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Un disparate genial

El argentino Daniel Guebel despliega magistralmente en 'El absoluto' una saga familiar que sirve de repaso a las utopías políticas y artísticas de los dos últimos siglos

¿Quién es el argentino Daniel Guebel? Aunque sus libros son fáciles de conseguir en España (han sido editados por Caballo de Troya, El Desvelo y Eterna Cadencia, además de Literatura Random House), su nombre permanece casi secreto, imprescindible para unos pocos. Tampoco en Argentina, donde nació en 1956, es tan reconocido como debiera, o por lo menos no lo era hasta la aparición de El absoluto, recibida allí con vítores de obra maestra. El lugar de Guebel en la narrativa argentina es incómodo. Aunque le debemos obras fundamentales de los últimos 30 años (novelas como Carrera y Fracassi o Derrumbe, experimentos como El caso Voynich o guiones de películas junto a otro excelente narrador, poco conocido en España, Sergio Bizzio), la alargada sombra de Aira y Fogwill oscurece el reconocimiento de estos “hermanos menores”, nacidos casi una década después de aquellos. Una doble injusticia: contra la riqueza de la narrativa argentina actual y contra la insólita escritura del propio Daniel Guebel.

El absoluto es su obra más ambiciosa, también la más lograda. En ella coinciden con pericia su habilidad para la proliferación de tramas imaginativas, el rigor intelectual de su pensamiento y una emotividad poco común para unas pequeñas tramas sentimentales en las que el humor no rebaja la intensidad.

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¿Qué es El absoluto? Es una saga familiar. Durante más de 500 páginas asistimos a las peripecias de los Deliuskin, que desde el siglo XVIII hasta finales del XX transforman secretamente el mundo de la música, la mística y el pensamiento revolucionario. Una familia de genios, pero también un inventario de “patéticas presencias conmovedoras”. Cada uno de los seis libros en que se divide El absoluto corresponde a un miembro de la saga. El primero es Frantisek, libertino compositor que en su juventud inventa un órgano musical de jadeos con el que captar la armonía del placer sexual y, años más tarde, ya viejo, ciego y cornudo, compone un gran poema sinfónico que anticipa 50 años el de Berlioz. Su hijo, Andrei, es el segundo Deliuskin: las notas que garabatea en un ejemplar letón de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola serán el germen del pensamiento político del joven Lenin y allanarán el camino a la nueva iglesia… comunista. Andrei también tendrá tiempo para vivir otras aventuras (serias e hilarantes) en la campaña de Napoleón en Egipto, así como para tener un hijo, Esaú. En su libro, Esaú lleva a la práctica la mística utópica de su padre, transformándola en un teatro de la revolución. La historia de su cautiverio es una de las cimas de este libro que, por cierto, nunca desfallece, pero sigamos. Esaú tiene dos hijos gemelos, separados poco después de nacer. Uno es Alexander Scriabin, sí, el compositor ruso, o una genial figura literaria construida con rigor y desfase, que pretende “modificar la estructura de la realidad” con su acorde místico, influido por el pensamiento teosófico. El otro gemelo será Sebastian Deliuskin, virtuoso del piano, infravalorado en la provincia argentina. Nos quedan la hija de Sebastian, narradora de El absoluto, cronista de este delirio ordenado, y finalmente, en un giro imaginativo que rompería las espectativas de una novela histórica convencional, su hijo, un niño de apenas 10 años que aprende a armar una máquina del tiempo leyendo revistas de divulgación científica.

El absoluto es un disparate genial, pero también un clarividente recorrido por el espíritu de la utopía en los dos últimos siglos y una rigurosa teoría de la vanguardia estética

Sirva esta breve sinopsis para evidenciar que El absoluto es un disparate genial, pero también un clarividente recorrido por el espíritu de la utopía en los dos últimos siglos y una rigurosa teoría de la vanguardia estética, de la persistente relación entre la teosofía, el simbolismo y la acción revolucionaria, los continuados intentos de reconciliar la escisión entre el arte y la vida.

Mención aparte merece la presencia ausente de los personajes femeninos en un libro narrado por la única mujer Deliuskin. La mujer teje la historia de esta genealogía de huérfanos crónicos en un sutil paralelismo con la figura del genio romántico.

¿A quién se parece Daniel Guebel como escritor? Uno diría que su prosa subversiva viene de Gogol y de Nabokov, incluso que parecería un improbable Pynchon argentino. Pero Guebel es grande por sus propias cualidades: su dominio de una frase enroscada pero con apariencia leve, gozosa y humorística; la riqueza de su imaginación, la erudición musical y filosófica, la pertinencia del pensamiento y su desplazamiento sutil hacia el terreno de la parodia mediante un juego de anacronismos.

El absoluto parece haber sido escrito a la vez anteayer y hace dos siglos. Por una parte recupera el lugar primordial de lo literario, ese terreno de incertidumbre donde lo imposible ensancha lo posible, lo dinamita. Por otra parte, en El absoluto hay una crítica profunda a la estructura de nuestro pensamiento histórico, que devuelve la vigencia al célebre aforismo de ­Nietzsche: “Estamos preparados, como no lo estuvo ninguna época, para la gran mascarada, para la más ingeniosa risotada carnavalesca y para el desenfreno, para la altura trascendental de la suprema estupidez y la burla universal aristofánica. Quizás descubriremos precisamente aquí el reino de nuestra invención, aquel reino donde todavía podemos ser originales, por ejemplo, como parodistas de la historia universal y bufones de Dios”. Finalmente, uno estaría tentado de decir que El absoluto es una obra maestra si no fuera porque la propia obra, con burla y certidumbre, ridiculiza esta posibilidad.

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Autor: Daniel Guebel.


Editorial: Literatura Random House (2017).


Formato: tapa blanda (608 páginas).


Desde 20€ en El Corte Inglés

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