El "rock" acabó en desastre
«Esta es la historia, señores, de un suceso singular, el concierto de Lou Reed que nadie pudo escuchar». En realidad, la historia de este folletín, propio de romance de ciegos, es la de un rocker miserere que el viernes había cambiado los libros por un buen rato de música y divertimento y que se encontró con que sus setecientas pesetas le iban a dar derecho a un tipo de espectáculo bien diferente.Se acercaba nuestro rocker al estadio Román Valero (barrio de Usera) con todo y una bota de vino. Poco podía sospechar que las puertas abiertas a las siete de la tarde, permanecerían cerradas desde las diez hasta las once de la noche. Nuestro rocker dio un par de vueltas alrededor del recinto, buscando entrada, cuando vio un autobús con Lou Reed dentro que se introducía por una puerta trasera. A Lou le había retenido, en Legazpi, una manifestación de transportistas, y en la cara se le notaba un cierto enfado. Por aquí y por allá deambulaban unos cuantos números de la Policía Nacional, que no conseguían impedir las inútiles avalanchas contra los portones. En todo caso, no había forma de introducirse, de modo que el grupo se sentó en un pradillo cercano con la sana intención de fumarse unos pitillos y esperar mejores tiempos.
Mientras, la gente que va a colarse utiliza las vallas de contención para adosarlas contra las altas y nuevas tapias del estadio. A modo de conquista medieval, iba escalando una gente que, por otro lado, dejaba las puertas expeditas ante las fuerzas disuasorias del Estado. El rocker. y sus amigos se incorporaron y, según iban acercándose a la entrada, comenzaron a escuchar los sones de Lou Reed: Sweet Jane. Como ocurre siempre, las cosas habían empezado mal, pero podían acabar a gusto. Una vez dentro, el consciente del grupo se extrañaba de que en el bar se vendieran las cervezas con su lata y todo, que ya había visto él como se le arrojaban esos proyectiles a Dr. Feelgood o a Iggy Pop, o como estaban prohibidas en los campos de fútbol.
No había mucha gente, por lo que el rocker y sus colegas tuvieron a bien acercarse a las prime ras filas. Querían ver a Lou, querían sentarse en la hierba, querían... En esto, cuando ya están cerca, todo se para, todo es silencio. «Alguien le ha tirado una lata y se ha cabreado», y allí encima la batería es testigo de la marejada que va creciendo sobre el césped. La organización les pide que se sienten, que en seguida saldrá el artista. La gente comienza a liberar su imaginación y sus insultos: « ¡Carroza! ¡Casado!» «¿Pero tú te crees que se puede uno retirar a los veinte minutos por una lata? ¡Mamón!? Poco a poco, entre protestas y latas volanderas, la gente va sentándose. Comienza a palparse en el ambiente un cierto aroma de desastre, que no hace sino aumentar según pasan los minutos. Tres cuartos de hora de espera, cuando un personaje de la organización sale para decir lo siguiente: «Hola, es que además, tenemos un pequeño problema técnico. «Estáis muy bien, así sentados. Seguid así y comenzará el espectáculo». Salida tan diplomática y oportuna provocó el canto comunitario del Matarile e improperios diversos. Pero, además, tuvieron la virtud de acabar de soliviantar los ánimos, y unos cuantos convirtieron en realidad palpable el deseo generalmente expresado de que aquello tenía que estallar. Desbordado el servicio de orden, las avanzadillas inundaron el escenario y comenzaron a destruir los instrumentos, los amplificadores, lo que se les ponía por delante.
Babelia
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