El partido de Eastwood y Mandela
A pocos meses de cumplir 80, Clint Eastwood es un hombre con prisa, capaz de producir películas a un ritmo que varios de sus colaboradores, personas con la mitad de años que él, confiesan que les resulta agotador. "Puede que un día me canse y diga basta ya, pero me lo estoy pasando bien," dice. "Como director disfruto; y como actor me retiro sin cesar, pero es como con Frank Sinatra: vuelvo al mes siguiente". Después de sus actuaciones estelares en Million dollar baby y Gran Torino, Eastwood ha permanecido detrás de la cámara en su última película, Invictus, que se estrena en España el 29 de este mes. Invictus cuenta la historia de cómo Nelson Mandela, recién elegido presidente de Suráfrica, hace causa común con Francois Pienaar, el capitán de la selección surafricana de rugby, los Springboks, durante el mundial de 1995, transformando un deporte que había sido un símbolo de división racial en un instrumento de unidad nacional. Morgan Freeman interpreta el papel de Mandela; Matt Damon, el de Pienaar.
Eastwood: "ojalá nuestro presidente fuera tan creativo como mandela"
Damon: "acepté el papel porque esta película transmite un mensaje de valor imperecedero"
Eastwood asegura que sólo morgan freeman podía haber interpretado a Nelson Mandela
"Lo de Mandela fue pragmatismo: hubiera sido muy fácil optar por matarlos a todos"
Morgan Freeman pasó tiempo junto a Mandela, estudiándolo de cerca
Eastwood, que se hizo famoso con sus retratos de pistoleros lacónicos y policías duros, no es un hombre fácil de impresionar, pero confiesa que se queda "asombrado" (repite la palabra una y otra vez) ante la figura de Mandela. "Pensé que era una historia perfecta para el mundo de hoy. Necesitamos que se difunda la creatividad de este hombre. Ojalá que nuestro presidente, cualquier presidente, pudiera ser tan creativo y tan capaz de pensar fuera de lo establecido".
En Suráfrica, en marzo, fui al rodaje de Invictus. Hubo una escena que puso a prueba la paciencia de Eastwood, obligándole a él mismo a recurrir a la creatividad. Se trataba de recrear el momento en que Mandela salió de la cárcel, el 11 de febrero de 1990. Una escena sencilla, a simple vista. Mandela sale de la prisión y camina por la calle con una amplia sonrisa, el puño derecho alzado, rodeado de partidarios que cantan y bailan. Entonces se sube a un coche que se aleja con rapidez. O, en esta representación concreta, no con tanta rapidez. Ése era el problema.
Yo estaba sentado a unos pasos a la derecha de Eastwood, que estaba en su silla de director observando la primera toma, "en directo", en una pequeña pantalla rectangular de mano. Freeman sonreía como debía; los extras que encarnaban a sus partidarios se mostraban apropiadamente vigorosos. Pero el conductor, un individuo menudo y rechoncho que estaba viviendo su primer y (probablemente) último momento de gloria cinematográfica, perdió el compás; pisó el acelerador con un instante de retraso. Volvió a hacerlo tarde la segunda vez; y la tercera. Eastwood es famoso en Hollywood por rodar escenas a más velocidad que ningún otro director. Cuando Matt Damon pidió que se volviera a rodar un trozo de diálogo porque le parecía que un detalle no había quedado bien del todo, Eastwood le calló con un brusco: "¿Por qué quieres hacer perder tiempo a todo el mundo?". Pero Damon es un profesional, y el conductor era, bueno, sólo un conductor. Sensible y astuto, Eastwood optó por reprimir su irritación y ver el lado cómico de la situación. Sacudió la cabeza, sonrió con resignación, se puso de pie, avanzó hacia el coche y preguntó: "¿Cómo se llama este tipo?". "James", dijo una voz. "¡James!", gritó Eastwood, alzando la voz de manera tan inusual y con una sonrisa tan grande que su equipo estalló en carcajadas.
El propio Eastwood prosiguió el relato cuando se lo recordé ocho meses más tarde, en noviembre, en un hotel de París al que acudió vestido con vaqueros y deportivas. Se rió inmediatamente. Ha rodado ni se sabe cuántas escenas desde entonces (en estos momentos está haciendo otra película con Damon), pero recordaba el episodio como si hubiera ocurrido el día anterior.
