_
_
_
_
_

Triunfo por aplastamiento

Rihanna apostó por la desmesura sonora en un concierto grueso y sin matices, el único en España de su gira 'Anti'

Rihanna, en un concierto el 4 de julio.Vídeo: Magnus Liljegren

Era un espectáculo, quizás por su sencillez. En el centro de la pista apareció un escenario que brotó del suelo por arte de magia. Era blanco, como las luces de los teléfonos móviles que grababan a una figura menuda también vestida de blanco. Todo era blanco ante la masa negra del público. Era Rihanna y cantaba, todo potencia, gesto contenido, una balada, Stay, con la que comenzaba su concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona, único en España de su gira Anti. Llevaba la cabeza cubierta con una capucha que velaba su belleza mestiza, y solo al acabar la pieza retiró la capucha, mostró la melena, oscura, y se dejó aplaudir, gesto pausado de diva agradecida, por la multitud. Los móviles no cesaban de grabar, manchando la oscuridad con sus luces blancas. La reina comenzaba a reinar. Los vasallos gritaban.

Más información
Rihanna llega a Barcelona con su ‘turmix’ sonoro
Rihanna lanza su nuevo disco, ‘Anti’

Todo indicaba en esos primeros compases lo que se acabaría confirmando a lo largo de la actuación: allí sólo estaba ella. Cantó Woo y sin llegar al escenario principal, llevándose todos los focos, se mantuvo como una individualidad. Estaba entonces montada en una especie de puente con los laterales traslúcidos que permitieron ver los muslos de la diva, enmarcados por unos pantalones con generosos boquetes laterales mientras las bases duras y oscuras de Sex With Me atronaban el recinto. Se contoneaba lasciva, segura de su sensualidad. Por fin el puente la depositó en el escenario, limpio, diáfano, y unos bailarines la rodearon para que Birthay Cake ya la mostrase como cabeza de algo: de una banda que tocaba por debajo del nivel del escenario, no fuera se diesen confusiones de jerarquía. Los músicos parecían esclavos castigados a solo mostrar su cabeza, pero ellos se vengaban mediante unos graves que cuartearían una plancha de acero.

A todo esto la dinámica del concierto no daba respiro. Los temas sonaban encadenados sin dejar apenas espacio para que el público, unas 18.000 personas que llenaron el recinto, se manifestase. Por fin, los músicos salieron de su trinchera impulsados por unos elevadores que los dejaron el nivel del escenario. Sonaba, más fuerte si cabe que las anteriores piezas, Bitch Better Have My Money y todo seguía blanco, Rihanna, los bailarines, los telones de fondo y las luces. El sonido seguía despeinando, potente y sin definición, que brillaba por su ausencia tanto como la puntualidad de Rihanna, que había comenzado con una hora de retraso. De hecho ya lo hizo en su anterior visita, demostrándose que antes cantaría un bolero que ajustarse a un horario. Pero pelillos a la mar, al tercer minuto de un concierto una hora de espera se ha olvidado.

Escaleras al cielo

Los mortales pagaron entre 45 y 107 euros. Los que vuelan más alto tenían tres escaleras al Nirvana. Por 249 euros un lugar privilegiado, tentempié, cóctel, aparcamiento cerca del recinto, sesión de fotos ante un plafón y sentirse alguien. Al lado de San Pedro.

Un poco por debajo, en las nubes altas, 232 euros por un pase laminado y un regalo indeterminado. Un poco más abajo, 204 euros permitían recibir alguna fruslería y entrar al recinto antes que los comunes para poder ver de cerca el maquillaje de la diva. Los tiempos de entradas a uno o dos precios ya son historia. Pagando nos dejan significarnos.

La primera parte del recital de Rihanna tuvo un marcado acento bailable, entre el hip-hop y el rhythm and blues, con ella deslizando su voz a caballo entre el recitado y lo cantado. No es que las canciones sonasen igual una a otra, pero el sonido las laminaba de manera que los detalles desaparecían. Era entonces cuando la imagen de Rihanna se convertía, aún más, en principal reclamo del espectáculo. De hecho, el espectáculo era ella, dominante, mimetizada con los colores del escenario, tonos en blanco crudo en los que contrastaban su piel tostada y su imagen de vestal tropical. Y si no lo hacía lo suficiente los focos iluminaban, aún en blanco, toda la escena, con el público incluido para meterlo, aun más en el show. Las canciones iban cayendo como campanas despeñadas por un acantilado, Consideration, Live Your Life, Run This Town, pero el público, ensordecido, superado y entregado, solo podía gritar cuando algún silencio entre tema y tema permitía que su esfuerzo pulmonar mereciese la pena.

El concierto mantuvo esta tónica durante todo su desarrollo, mostrando a una Rihanna carismática y felina pero con un sonido desmesurado. Era una reina repartiendo mamporros, capaz de meter un solo de guitarra rockero en Desperado, marcarse un medio tiempo, Diamonds, y más tarde cascarse un tema dance como We Found Love, pero incapaz de seducir con un sonido que haga justicia a las producciones de sus discos. Triunfó, por supuesto, el volumen es como la cocaína, sube y transmite euforia, pero dejó la sensación de que aquello fue un gazpacho de estilos en el que la emulsión no funcionó.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_