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Tribuna:La moral ecuménica y el código de los caballeros/ y 3
Tribuna
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De Mardoqueo al Sabahoz

Ha de quedar en claro, antes que nada, que hablando de monoteísmo y politeísmo lo que más cuenta no es la mera singularidad o pluralidad de los dioses tomada por sí misma, sino el hecho de que la singularidad lo sea con el énfasis positivo -por no decir airado y hasta conminatorio- de la unicidad, o sea, con el impulso militante o triunfante de la exclusión recíproca, de la incompatibilidad de ese Dios único con cualquier otro dios.Pero tampoco basta, en modo alguno -como se habrá advertido fácilmente-, la incompatibilidad en el sentido en el que se habla de incompatibilidad de caracteres como motivo de separación conyugal y que ciertas sonadas borrascas familiares de la chronique scandaleuse del Olimpo podrían hacer sospechar hasta en el eximio matrimonio de Júpiter y Juno, sin una incompatibilidad elevada a cierto orden lógico y ontológico, en cuyo seno, a semejanza del principio según el cual se dice que la verdad de un juicio excluye la de su contrario, la existencia o la afirmación de existencia de un dios supondría o exigiría necesariamente la negación de cualquier otro, excluiría su existencia; existencia o inexistencla que, por cierto, predicada de los dioses -y por mucho que la palabra haya sido excogitada, al parecer, expresamente para ellos-, no se ha logrado todavía dejar satisfactoriamente esclarecido qué pueda querer decir, aunque da la impresión de que tal vez su sentido más activo y más urgente sea justamente el de hacerse portadora de la dicha exclusión, de modo que existir, lo que se dice existir, sólo tendría sentido predicarlo de un dios que sea positiva, iracunda, amenazadora y hasta tronitruantemente único; y en materia de rayos y truenos, el pobre Júpiter olímpico resulta indudablemente un niño de pecho o un histrión de barraca al lado del gran Dios del Sinaí.

Tal vez -y dicho sea para no insistir aquí ya más en tan vidrioso asunto- podría pensarse que se trata de algo así como una originaria incompatibilidad de caracteres, desarrollada, exacerbada y dilatada, hasta un tan irreconciliable antagonismo entre los seres en cuestión, que, no cabiendo ya -como suele decirse- los dos juntos en todo el haz del universo, llegando a sustentarse el propio ser de cada uno de ellos en una omnímoda y voluntad de destrucción y muerte para su contrario, casi como si la esencia de uno se cumpliese solamente en cuanto negador y aniquilador del otro (o sea todos los otros, cualquier otro), al absolutizarse este mors tua vita mea y transferirse a las indemudables quietudes de la eternidad no puede ya presentarse de otro modo que bajo esa forma de inmóvil repulsión, de estática e impasible enemistad, que es la incompatibilidad lógica ontológica.

Primitivo duelo

El indicio de que esto pueda ser así, de que el predicado de existencia, más que unilateral, inerte, y en cierto modo redundante afirmación de sí, sea activa y positiva negación de otro, y de que la incompatibilidad lógico-ontológica, que hace que la verdad y existencia de un dios tenga que implicar automáticamente la falsedad e inexistencia de otro, sea la suprema materialización y coagulación metafísica de un primitivo duelo con su correspondiente antagonismo, el indicio, decía, de todo esto podría estar en el hecho de que aun no admitiendo en principio, en modo alguno, el dios monoteísta ningún otro existentejunto a si, con todo, caso de avenirse, en muy particulares condiciones, a tolerar alguna forma de copartícipe a su mismo nivel de realidad, jamás se trata de algún ser amigo o siquiera indiferente, sino siempre precisamente de alguien que encarna la figura del extremo antagonista, del mortal enemigo, del mendaz, del malo.

El Dios monoteísta se afirma como único y niega todo otro dios, pero al caer en la cuenta de que toda la fuerza de su propia existencia surge del combate y reside en la enemistad, vuelve a llamar de nuevo por la puerta falsa al existente negado y excluido y constituye con él ese extraño Alter Deus, tan chocante y contradictorio en las entrañas de cualquier monoteísmo, que es el Malo, esto es, el Diablo.

