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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Se va Bowie. Lágrimas en Heddon Street

El redactor jefe de Cultura de EL PAÍS evoca al músico británico a través de recuerdos, conciertos, discos...

Borja Hermoso

Las cosas importantes de una vida suelen ocurrir encima de una cama —nacimiento, sueño, sexo, sueños, muerte— y aquella no fue una excepción. Leo la noticia de su muerte sentado… en la cama. Llueve fuera, ahora también llueve dentro.

Sería algo así como una tarde del verano de 1977, en la cama. En la intimidad esponjosa de los cascos del walkman, la joya tecnológica de aquellas adolescencias (matábamos por él, aunque hoy desprenda aroma a Pleistoceno) irrumpían una guitarra y una batería que hablaban de algo distinto, de una vida nueva. Escuchar al Mayor Tom cantar sus devaneos espaciales (“Y las estrellas están hoy distintas”) mientras tus dedos jugueteaban nerviosos con el cable del artilugio y tus ojos miraban a nada, al techo, mientras tus neuronas, sin saberlo, iban acostumbrándose ya a que nada iba a ser igual, desembocaba en lo irremediable.

Una vida junto a Bowie.

Sus personajes, invariablemente papá y sus retoños, Saturno devorando a sus hijos aunque también viceversa: El Mayor Tom, Ziggy Stardust, Aladdin Sane, el alienígena posnuclear de los perros del diamante, el Duque Blanco y su saludo nazi en Victoria Station, el androide urbano, pálido y colgado y el músico genial de los años de Berlín —Low, Heroes, Lodger—, el domador electrónico de monstruos terroríficos —la obra maestra Scary Monsters & Super Creeps y de entre aquel magma genial Ashes to Ashes, y de nuevo una cama, una cama en la playa…—, el edulcorado y sabio rey de la discoteca —Let’s dance—, el experimentalista fanático de oscuridades y huidas de la evidencia y la convención —Outside—, el fabricante de melodías, el poderoso influjo de la luna y su aplastante sombra proyectada sobre el pop-rock, sobre la new wave, sobre los antecedentes del punk y de la música electrónica, Bowie, siempre Bowie, como rabo de largartija, moviéndose una y otra vez cuando todos le daban por muerto, pero ahora lo está.

Muerto.

Pero ya retumba en las cajas su testamento. Blackstar llegó a las tiendas hace tres días. Su autor habla de cicatrices que no pueden verse. ¿Premonición o aviso a navegantes? Alguien saca un discazo como este (escúchenlo, ¿cómo se puede seguir siendo tan moderno, tan ambiguo y tan complejo en el umbral de los 70?) y luego se muere. Ustedes perdonen, no cabe un ejercicio más brillante de mercadotecnia. Coherente hasta el fin de los días y girando el pomo que da entrada a la noche, fiel a la cita con el hechizo que consiste en poner la zanahoria y que los pobres mortales te sigan, Bowie habrá cumplido hasta el final con su eterna razón de ser: la excelencia musical de maestría, riesgo y apuesta y el puño de hierro en la gestión del carrusel del show-business.

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No hay fechas, están difuminadas, qué más da. Estadio Vicente Calderón, Madrid. Palais Omnisports de Bercy, París. Velódromo Anoeta, San Sebastián. Wembley Arena, Londres. Palais Omnisports de Bercy, París. ¡Hot tramp, I love you so!

Una vida junto a Bowie quiere decir tanto, más allá de constatar que la viviste en compañía de uno de los mayores músicos del siglo XX y XXI. La obsesión de las nocheviejas, la familia llamándote al orden de la cena pero tú en la cama con los cascos, este año Changes, este año Always crashing in the same car, este año “Heroes” (“Podemos ser héroes, solo por un día”), este año lo acabo en fanfarria y me meto en vena Young Americans, “Aaaall night she wants the Young Americaaan”…

La inalterable manía de que todos tus compañeros de viaje hubieran de compartir contigo la fascinación por el genio, aunque ellos y ellas prefirieran otras posibilidades, decirte cosas como “te has quedado en el 73, con Bowie y T-Rex”. Pasear al perro frente al mar, pero el mar se había transformado en los acordes inolvidables de Ashes to ashes. Hacer frente a las críticas desde una militancia absurda a prueba de bombas (el peor Bowie siempre nos parecía mejor que muchos, mejor que tantos…).

La juerga y la lucha, la sonrisa y la enfermedad, el alcohol flotante de la vuelta a casa, las calles mojadas de San Sebastián, París o Heddon Street, en busca de la placa donde aún se recuerda que allí, en una callejuela trasera de Regent Street el fotógrafo Brian Ward —una noche lluviosa de enero de 1972— parió con su cámara y sus rollos Kodak Royal-X Pan blanco y negro a Ziggy Stardust, que resultó ser muchas cosas pero sobre todo dos cosas: la criatura que permitió a Bowie explayar toda su imaginería fetichista y catapultarse como rey del glam-rock junto a las Arañas de Marte y el disco que marcó una época: The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Un hombre caído del espacio venía con la buena nueva bajo el brazo, y en forma de disco, además. Por cierto, aquella foto de Brian Ward, hecha en blanco y negro, sería luego coloreada en estudio. ¿Y saben quién era el dueño del estudio? No otro que un tal George Underwood. El amigo de la adolescencia que un día, en el cole, propinó el histórico puñetazo que convertiría el ojo izquierdo de Bowie en un agujero negro propio de un alien… y en el paradigma de su imagen.

Han pasado 42 años y no, no parece que fue ayer.

Ayer tampoco parece que será nunca el mañana.

Porque mañana ya no estará David Bowie aquí.

Brixton, Londres, 1947 / Nueva York, 2016

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.

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