Gran industria
Es una paradoja que en un país con un patrimonio cultural tan formidable como España exista un desprecio tan extendido hacia casi cualquier forma de trabajo intelectual o creativo.
Nada como el buen periodismo para abrirle a uno los ojos. El domingo pasado, una excelente crónica de Daniel Verdú sobre lo que él mismo llama “el milagro cultural islandés” me hizo cavilar de nuevo sobre un fenómeno extraordinario, casi inexplicable, que por ser común entre nosotros ya lo damos melancólicamente por supuesto: la paradoja que en un país con un patrimonio cultural tan formidable como España exista un desprecio tan extendido, público y privado, hacia casi cualquier forma de trabajo intelectual o creativo. Es como si en un país rico en minas de oro todo lo relacionado con el oro se considerara deshonroso, y los que trabajaran de algún modo en su extracción o su comercio merecieran el recelo o la abierta agresividad de la ciudadanía, y los poderes públicos, en vez de favorecer esa fuente de riqueza, hicieran lo posible por perjudicarla y arruinarla.
En Islandia, un país con patrimonio monumental inexistente y con una lengua que solo hablan sus nativos, el Gobierno ha decidido que para hacer frente a la crisis ha de redoblarse el apoyo a la educación y a la cultura, porque no hay riqueza más segura que la que proviene del saber, y porque en lo que hay que recortar no es en escuelas ni en museos ni laboratorios de investigación, sino en gastos suntuarios y altos cargos parásitos. España tiene una lengua global de la que provienen, según estudios económicos muy sofisticados, ingresos importantes y millares de puestos de trabajo, pero en algunos de los territorios a los que llegan más directamente esos beneficios el español es mirado como el idioma de los opresores y de los emigrantes pobres. A España, por azares históricos, le ha tocado el gran yacimiento de petróleo o la mina de oro de esa lengua, que a diferencia del petróleo o del oro no se va agotando según rinde beneficios y además no envenena el medio ambiente ni genera las desgracias de corrupción, desigualdad y pobreza que suelen dejar en el mundo esas materias primas. Habría que calcular cuántos buenos puestos de trabajo bien cualificados vienen de la enseñanza del idioma, de la industria del libro de texto y los materiales educativos, del comercio del libro en toda su complicada amplitud.
España tiene una de las tradiciones artísticas más singulares del mundo, pero quienes se dedican a las artes despiertan rechazo
Pues precisamente en los asuntos relacionados con la difusión del español y la industria editorial nuestros Gobiernos llevan demostrando desde mucho antes de que empezara la crisis una mezcla de ineptitud y negligencia que se acentúa más cuanto más graves son las circunstancias. Estamos en la cola en los índices educativos y de investigación científica, pero somos líderes internacionales en piratería, y Gobiernos nacionales y autonómicos y Ayuntamientos que siguen tirando el dinero en nóminas de enchufados de diverso pelaje y en gastos suntuarios cierran bibliotecas, suprimen compras de revistas culturales y libros, cargan de impuestos letales a industrias ya debilitadas por la crisis y se niegan a defender con valentía y con el peso tajante de la ley el derecho a la supervivencia de los muchos millares de personas que dependen de los trabajos creativos.
El mes pasado tuve ocasión de visitar el pabellón español en la Feria del Libro de Jerusalén. Era digno, pero era mínimo, y hasta el último momento había estado en peligro de no llegar a existir. Lo habían montado entre la Embajada de España y el Instituto Cervantes de Tel Aviv, con el esfuerzo singular de unas cuantas personas, casi sin medios, sin tiempo, con muy pocos libros. El país con una de las industrias editoriales más sólidas del mundo ocupaba un espacio no mayor que el de una pequeña habitación en una de las grandes ferias internacionales de la literatura, y en un país con un número asombroso de lectores, muchos de ellos, por cierto, lectores ávidos en español. En tan poco espacio, y muy honrosamente, había libros en las otras lenguas de España. El tirón de un idioma puede beneficiar a los otros, al atraer hacia ellos un público que de otro modo tal vez no los conocería.
Un escritor o un músico que reivindique el derecho a recibir una compensación por su trabajo recibe una agresividad escalofriante
En países como el nuestro a los profesionales de la política nunca les falla el olfato demagógico. El desprecio por el conocimiento y por la imaginación creativa puede ser dañino para la economía, pero no perjudica al dirigente que lo pone en práctica: incluso, bien manejado, le puede deparar algunos réditos populistas. Tan asombrosa como la riqueza del patrimonio cultural español es la indiferencia y hasta la hostilidad de un gran número de españoles hacia él, una vez descontado el orgullo insolente de lo que se considera propio, que en la mayoría de los casos es perfectamente compatible con el abandono y la destrucción. En un país con una de las grandes tradiciones literarias y artísticas más singulares del mundo, quienes se dedican a la literatura o a las artes, la música y el cine incluidos, despiertan un rechazo visceral entre muchos de sus compatriotas. Un escritor o un músico que reivindique a cara descubierta el derecho no ya a vivir de su trabajo, sino a recibir una mínima compensación por parte de quienes, pocos o muchos, disfrutan de él, recibirá comentarios de una agresividad que da escalofríos, bastante mayor que la que provoca un banquero o un político ladrón. La idea de que un libro, una película, un disco, generan un trabajo digno para las personas cualificadas gracias a las cuales llegan a existir, y que ese foco modesto de prosperidad irradia más allá de ellas, no parece que merezca la consideración ni de una parte del público ni de los dirigentes políticos.
Es una tradición antigua. Nuestra literatura clásica está llena de ejemplos de celebración de la ignorancia y sospecha y escarnio del saber. En un entremés de Cervantes un candidato a alcalde de pueblo se enfurece cuando un adversario insinúa, para perjudicarlo, que sabe leer y escribir. Cuando el mayor mérito para prosperar en la vida es la sumisión al poderoso y casi cualquier libro puede contener un indicio de herejía, lo más saludable es la ignorancia. Las personas de mi generación aún recordamos una época en la que se decía de alguien muy necesitado, con menos misericordia que sarcasmo, que pasaba más hambre que un maestro de escuela. Maestros de escuela, profesores de instituto, profesores de música, bibliotecarios, investigadores, músicos de estudio, músicos de orquesta, técnicos de sonido, carpinteros de teatro, restauradores, profesores de español, pierden a diario su trabajo o no llegan nunca a tenerlo, y con cada una de esas capitulaciones individuales se deja un poco más estéril un campo del conocimiento y se extiende la ignorancia, se pierden muchos talentos posibles, se empobrece más todavía un país en el que sigue sin vislumbrarse ninguna esperanza sólida de recuperación.
En tiempos de falsa abundancia estaba socialmente bien visto que los alumnos abandonaran el instituto atraídos por los trabajos de la construcción o el turismo, y los poderes públicos alimentaban el pan y circo demagógico de la gratuidad. Ahora podríamos haber escarmentado y elegir fuentes de prosperidad más dignas y más seguras, basadas en todo lo mejor que tenemos. Pero quién va a tomar ejemplo de Islandia, cuando gracias a nuestra casta política nos han tocado paraísos como Eurovegas.
www.antoniomuñozmolina.es
Babelia
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