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Notas para un ADN

Shakespeare era un hombre de teatro, un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos Aunque su nacimiento fue registrado el 26 de abril de 1564, habría nacido entre el 19 y el 25 del mismo mes

Simon Russell Beale (derecha), en la nueva producción de Sam Mendes de 'El Rey Lear' para el National Theatre de Londres.
Simon Russell Beale (derecha), en la nueva producción de Sam Mendes de 'El Rey Lear' para el National Theatre de Londres.

“Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser”, dijo Borges sobre él en Everything and nothing. Shakespeare, esa esponja absoluta.

Sus ojos, sus orejas, su imaginación estaban siempre alerta. Absorbía todo, la vida de la calle, los conflictos religiosos y políticos, lo que se había escrito hacía varios siglos y lo que se estaba escribiendo en una taberna cercana. Como señaló Brook, sus obras se dirigían al público que buscaba entretenimiento, a los que anhelaban los alcoholes fieros de la emoción o la poesía, a los interesados en la psicología, la realidad social, la metafísica. En sus obras está todo eso al mismo tiempo. Entendía a los hombres y a las mujeres, a los jóvenes y a los viejos, a los reyes y a los mendigos. Entendía el amor y el odio en todas sus manifestaciones, bajo todas sus máscaras. Su panoplia de retratos cubre cualquier sentimiento humano. Y la naturaleza en todo su esplendor, las flores más humildes, huesos vueltos coral, grandes cataclismos. Una constante parece repetirse en la mayoría de sus obras: la fascinación por el poder y sus engranajes. Es el espejo más completo que podemos imaginar, porque refleja también lo que los personajes no se atreven a ver.

Escribía para sus actores. Escribía para la corte y escribía para el pueblo. El escenario desnudo le permitió una libertad absoluta, porque despertaba su imaginación y la del público. Parecía convencido (o así lo demostró) de que todo, absolutamente todo, podía llevarse al escenario: ahí queda, quizás irónico pero también desafiantemente real, el “Sale, perseguido por un oso” de Cuento de invierno. Saltos de tiempo y espacio, páramos del norte, grandes batallas, la antigua Roma, bosques habitados por la magia. Nadie igualó en el teatro su ambición narrativa ni la amplitud de su mirada.

Le benefició, como a todos los autores isabelinos, que los teatros se establecieran extramuros, en las llamadas liberties: la zona de las leproserías, los patíbulos, los burdeles, donde sus obras, lejos del poder municipal, podían jugar con el escándalo. En España, en cambio, los corrales solían estar en el centro de las ciudades; dependían de cofradías, Ayuntamientos, y, en última instancia, quedaban bajo la supervisión directa del poder real en la persona del Protector de los Hospitales, miembro del Consejo de Castilla. Quizás ese dato explique algunas diferencias. La diferencia última (también entre isabelinos, claro) es el puro genio.

Heredó una forma estricta, el pentámetro yámbico, y lo hizo resonar, vivo, humano, flexible. El pentámetro le marcó un ritmo, un patrón. Peter Hall señala que no escribía palabras sino líneas, y esas líneas marcan, sin indicaciones expresas, cómo el actor ha de decirlas, cómo ha de respirarlas, dónde están las pausas, dónde los galopes. Sus obras son partituras extraordinarias, concebidas para la interpretación. Demuestran, por si hiciera falta, que WS era un hombre de teatro, un hombre que encontró su lugar en una familia de cómicos y para ellos escribió poesía dramática. Lo teatral es su esencia, desde la noción central, tan cara al barroco, de que el mundo es un escenario, hasta esos personajes que representan un papel conscientemente: Hamlet, Yago, Ricardo III.

Como se dice de los mejores toreros, era un “completo”: dominaba todas las suertes. Su originalidad no reside en sus tramas, la mayoría de las cuales procedían de textos ajenos o crónicas históricas: quizás sus dos únicas historias “originales” sean La tempestad y El sueño de una noche de verano. Lo original era lo que hacía con ese material ajeno. Su estilo, su reescritura. Su virtuosismo lingüístico, su imaginación. La amplitud de su arco tonal. Su gusto por el detalle. Su forma de pasar de lo épico a lo íntimo en la misma escena. De escribir comedias terriblemente melancólicas. O tragedias sin lección moral clara, salvo que nosotros somos los responsables de nuestro destino, que no es poca enseñanza. O de reflejar, en todas sus obras históricas, la tensión fundamental entre vidas privadas y acontecimientos públicos. En la etapa final de su vida reelabora viejos (¿o eternos?) temas y ensaya una nueva forma, el romance escénico, en el que cabe todo: comedia, tragedia, magia, leyenda, melodrama, pastoral, relato fantástico. Parecía reinventar el teatro a cada nueva obra.

La noción de realidad es muy poderosa en Shakespeare. La sensación de que los personajes son reales (sufren, ríen, comen, sangran) es absoluta. Puede hacernos volar muy alto con su poesía, pero nunca pierde de vista la toma de tierra. Hay un naturalismo muy profundo en las acciones. Y también, claro, en el lenguaje. No me imagino a otro autor de su época haciéndole decir a Lear en su agonía, en mitad de una tirada poética, la frase “Por favor, desabróchame este botón”. Y, por otra parte, sus grandes personajes son inabordables: hay un misterio que siempre se escapa, siempre se escapará. No hay forma de apurar a Hamlet, Lear, Yago, Falstaff. Ni de encerrar en una definición a Rosalinda, Hermione, Cleopatra, Isabella, Viola, Beatrice. O a Ricardo II, esa gran reina.

Nunca sabremos lo que pensaba porque su teatro no toma partido: muestra. Como si nos dijera: “Esto es así, pero también puede ser de esta otra forma: como gustéis”. Para unos será conservador, para otros revolucionario. O ambas cosas. En sus textos orden y caos giran en una eterna rueda, al igual que el amor y su locura. Como bien dijo Richard Eyre, “lo que Shakespeare creía es la suma de sus obras, y no entender eso es no entender la naturaleza de todo dramaturgo”.

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