"Me reía", dijo con su famosa voz susurrante, "pero no dejaba de pensar: 'Este cabrón va a matarme'. Así que acabé por levantarme y le dije: 'James, préstame atención'. No había hecho ninguna película el pobre tipo, sólo estaba tratando de hacerlo lo mejor posible. Le dije: 'James, cuando grite ¡Ahora!, cuando diga ¡James!, pisas el acelerador. No me importa que Morgan no se haya subido todavía al coche'. Esperé hasta que vi que la puerta empezaba a cerrarse y grité: '¡James!', y él se lanzó [Eastwood imitó el chirrido de un coche] y por fin lo hizo bien".
Lo primero que dijo Eastwood cuando nos vimos en París fue lo mucho que le había gustado pasar dos meses rodando la película en Suráfrica (terminó cinco días antes de lo previsto) con un equipo local en un 90%. Las dos veces que fui a Ciudad del Cabo a presenciar el rodaje se le veía, desde luego, bastante satisfecho. En un filme épico e íntimo a la vez, Eastwood ejercía el mismo control sereno y bien humorado sobre las escenas de interiores, en las que Freeman transmite la inmensa soledad de Mandela -un hombre que tomó la decisión de ser el padre de su nación, con el coste irremediable y doloroso de no ser padre de sus hijos-, que sobre escenas exteriores rodadas en estadios de rugby con miles de extras y miembros del reparto. Si ha conseguido tener el mismo éxito como director que como actor, en gran parte se debe a su atención al detalle y su sutil manejo de los enormes equipos de gente a su disposición, dos cualidades que reveló en la escena que protagonizó James, el conductor. Lo vi también en su forma de tratar a sus actores surafricanos, que interpretan prácticamente todos los papeles menos los dos protagonistas y que, como era de esperar, se sentían intimidados: nunca perdía, ni muchísimo menos, "el cool" que le caracteriza como actor, y siempre era absolutamente respetuoso. Parecía tan cómodo trabajando en el rodaje como sentado en su sillón durante nuestro encuentro en París, con los pies sobre la mesa y el aire infaliblemente encantador de un hombre al que no le queda nada por demostrar, que está a gusto en su propia piel.
La primera escena que presencié se desarrollaba en un plató gigantesco: un terreno seis veces el tamaño de un campo de rugby en un exuberante valle de viñedos tras el impresionante monolito de Table Mountain. Sobre el terreno había una docena aproximada de caravanas blancas, unos 30 vehículos de distintos tamaños, dos helicópteros y, entre actores y técnicos, probablemente, un par de centenares de personas. Yo nunca había estado en un rodaje. Aquello parecía una escena del desembarco de Normandía. En el centro de todo, sin llamar la atención, trabajando tranquilamente, con tal aire que, de no saber quién era, uno habría pensado que era un ayudante de sonido o algo por el estilo, vestido con una camisa marrón de manga corta, pantalón gris suelto y, en llamativo contraste, una gorra con los chillones colores de la bandera surafricana, estaba el propio Eastwood. (Más tarde, durante la pausa para el almuerzo, fui con los extras a un gran entoldado bajo el que unas señoras nos sirvieron comida, y nos sentamos todos en largas mesas, en una de las cuales estaba Eastwood consumiendo en silencio la misma bazofia que todos los demás).
Cuando me lo presentaron por primera vez, casi me pidió disculpas por "atreverse" a emprender un proyecto sobre el que dijo que era un ignorante al lado mío, autor del libro en el que se basa la película, y dijo que sólo esperaba poder hacer justicia a la historia. Anonadado por su elegancia, farfullé algo de que el libro era el que tenía que hacer justicia a la película, y, con una ligera sonrisa y los ojos entrecerrados para protegerse del sol, se alejó, con paso relajado pero decisivo, hacia el centro del terreno para dirigir una escena grande y compleja en la que Mandela-Freeman llegaba en helicóptero a visitar a los jugadores de rugby surafricanos durante un entrenamiento justo antes de que empezara la Copa del Mundo de 1995.
Eastwood y Freeman tienen química y una forma jocosa, pero respetuosa, de comunicarse que, probablemente, procede de su experiencia común en películas de éxito (Sin Perdón, Million dollar baby) y de tener los dos un enorme prestigio en el mundo del cine, una edad parecida -ambos tienen setenta y tantos, como Mandela en sus años de gloria- en una industria dominada por relativos mocosos, y un mismo orgullo por lo que a los dos les gusta calificar de "dejarse de sandeces" a la hora de abordar las cosas. ("Personalmente, aborrezco la corrección política. Es la cosa más aburrida del planeta", me dijo Eastwood en París, a propósito de nada en particular?). Los dos se toman en serio su trabajo, pero no a sí mismos. Al final de una escena en la que Mandela se despierta por la mañana y se hace la cama, Eastwood dijo: "Bien, pero veo que hay algunos escépticos", refiriéndose a miembros de su equipo a los que la escena no les había convencido. "Siempre encuentras escépticos", replicó Morgan, fingiendo hastío. Eastwood sugirió otra forma de despertarse -un ligero gruñido, un frote de nariz, cierta mirada- y Freeman contestó: "Ya sé lo que quieres decir. No sé si puedo hacerlo, pero sé lo que quieres". "Lo harás. Para eso te pagan el dineral que te pagan", sonrió Eastwood.
