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Tribuna
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Nuestra crisis teatral

Muchos piensan que desde que el teatro existe se habla de crisis teatral. No es así. La palabra crisis surgió en el momento en que el teatro tomó conciencia de su carácter de mercancía y de que podía proporcionar un beneficio si era explotado como tal. El término expresó en principio, exclusivamente. un problema de mercado y aunque después amplió su campo de definición, conserva casi siempre un cierto sustrato de su acepción de origen.En nuestro país la sacrosanta crisis teatral viene de lejos. Larra comenzó a enunciarla z disecarla; después fue rodando como una pelota a lo largo de su siglo. En el nuestro, desde Díez Canedo para abajo, han menudeado las constantes alusiones a la crisis teatral entendida como falta de espectáculos valiosos, decorosamente montados, de valor artístico y con público suficiente.

El cénit de la expresión se ha alcanzado en el malhadado período franquista. La existencia de una censura implacable y arbitraria, la pérdida de lo escasamente válido de nuestra escuchimizada tradición teatral inmediata, el tipo de producción y las relaciones productivas amamantadas y protegidas por el sistema crearon una situación que justificaba sobradamente la expresión de crisis.La censura y las clases

Todos aquellos que pensaban ingenuamente que la censura era la responsable absoluta de este estado de cosas comenzaron a respirar tranquilos al producirse la notable distensión que ahora vivimos y presagiarse su ineludible desaparición. Posiblemente algunos, los más conscientes, vuelvan pronto grupas de sus opiniones y comprendan que las cuasas de fondo no se resuelven sólo con la adopción de medidas propias del liberalismo de estado. La censura es una consecuencia y un medio. Además y en definitiva, Marx tenía más razón que un santo -en el mejor sentido y sin cachondeo- cuando afirmaba que la censura era una constante de la sociedad dividida en clases y que sólo cesaría con su desaparición. Censura que adquiere en ocasiones unos mecanismos de actuación indirectos, no ligados quizá al aparato administrativo del Estado, pero que no por ello es menos férrea y poderosa : Nadie deberá llamarse a engaño ni ser tan iluso de creer que la censura que los empresarios teatrales de todo tipo han ejercido y van a ejercer en el futuro, será menos dura, cicatera y contundente. Sus mecanismos son distintos a los puramente administrativos, eso es todo. Hasta ahora el relajamiento censorial sólo ha traído como consecuencia el despelotamiento femenino e incluso masculino, a mayor gloria de reprimidos y mirones erótico-contemplativos. No ha generado una floración de espectáculos cultural y políticamente valiosos y mucho menos un cambio en las condiciones de producción y relaciones sociológicas del hecho teatral.

Nadie debe interpretar el hecho de que un empresario reponga El adefesio, de Alberti -estrenada hace años en Barcelona en el teatro Capsa por una compañía profesional dirigida por Mario Gas, sin problemas de censura-, como un paso adelante en este terreno. Tan sólo se trata de una reorientación del mercado teatral que utiliza todos los eleméntos a su alcance, interiores y exteriores al espectáculo en sí.

El teatro es un hecho cívico y se produce siempre en relación dialéctica con la sociedad en que surge, pero no hay que confundir este hecho con el rebozo politizado de una instrumentalización mercantil que sólo revierte en el beneficio privado de los sostenedores del. tinglado. Haciendo aparecer la presencia del compañero Camacho y otros cualificados dirigentes de la oposición democrática en un estreno como un hito en el proceso de reconciliación nacional, se intenta simplemente lanzar una maniobra publicitaria de altura para colocar el producto en medios diferentes con una patente de origen incuestionable.

Nada tengo en contra de que al teatro asistan nuestros dirigentes políticos, nuestros líderes obreros, los científicos más cualificados, etc.; todo ello serviría para dar su amplia y real dimensión cívica al teatro y, para enriquecer el debate sobre su valor comunicativo y social. Pero eso nada tiene que ver con la patochada revisteril del corazón, con la instrumentalización comercialera y con el revoltijo de tetas y demócratas en un intento de confundir lo erótico y lo político en típica maniobra inmovilizadora del imperialismo.

Sentido de la crisis

Todo esto nos lleva a reconsiderar el auténtico sentido de la crisis teatral. Los que piensan que una situación saludable consiste en cifras de taquilla altas, se darán por satisfechos al sopesar sus recaudaciones. Brecht ha salido malparado, pero Brecht, ya se sabe, no interesa: está superado hace años.

El verdadero contenido de la crisis teatral que atravesamos comienza a esclarecerse. Se trata de qué sentido dar a nuestro teatro en la sociedad española del período pre y democrático. La disyuntiva pasa por saber si acabaremos convirtiéndolo en la imitación grotesca de Broadway, del West End o de los antros del boulevard, a mayor gloria de su conversión en mercancía, o seremos capaces de poner en pie un sector público de la producción teatral que le conceda su auténtica libertad corno institución cívica, medio de comunicación y forma de expresión artística.

Consciencia

El sentido de esta crisis, no por casualidad, tiene aspectos bien parecidos a los expuestos por Larra en sus impecables trabajos. Algunos hombres de teatro son ya conscientes de esta situación y se comienzan a remover inquietos en sus sillas. Porque todas las cuestiones pasan ineludiblemente por esta reflexión previa y en próximos artículos pienso abordarlas en concreto.

Como en otras circunstancias históricas y en otros países, hay muchos en nuestro teatro que piensan que es necesario que todo cambie para que todo siga igual. Estos son los peores enemigos de un teatro histórica y artísticamente responsable sea cual sea el rostro político o estético que adopten y la obligación de los hombres de teatro que toman conciencia del sentido real de nuestra crisis, la de descubrirlos y neutralizarlos.

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