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Tribuna
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El público nunca se equivoca

Cierta noche, a principio de siglo, siete hombres dedicados a diversas empresas: boxeo, teatro, inmobiliarias, pieles, aguardaban en Nueva York, al final de la calle cuarenta y tres, el resultado de un nuevo negocio recién inaugurado en pleno Brooklyn. El informe no se hizo esperar: una entrada vendida en todo el día. El público se equivocó aquella. noche, y durante bastante tiempo aún considerando el cine a la altura de los más ínfimos espectáculos.Sin embargo, "las temblorosas", tal como entonces se llamaba a las películas, vinieron a ser una nueva fiebre del oro que reunió a gentes ya curtidas en los auténticos placeres de Alaska, hombres como Cecil B. de Mille entusiasta, de revoluciones mexicanas y emigramtes como Adolph Zukor, ya con un porvenír relativamente asegurado.

Nieto de un rabino su sueño de prosperar, le había llevado desde Hungría hasta el otro lado del Atlántico con un afán austero y convencido, a más de cuarenta dólares cosidos en el revés del chaleco. Por entonces las películas duraban de dos a tres minutos. La primera con un auténtico argumento llegó en 1903 con el título de «El gran robo del tren», y su famoso primer plano llamado entonces «retrato de támano natural que podía montarse a voluntad al principio o final de la historia de todos modos, la imagen del pistolero apuntando hacia la sala producía una fuerte impresión en el público, ese público al que desde entonces dirigirá Zukor sus empeños mayores. «Nadie -dirá más adelánte- es capaz de adivinar cuál será su reacción, por mucha que sea su experiencia, ni siquiera nosotros, que por todos los medios intentamos preverla.»

Sin embargo, y a pesar de tales afanes, años después de «El gran robo del tren», el cine estaba enfermo. Es entonces cuando, para librarle de un final definitivo este admirador de Melies y Pathe inicia la producción de largometrajes. Tras sus primeros ensayos, nada menos que con Sarah Bernhardt, lleva a cabo la primera versión de «El prisionero de Zenda». Es preciso vencer sobre todo la prevención de los actores que temen ver comprometido su prestigio y sólo, ceden, como siempre, ante dos razones poderosas: vanidad y dinero. El padre de un futuro premio Nobel, James O'Neill, interpreta así «El conde de Montecristo». El rodaje dura tres semanas; siete días después el filme se halla listo.

El nacimiento de Hollywood

Motography, la revista de la nueva industria escribe por entonces:, «Cuando los inevitables historiadores escriban los anales del cine, citarán a Adolph Zukor corno apóstol del cortometraje, el imortalizador visual de la mitad de los actores célebres de su época y el creador de una rama nueva e importante de un nuevo y maravilloso arte.» Mas el cine, como Saturno, debora tan aprisa a sus propias criaturas que es preciso aumentar la producción, trasladándose para ello a un apartado suburbio de Los Angeles. El único atractivo de Hollywood entonces era una granja que se ofrecía en alquiler y en la cual Zukor instaló vestuarios, un modesto labroratorio y oficinas, alcanzando sus primeros decorados en lo que hoy es el Sunset Bulevard. Allí se inicia la transformación del cine de sus principios, vacilantes hasta el «Star System», una de las mayores fábricas de mitos desde los tiempos de explendor del teatro o la ópera. Es la época de John Barrymore, el del perfil perfecto, pintor en su estudio de Greenwich Vllage y actor a ratos, bien en contra de su gusto. Es la hora también de Den Turpin y sus tantas famosas que tantas tardes infantiles solazaron de Mabel Normand y sus bañistas, para adultos y sobre tódo del reinado absoluto de Mary Pickford, con su madre siempre tras de la cámara supervisando no sólo los pasos de la futura novia de América, sino sus inversiones financieras. Por entonces, Mack Sennet sellaba ton un apretón de manos los. contratos, como si se tratará de un puñado de tierras auríferas, y asociado a Zukor conoce el máximo apogeo de sus célebres comedia. Cierto día asiste en Nueva York a un espectáculo, recién llegado de Europa. En él llama su atención un actor al que, tras múltiples gestiones, consigue llevar ante la cámara. Su debut es un fracaso, y se pide a Chaplin -tal es su nombre- que improvise una segunda prueba.

«Chaplin tomó un viejo par de zapatos, y para que no se le cayeran se los puso con los pies cambiados. Luego echó mano de unos pantalones y una chaqueta del otro artista más bajo. El bombín pertenecía al estudio, que lo destinaba en especial a actores de cabeza más grande que la suya. Luego se probó el bigote, pero resultó demasiado grando y lo fue recortando hasta reducirlo a una mancha oscura bajo la nariz. Añadiendo un bastón -símbólo del paria que trata de elevarse por encima de su condición social- completó la vestimente que le haría famoso. El público se fijó en él desde el primer mornento.»

La nueva américa

El cine de estrellas acabará imponiéndose. Mary Pickford es su más genuino representante. Aparte de sus valores personales una serie de circunstancias y técn icas nuevas acabarán por encumbrarla. El estudio del público y los ingresos de taquilla, el control de la correspondencia de los espectadores, los nuevos métodos de publicidad, acabarán conformando no sólo su trabajo, sino incluso su aspecto exterior de eterna adolescente. Un día, la multitud arranca la capota de su coche para que pueda saludar de pie, y por primera vez cine, política y relaciones públitas se dan la mano más que para promocionar a una actriz, para lanzar al público un producto sabiamente elaborado.

En aquellos inquietos anos veinte, la nueva juventud, como todas las salidad del oscuro callejón de las posguerras, lleva a cabo su revolución particular. La falda mengua, y un aire despreocupado real o no invade toda América. El cine, como siempre, sigue sus pasos, y tras, Rodolfo Valentino, pálido y lejano, Clara Bow, la chica del «no sé qué» se alzará como símbolo de la era del «Jazz», que. durará casi los mismos años que el cine mudo: hasta los treinta.

Las dos o tres palabras de «El Cantor del Jazz» cerraroñ para siempre los labios de John Gilbert y otros muchos actores, reemplazados, bien pronto con nombres y estrellas que aunque ya no vigentes aún viven entre nosotros y, de cuando en cuando, se asoman a la pantalla como queriendo dar fe de su exisistencia. También para Zukor llegó la hora del relevo, también, é1 como sus viejos actores mudos se resistió y sólo a los ochenta años, aquel joven de los cuarenta dólares cosidos al chaleco accede a retirarse aunque no del todo, pues la gente del cine suele morir en la brecha como los cirujanos y los médicos.

Ha muerto s sus ciento tres años, entre el público al que dio siempre la razón y cuyos gustos procuró adivinar para servirle y, a su manera, dominarle. Hoy si hemos de creer a balances recientes, el cine americano, ese cine creado en gran parte por él acapara de nuevo los mercados. En el dilema cine de,autor-cine de estrellas es difícil adivinar cuál de los dos prevalecerá.

Es posible que el público tenga siempre razón tal comoukor afirma en sus memorias. Puede que no también, pero de todas formas sus páginas finales encierran una profesión de fe en el porvenir del cine que es difícil poner en tela de juicio. Su fe en este nuevo arte, ya con cerca de un suglo a sus espaldas, va más allá de la pura aventura personal, y hoy parece corroborada con su nuevo auge más -allá de depresiones y certámenes.

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