Sin diablo el monoteísmo amenaza acabar deslizándose en panteísmo, y el panteísmo resulta sospechoso, intranquilizador o hasta repulsivo porque disuelve, o al menos aguachina o difumina, la contundencia de la imagen de Dios, la enérgica solidez monolítica de la existencia que de él se predica, que tan sólo se inflama y vivifica en la agitación y el hervor de la pelea y la enemistad.

El monoteísmo no sólo muestra, así pues, una cierta laxitud, por contradictoria que pueda parecer, para admitir la afirmación de otro existente, siempre y cuando decir otro equivalga implícitamente a decir malo, sino que incluso se halla sujeto, en algún grado, por su propio fundamento, a la servidumbre de no poder prescindir nunca de él. Como existente -y aunque sea bajo la figura de derrotado-, el diablo es siempre engorroso y hasta embarazoso para el monoteísmo, pero en cuanto malo le es, en última instancia, imprescindible.

La oscilación viene a ser como si Dios, deseando e intentando reiteradamente descansar de la pelea, en la plenitud de su excluyente y única existencia, como un definitivo y absoluto vencedor, cada vez que se entregase a tal reposo advirtiese al punto que la paz es el desvanecimiento y la disolución -con la amenaza permanente de no reaccionar a tiempo en cualquier trance de amodorramiento digestivo y escurrirse irremediablemente en un fatal episodio apoplético, por el sumidero de la nada- para un ser cuya índole se cifra, se acrisola y se troquela en el antagonismo, o incluso tal vez no consiste más que en él. De esta manera, en fin, y dicho sea de paso, se llega a la sospecha de que la académica, abstrusa y bizantina discusión de la existencia o inexistencia de Dios pueda no ser más que una especie de disimulo o encubrimiento, pusilánime o diplomático, de la mucho más grave, vidriosa y escabrosa cuestión de su bondad o su maldad.

Situación más risueña

La situación del politeísmo, caracterizada por la compatibilidad entre los diversos dioses, es, como ya se puede suponer, bastante más risueña. La compatibilidad total entre dioses enemigos o de pueblos enemigos, no sólo no debilitada sino a todas luces confirmada y fortalecida por la beligerancia misma, da lugar a las relaciones más características y contrastantes con el monoteísmo.

Señalado es, entre otros muchos, por ejemplo, el caso del gran Mardoqueo -Marduk-, dios nacional de Babel, El Héroe entre los dioses, El Rey de los Dioses, pues parece que a nadie ansiaban tanto derrotar los dioses y los pueblos del contorno como a este Mardoqueo de Babel, a nadie deseaban tanto hacer prisionero, para deportarlo y llevárselo a su propia ciudad y mantenerlo en cautiverio.

Mardoqueo despertaba la más alta y ávida tracción entre sus enemigos, y todos ellos parecían disputárselo como la más estimable de las presas, pero también, por lo mismo, como el más grato y egregio de los prisioneros, en las varias y dispersas cautividades que sufrió, en las que por decenios -y hasta por más de un siglo en una de ellas- recibía el trato más deferente y el culto más honroso en la ciudad enemiga que lo había forzado a aquel exilio y le había impuesto su hospitalidad.

Es muy posible que la aumentada dignidad con que se veía celebrado Mardoqueo por sus sucesivos vencedores fuese debida a que también se honraba en él todo el prestigio de la ilustrada e ilustrísima Babel, madre y maestra de toda el Asia antigua.

El Sabahoz exigía a sus guerreros dar al anatema todo cuanto constituía o representaba al enemigo derrotado, desde sus bienes hasta sus dioses. El rey Acab fue incriminado y maldecido por los profetas por dejar ir con vida, después de haberlo derrotado, a Ben Adad de Damasco, sin que ni siquiera hubiese disposiciones previas al respecto como las que había habido en la conquista de Canaán. La guerra del Sabahoz no era un conflicto entre partes, sino algo así como la ejecución o el cumplimiento de la contrariedad entre El que es, el ser, y lo que no es, el no ser, la tiniebla del ser, el antiser o, como el otro que dice, la Antiespaña.

