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Miguel Ríos, un "rockero" que no muere"

Acaba de publicar su último disco

Después de casi veinte años, Miguel Ríos ha editado un nuevo elepé, cuyo nombre es todo un manifiesto: Los viejos rockeros nunca mueren. Desde aquel Mike Ríos de los años sesenta, la música y el panorama del rock en España han variado mucho. Los viejos rockeros es una mirada atrás y, al tiempo, hacia el futuro.Miguel Ríos es un chaval que trabaja en los almacenes Olmedo, de Granada. Cuando puede se acerca por la sección de discos para conseguir los nuevos lanzamientos en España de los hits americanos o ingleses, para que se los preste la dependienta, para correr con ellos a una radio y sacar del disco una cinta que poder escuchar, estudiar, imitar. Luego participará en concursos de nuevas voces, será como el niño moderno de Granada, grabará una cinta (El rock de la cárcel), que se programará, y vendrá a Madrid. Era 1961. Según sus biógrafos, Miguel Ríos racionalizó en aquellos almacenes su vocación por la música y, sobre todo, por el rock and roll. La verdad es que, al margen de racionalismos, el mayor impulso de Miguel (que caería en Madrid como un extraño Mike) era salir de un lugar donde veía su futuro pasado por una ficha de control.

Entonces, por los primeros sesenta, Mike Ríos pertenecía a una clase de rockers que, como Miki o Bruno Lomas, solían caer en lo comercial pachanguero para sobrevivir. Miguel (Mike), no; Miguel se pelea por los pueblos tocando con un equipo pobre y en condiciones penosas, porque él ha sido siempre muy independiente, le gusta controlar lo más posible y de ahí sus épicas trifulcas con las casas de discos. El caso es que Miguel deja Phillips y se va a Sonoplay (ahora Movieplay). Allí graba Ahora que he vuelto, canción que recibe un tratamiento publicitario y veraniego intensísimo, con spots televisivos y todo. Lo malo es que el disco no había salido, con lo que la efectividad de la campaña se vio bruscamente reducida. Miguel explicaba que quería tocar, pero en Sonoplay le decían que no, que esperara a la salida del disco, y le pagaban buenas pesetas para estarse quieto.

Total: que a Miguel le entra una cierta paranoia y emigra a Hispavox, donde se estrena con El río y Vuelvo a Granada, esta última suya, como casi todas las caras B de la época. Sigue grabando y actuando con equipos igual de míseros y ante un público «muy reivindicativo» que quería oírle sonar como en las producciones que salían de la mano de Rafael Trabuchelli.

«Himno a la alegría»

Y hete aquí que surge el Himno a la alegría. En España fue un gran éxito: una canción comercial no hortera y con ciertas reminiscencias hippies (paz y amor), pensada para llegar a cualquier espíritu sensible. La canción, en su versión inglesa A song of joy, comenzó a venderse en Alemania y también en Japón, hacia donde Miguel acudió con Karina en viaje de promoción amarilla. Se encuentra allí cuando le llega un telegrama para que acuda rápidamente a Estados Unidos, donde está casi de un día para otro. Y para allá se lanza Miguel, sin tener ni idea de inglés, como un ídolo rock y comenzando a ver lo que pueden ser grandes montajes. Permanece un tiempo en EEUU y se le abren los ojos.Cuando regresa monta los conciertos de Rock y Amor, graba un par d elepés más y rompe con Hispavox en circunstancias poco amistosas. Miguel Ríos se ha ido concienciando con el tiempo de los asuntos que requieren tomas de conciencia, y decide producirse a sí mismo un disco que habría de llamarse La huerta atómica, que, distribuido por su nueva casa Polydor, no llegó a comunicar con casi nadie. Era un elepé confuso dentro de su apología ecologista. Le siguió Al Andalus, que mostraba la faceta rock-andalucista del hasta entonces anglófilo Miguel. Ahora, y después de ver la reacción del público en los conciertos de la Noche Roja (verano del 78), graba ese elepé de título tremendo.

Los vieos rockeros nunca mueren no es un álbum trascendental. En él, Miguel Ríos ha echado una mirada atrás, tomando demasiados elementos de los grupos supertécnicos del tipo de Boston o Foreigner: el sonido es limpio, fuerte, claro y lujoso. Ocurre que al cabo de tantos años el disco suena a estudio y que las letras de las canciones tienen un mensaje demasiado obvio. No, tal vez este no sea un disco imprescindible, pero es una demostración palpable de que el rock no pide carnets de identidad, pero tiene una historia y un presente que los viejos rockeros (o algunos) nunca mueren.

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