre, y que encontró su resolución en la aridez de las tierras nórdicas de Brasil, primera novela de Vargas Llosa -y esta es otra de sus contradicciones literarias- cuya acción no se desarrolla en su país natal. Perú.

A estas alturas, en la picota de la popularidad -de la que se esconde cada vez que puede-, Mario Vargas Llosa sigue convencido de que los novelistas llegan a serlo después de muchos intentos, después de la publicación de varios títulos, salvo honrosas y claras excepciones. De ahí, tal vez. su incesante escritura, su obsesión por enfrentarse a la soledad del papel en blanco. Cada mañana, cada tarde de cada día, como si el camino recorrido fuera sólo el principio de una interminable singladura, un viaje alucinante que reafirma su voluntad de narrador de fondo.

J. J. Armas es novelista, autor de Calima y El camaleón sobre la alfombra.

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