El honroso y hospitalario cautiverio de que gozaba Mardoqueo en la morada de sus vencedores quiero ponerlo ahora en directa y explícita comparación con la breve imagen que, al razonar su criterio de conducta con los generales nazis, nos da Eisenhower en el pasaje ya aludido y anunciado en las entregas anteriores, de las tradiciones que rechaza con escándalo y lleno de indignación moral:

Tal costumbre tiene su origen en el hecho de que los mercenarios de los tiempos pasados no experimentaban animosidad alguna hacia sus adversarios en el combate. Entonces los dos bandos se batían por el puro placer de luchar, ajenos a todo sentimiento del deber, y muy a menudo con la sola finalidad de ganar dinero. En el siglo XVIII, un jefe militar que caía prisionero se convertía, durante semanas y hasta meses enteros, en el huésped de honor del vencedor. La tradición en virtud de la cual los militares de carrera son hermanos de armas ha persistido, bajo una forma degenerada, hasta nuestros días. En lo que a mí se refiere, la segunda guerra mundial me afectaba hasta el punto de impedirme compartir es sentimientos y costumbres. A medida que la guerra se desarrollaba, se fortificaba en mí la convicción de que nunca como ahora, en una guerra en la que se enfrentaban tantos pueblos, habían tenido que oponerse las fuerzas que defendían el bien de la humanidad y los derechos del hombre a una tan malvada conspiración, con la que no cabía aceptar compromiso alguno. Ya que no podía pensarse en un mundo humano hasta la completa destrucción de las fuerzas del Eje, esta guerra fue para mí una cruzada...

Suprema gravedad moral

Es evidente aquí hasta qué punto no es sino la imperiosa exigencia de suprema gravedad moral, la necesidad de tener razón en el más elevado y omnímodo sentido, la absoluta, unívoca, total y universal justicia de la propia guerra, todo bajo las claras insignias indiscutiblemente monoteístas, a fuer de laicas, de el bien de la humanidad y los derechos del hombre, lo que hace forzoso dar el anatema al enemigo en todos los sentidos.

Fortísima cosa sería, sin duda, poner en entredicho los solidísimos motivos generales que podía tener Eisenhower contra los dioses de Von Arnim, al igual que los que podía alegar Cortés contra los de Moctezuma para ponerse a saltar sobrenatural apaleando sus efigies; pero no se trata de esto: se trata del muy diferente modo en que pueden asumirse esos motivos, desde como arbitrio subjetivo propio, acción sustentada en la sola responsabilidad particular autóctona de quien se dice: «voy a tratar de parar estos horrores», sin necesidad siquiera de reconocer que las guerras tengan que ser o tan siquiera puedan ser justas o injustas, hasta la conversión de tal iniciativa en un mandato ecuménico, con la determinación unívoca e inequívoca de un pretendido bien de la humanidad y con la encarnación en unas fuerzas de las fuerzas que lo defienden, además,de la determinación de un malo, sin el cual la propia justicia parece vacilar, y de un malo, además, escatológicamente conformado, para que funcione la universalidad.

Juzgo la evolución que va desde las escenas de hospitalidad entre generales enemigos, que tanto ofendían los sentimientos morales de Eisenhower, hasta su propio criterio de comportamiento con los generales alemanes con que tuvo que habérselas en su Cruzada en Europa, como una regresión espiritual y moral perfectamente comparable con la que media entre la era del ilustrado Mardoqueo de Babel y los mal llamados tiempos del montaraz y hasta montuno Yavé Sabahoz, el nubarrón más negro, más avieso y más maligno que jamás haya llegado a condensarse sobre las cabezas de los hombres; la galerna más tenebrosa y más mortífera que jamás se haya desatado de lo,alto de los cielos para venir a azotar las riberas de este triste planeta del dolor.

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