Eastwood dice que nunca se le habría ocurrido pedir a nadie más que a Freeman que hiciera de Mandela. Aunque, en realidad, sucedió a la inversa. En el verano de 2007, Freeman fue a ver a Eastwood con la idea de la película entre manos.
"Morgan me llamó y dijo: 'Tengo un guión estupendo para ti", recordaba Eastwood, que cuenta sus historias como hace en sus películas, poniendo en su boca o en la de sus interlocutores frases de diálogo, entrecomilladas, en estilo directo. "Y me dijo: 'Me encantaría que lo dirigieras'. Así que le contesté: 'OK, envíamelo'. Y me senté a leerlo y pensé: '¡Dios mío, me encanta esta historia!' Dije: 'No la conocía'. Había leído alguna cosa sobre Mandela y muchos artículos sobre él y todo eso, pero no sabía sobre este episodio del que habla usted, esta gran historia en el centro de su vida, y pensé: '¡Dios mío, esto es magnífico!'. Así que le llamé y dije: 'Tienes razón. Esto es extraordinario'. Le dije: 'Me gusta y lo voy a hacer'. Y él respondió: 'Vale'. Y añadió: 'No lo tiene nadie'; de modo que respondí: 'Bueno, pues déjame que vea qué hago con él".
Eastwood se puso en contacto con Warner Bros., que, curiosamente, tenía un equipo buscando la fórmula para hacer un guión sobre la vida de Mandela. Los altos ejecutivos de la Warner respondieron a Eastwood con el mismo entusiasmo que Eastwood había respondido a Freeman. "Todos nos pusimos de acuerdo. Dijeron: 'Queremos hacerlo', y yo dije: 'De acuerdo". Eastwood llamó a Damon, que se apuntó inmediatamente, y se pusieron en marcha. Veinte meses después, el 5 de mayo del año pasado, se rodó la última escena de Invictus en los Waterfront Studios de Ciudad del Cabo. Vítores, abrazos, silbidos, aplausos, apretones de manos entre actores y técnicos. Momentos después, Morgan Freeman se me acercó con la mano tendida, sonriendo. "Bueno, supongo que es la última vez que finjo ser Nelson Mandela", dijo.
Vestido como Mandela, maquillado como Mandela, riéndose de sí mismo como Mandela -no era la primera vez que le oía decir que su forma de ganarse la vida no tiene nada de especial, no es más que "fingir"-, Freeman estaba de buen humor. Ésta, me dijo, había sido una de las grandes experiencias cinematográficas de su vida. "¿Cómo no iba a serlo", dijo, "con Clint Eastwood como director". "Sí", repliqué, "pero ¿te habrías imaginado que Eastwood iba a acabar dirigiéndote en el papel de Mandela aquella primera vez que nos vimos en Misisipí?". "Ah, sí", dijo Freeman, todavía con un deje de la voz de Mandela, en parte jefe africano, en parte caballero victoriano inglés, "hemos recorrido un largo camino desde entonces".
Un largo camino, en un tiempo sorprendentemente corto, para lo habitual en Hollywood. Nos habíamos conocido, absolutamente por casualidad, dos años y once meses antes en el Estado natal de Freeman, Misisipí. La fecha exacta fue el 20 de junio de 2006. Fue entonces cuando empezó a formarse en mi mente la idea inverosímil de que un libro que estaba escribiendo sobre Mandela podía acabar siendo una película de Hollywood. Ni Freeman ni yo -hemos hablado de ello en numerosas ocasiones- dejaremos de asombrarnos nunca ante la afortunada serie de casualidades que nos llevó a conocernos aquel día en Misisipí.
