El talento de la inspectora Fernández
Cuando ella le dio la espalda para abrir la puerta de su casa, él estuvo a punto de salir corriendo.
Aunque luego le parecería mentira, lo cierto es que llegó a pensarlo, a calcular los metros que le separaban del ascensor, y hasta a decidir que sería mejor bajar por las escaleras, saltarlas de tres en tres hasta ganar la calle sin aliento, las piernas temblando, el cuerpo tan sudoroso como si hubiera logrado escapar de un incendio, en lugar de huir de la mujer más atractiva con la que había ligado en su vida. Si no lo hizo, no fue por falta de ganas, sino porque su imaginación le empujó hasta el minuto siguiente, y alcanzó a verse plantado en la acera, con el cuello de la camisa desabrochado, el nudo de la corbata flojo, y una cara de imbécil menos penosa que la certeza de haber perdido el empleo. Porque aquello no habría traslado que lo arreglara. Si salía corriendo, no podría volver a poner el pie en una comisaría nunca más.
Por fortuna, ella le invitó a entrar como si no se hubiera dado cuenta de nada, y él intentó darse ánimos, pensando en lo mal que estaba el trabajo, y más que nada en la cara que sus compañeros, simples agentes del cuerpo, tan insignificantes como él, habían puesto al verle salir de aquella discoteca con "el Cuerpo", la inspectora Fernández, toda una leyenda de cuya vida privada, hasta entonces, nadie había sabido nunca nada con certeza, aunque diversos rumores la habían relacionado con un futbolista de Primera División, con un fiscal, con un director general y hasta con un ministro.
¿Por qué yo?, se preguntó él entonces. ¿Por qué yo, si la fiesta de jubilación de Almendros estaba llena de policías de esos que salen en las películas, altos y atléticos, y de esos otros que también salen, vividores, solitarios, adictos al whisky y a la intensidad de los ademanes? ¿Por qué yo, si allí había hasta un par de pájaros vestidos de Armani, de esos cuyas simples corbatas son ya incompatibles con su nivel de ingresos? ¿Por qué yo? Pues porque ella había querido, ni más ni menos. Ella le había elegido entre todos, y él, al principio, había creído que era otra cosa.
-Podías sacarme a bailar, Ferreiro -le había dicho, balanceando entre los dedos la copa de champán que estaba a punto de apurar-, ¿no?
-Claro.
Cuando la cogió por la cintura estaba esperando una confidencia, mira aquí, mira allí, ¿puedo confiar en ti?, tienes que ayudarme, qué sabes tú del caso tal o cual, quiero que te acerques a Fulanito y le digas esto, o lo otro, y luego vienes y me lo cuentas Eso esperaba, no que se pegara a él y le apoyara la cabeza en el hombro, como si fuera una mujer normal y corriente, del montón, el tipo de mujeres con las que él sabía desenvolverse. ¿Y qué hago yo ahora?, se preguntaba desde entonces, porque la inspectora estaba pulverizando todos los guiones de todas las películas que había visto en su vida, y él no sólo parecía un pobre poli de uniforme. Él era un pobre poli uniformado, treinta y dos años, un metro setenta y dos centímetros, setenta y un kilos, bien, porque mal no estaba, pero nada más. La inspectora Fernández le sacaba bastante de todo menos de kilos, y sin embargo, ahí estaba él, con un superior, una superiora mejor dicho, a punto de pasar a mayores. ¿Y qué hago yo ahora?
Ella tiró el abrigo encima del sofá, encendió un par de luces laterales, puso música y se quitó los zapatos. ¡Anda!, dijo él, cuando volvió a abrazarla y se dio cuenta de que podía mirarla desde arriba y no desde abajo como hasta aquel momento. ¿Pero qué clase de tacones lleva esta mujer? Aquel detalle le infundió confianza, aunque no tanta como la que obtuvo cuando ella se quitó la blusa, se desembarazó del sujetador y apretó contra él un torso insospechado. ¡Anda!, aunque en el primer momento estuvo a punto de gritar de asombro, ¿pero qué clase de wonderbra lleva esta mujer? Luego fueron las medias, que llevaban un refuerzo elástico tan fuerte como una faja de las de antes, y que al desaparecer revelaron, mira tú por dónde, que "el Cuerpo" tenía tripita, aunque eso a él no le importó, porque le gustaban las mujeres con tripita, y la inspectora Fernández, sin medias, sin wonderbra, sin tacones, seguía siendo una mujer muy guapa, la más atractiva que se había ligado en su vida.
-Tengo que contarte una cosa, Ferreiro -le ronroneó en la oreja en el último momento, y él pensó: no, por favor, ahora no, ahora que ya me lo he creído, ahora que no tengo ningún motivo para salir corriendo, no me vengas con que sospechas de Fulanito-. Yo tengo un hijo, ¿sabes?, de tres años, y Bueno, es maravilloso, pero la cesárea me dejó una cicatriz que da miedo.
-¿Sí? -y mientras sonreía lo comprendió todo, y sobre todo, por qué Fernández era inspectora, y él, un pobre poli uniformado-. ¡Qué bien!
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