Leonard Cohen en Barcelona: un agradable sopor
ENVIADO ESPECIALSe estaba bien allí, en aquel palacio de los deportes, escuchando las salutaciones francesas que un canadiense dedicaba a varios miles de catalanes. Sí, se estaba bien escuchando, después de tantos años, y muy pacíficamente, los susurros cálidos e iguales de ese poste cantor y anarquista de lujo llamado Leonard Cohen.
En un concierto corno este la actitud de la gente suele encerrar las claves de lo que realmente ocurre. Así, muchos comentaban a la lida, entre contentos y angustia os, lo carrozón que era todo, como habían podido reverdecer por unos instantes viejas amistades universitarias. «Sí, estoy casada, tengo tres niños y doy clases en Historia». Cómo se había vuelto a encontrar un pasado que sin duda no vuelve y que se difumina. Porque Leonard Cohen, aparte de otras cosas, es un exorcizador de recuerdos para gente que los tiene. Comenzó afirmando, frente a 6.000 cabezas, que él prefiere los sitios pequeños, pero que, ya puestos, lo haría lo mejor posible. Y así reafirmaba también lo paradójico de un cantante calificado de intimista enfrentado a las masas e intentando convencerlas de que lo suyo es algo recogido, ajeno a cualquier grandiosidad. Y, desde luego, lo consigue.
El hombre canta como si lo hiciera para cada uno, invoca con su voz siempre igual la identificación del individuo con sus propios fantasmas, hasta el punto de que el personal parecía más meditar que escuchar música, pensar que disfrutar. Lo que no era obstáculo insalvable para las atronadoras avalanchas de aplausos que se confundían con el principio, el final e incluso la mitad de las canciones.
Existencialismo romántico
Y no es que Cohen de pie al entusiasmo, de ninguna manera: estaría bueno. En realidad debió sonreír unas dos o tres veces de modo que cuando comienza una canción diciendo: «Estoy tan contento de que hables de esa forma», a uno le entra la insoportable sensación de que este hombre se ha parado en un existencialismo romántico en el cual el sufrimiento no presenta grandes diferencias gestuales con el placer. Lo que, bien mirado, es un rollo poco estimulante.Lo que ocurre es que el encantador de serpientes conoce bien su oficio. Y sobrio y soso como es, va derribando murallas. O te duermes, o te rindes. Y muchos iban rendidos de antemano, dato que hay que apuntar en el haber del hombre de negro. Llegado este punto debe hablarse de la espinosa cuestión de la sensibilidad. Y es que la única manera de obtener una mínima excitación presente, actual Y física de un recital de Leonard Cohen tiene que ir por ese lado. De donde tropezamos en seguida con la barrera idiomática. Daba lo mismo que el hombre cantara a las espigas verdeantes que al guerrillero en la niebla: todo suena igual y a todo le echa la misma o muy parecida emoción. Cada cual puede imaginarse lo que quiera, partiendo, eso sí, de unas claves y de un convencimiento previos: este chico es poeta.
Hace muchos años Cohen afirmaba que él hacía su trabajo para la desilusión de la gente de treinta y tantos años. Tiene razón. Que para contar esa frustración emplee un grupo eléctrico o una orquesta de violines es sólo una anécdota (aquí iba con grupo); lo importante es que responde a unas esperan zas y se pasa casi tres horas actuando, repitiendo una vez tras otra el delirio pacífico, pero estruendoso, de los acólitos de la ceremonia. No puede uno decir que fuera entretenido, divertido o excitante. Tampoco resultaba tierno, sensual o emocionado. Aquello era el reino de lo cansino, de la reflexión embotada, de la belleza contemplativa. Pero se estaba bien. Con los amigos y son los recuerdos.
Por otro lado, comentar que, finalmente, otro ser del pasado, Joe Cocker, no llegó a actuar en Barcelona la semana pasada. Desde Londres envió un cable a última hora diciendo que estaba muy cansado y que España pilla lejos.
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