Como corresponsal de The Independent de Londres en Suráfrica entre 1989 y 1995, informé sobre la salida de prisión de Mandela y su ascensión a la presidencia, y le entrevisté o hablé con él más veces de las que puedo recordar. Mandela es, con diferencia, el personaje político más extraordinario que he conocido en mis casi tres décadas como periodista internacional. En cuanto a la final de la Copa del Mundo de rugby, nunca he presenciado un acontecimiento político -en este caso, disfrazado de partido de rugby- más jubiloso o más influyente en la vida de una nación. Aquel día, el polo opuesto de todos los fenómenos políticos atroces (Hitler, Stalin, las guerras ideológicas, grandes y pequeñas) que caracterizaron gran parte del siglo XX fue un momento de reconciliación eufórica y generosa en la que había sido, hasta hacía muy poco, la nación con mayor división racial de la tierra, y una de las más violentas.
Mandela fascina a Eastwood, que ha dedicado gran parte de su vida profesional a examinar, desde muy diferentes puntos de vista, el tema de la venganza. "Sigue pareciéndome asombroso. Todavía no me hago a la idea. No parece posible dentro de la naturaleza humana. No parece posible que uno esté encerrado en la cárcel 27, 30 años y no salga y diga: '¡A la puta mierda con todo el mundo! Voy a hacerlo. Tengo el poder. Voy a cargarme a todo el mundo, vamos a darles una paliza y anotar sus nombres". Eastwood entiende que no se trata sencillamente de una cuestión moral. Mandela utilizó la generosidad y el perdón como armas políticas para conquistar los objetivos a los que había dedicado su vida: la liberación de su pueblo, la democracia y la paz. "Fue pragmatismo. Hubiera sido muy fácil optar por el otro camino: matarlos a todos, acabar con ellos. Pero tuvo una visión global de un pueblo viviendo en una especie de armonía, y ¡es asombroso! Incluso después de haber rodado la película, ¡es una historia asombrosa!".
Cuando le conté cómo pensaba enfocar el libro, Mandela estuvo a favor de que yo contara la historia. Fui a verle a su casa de Johanesburgo en 2001 y su respuesta fue: "¡Sí, sí... Por supuesto! Entiendo a la perfección el libro que tienes pensado". Con todo su vozarrón, como si en vez de 82 años tuviera 40 menos, y con una sonrisa de 1.000 voltios que iluminó la habitación, dijo: "John, tienes mi bendición. La tienes de todo corazón".
Escribí una propuesta de libro, una sinopsis de unas diez páginas; firmé un contrato con una editorial en Nueva York; mi agente envió la propuesta a Hollywood, y, entonces, el destino intervino. En junio de 2006, El País Semanal me propuso que hiciera un reportaje sobre la pobreza en el sur profundo de Estados Unidos. Decidí que debía encontrar un pueblo concreto en el que centrarme y, entre los cientos que podía haber escogido, elegí, completamente al azar, un lugar llamado Clarksdale, en Misisipí. La mañana del 20 de junio de 2006 llegué en coche a Clarksdale desde Memphis, por la Carretera número 61, al mismo tiempo que Morgan Freeman aterrizaba, en un avión privado pilotado por él mismo, en un aeródromo cercano. Fue la más pura casualidad. Como lo fue el hecho de que el único contacto que me habían dado en el pueblo era un abogado llamado Bill Luckett, que resultó ser amigo de Freeman. Luckett nos presentó. Al principio no se me ocurrió hacer ninguna conexión entre mi libro y Freeman. Pero luego, sentado con Freeman en el espacioso salón de la casa de Luckett, me vino la idea a la cabeza.
"Señor Freeman", le dije con un descaro escandaloso (y atípico). "Le ha tocado la lotería. Tengo una película para usted". Freeman levantó una ceja. "¿Ah, sí? ¿De qué va?". Ya había descubierto que Freeman era un tipo lacónico, desconfiado, inicialmente, de los desconocidos. Sabía que tenía que ser sucinto. De modo que, con toda la concreción de la que era capaz, respondí: "Está basada en un libro que estoy escribiendo sobre un acontecimiento que expresa la esencia de la genialidad de Mandela y la esencia del milagro surafricano". "Oh", replicó, "¿se refiere al partido de rugby?".
Me quedé boquiabierto. Freeman, súbitamente locuaz, explicó que llevaba varios años queriendo interpretar el papel de Mandela. Conocía personalmente a Mandela y le admiraba más que a ninguna otra persona viva. Por otra parte, era evidente que Mandela sentía cierta admiración por él. Cuando los dos se conocieron, a mediados de los noventa, Mandela, que ya era presidente de Suráfrica, dijo públicamente que le gustaría que Freeman le encarnase en un filme. Freeman, a quien inmediatamente agradó la idea, regresó a Suráfrica varias veces y pasó tiempo en compañía de Mandela, estudiándolo de cerca. Decidió que la primera vía más obvia para hacer realidad su sueño era comprar los derechos de la autobiografía de Mandela, El largo camino hacia la libertad. Hubo varios escritores que intentaron elaborar un relato cinematográfico a partir del libro, pero no lo lograron. Resultó imposible reducir el libro de la vida de Mandela a un guión viable.
"Sí", interrumpí (a Freeman, hasta ese momento lacónico, no había quien le callara). "¿Pero cómo lo ha relacionado con el partido de rugby?". "Ah", sonrió, "no hay secretos en Hollywood? He leído su propuesta de libro".
Aturdido, fui a cenar con Freeman. Me asombró no sólo su conocimiento del país, sino su sensibilidad para comprenderlo y para comprender a Mandela, de quien me hizo una pequeña y brillante imitación. Freeman es un sureño estadounidense seco cuyo impulso siempre es buscarle el punto irónico a las cosas, pero se extendió con indisimulada emoción sobre la ejemplar lección que, en su opinión, habían dado Mandela y Suráfrica al mundo. Sabía que Mandela no había producido el cielo en la tierra, que la Suráfrica actual tenía muchos problemas graves, pero estaba convencido de que había una historia de Mandela por contar en su medio, el cine, que inspiraría a la gente.
Cinco meses después, en noviembre, firmamos un contrato para vender los derechos cinematográficos de mi libro, todavía no escrito, a la productora de Freeman, Revelations, y a los pocos días, un guionista vino desde California a verme a Barcelona. Tony Peckham nació en Suráfrica, pero había dejado su país a mediados de los ochenta para evitar el servicio militar obligatorio, que en aquellos tiempos significaba disparar contra los negros en Soweto. Pasamos aproximadamente una semana juntos, explorando todos los ángulos narrativos posibles, y luego se volvió a casa, armado de transcripciones de las entrevistas que había hecho a jugadores de rugby, a los guardaespaldas de Mandela, al propio Mandela, al arzobispo Desmond Tutu y a varios aspirantes a terroristas de la extrema derecha racista a quienes, para cuando los conocí, Mandela ya había conquistado con su integridad y su encanto.
En agosto de 2007, Freeman, con el guión de Peckham en la mano, llamó a Eastwood. "Me gusta el hecho de que la historia sea concisa: no hace falta remontarse para verle de joven, la relación con Winnie, todo eso", me dijo Eastwood, que considera que Mandela es "seguramente, el político más carismático nunca visto". Y un hombre, también, de una enorme "valentía moral".
"Coger el rugby, el deporte que los negros odiaban porque era el deporte de los blancos? ponerse una gorra de los Springboks delante de una masa de gente negra. ¡Dios mío! Es como si Obama se pusiera una gorra republicana? U ondeara la bandera de la Confederación [el bando en la guerra civil americana que defendía la esclavitud]. ¡No me dejará nunca de asombrar!".
Eastwood dice que quiso retratar a Mandela no como un simple héroe, sino como un hombre de carne y hueso, con sus virtudes y sus fallos. "El hecho de que fuera un poco mujeriego, bueno, damos una pequeña pincelada de eso, y mostramos un poco que tenía problemas con su familia, terreno en el que no tuvo mucho éxito, pero todo el tiempo nos atenemos a lo importante, que fue un gran presidente. Podía haber existido la tentación de elaborar un gran documento histórico que durase horas, muchas horas, pero ésta, ésta es una gran historia".
Una gran historia en cuyo centro colocó a Morgan Freeman. "Me gustó mucho trabajar con él en Sin perdón y Million dollar baby, así que, para ser supersticiosos, tenía que seguir con Morgan Freeman. Pero, además, si alguien ha nacido para interpretar a Nelson Mandela, es él. Tiene el mismo aura cuando entra en una habitación. Seduce de la misma forma a la gente. Y es difícil estar a la altura de Nelson Mandela. No se puede recurrir a un actor normal y corriente y decirle: 'Vas a interpretar a este personaje'. Hay muy pocos que puedan hacerlo; en realidad, en estos momentos, sólo hay uno capaz de encarnarle de mayor".
Eastwood destacó la forma económica de actuar de Freeman, su capacidad de transmitir mucho cuando aparentemente expresa muy poco. "Sabe cómo decir la verdad. La vieja frase de Jimmy Cagney: '¿Cómo actúas? Pisas fuerte y dices la verdad'. Es sencillo, pero él es así. Sabe cómo decir la verdad. Tiene una voz magnífica y una presencia magnífica".
En cuanto a Matt Damon, al verle en el rodaje en Suráfrica fue fácil comprender por qué Eastwood lo escogió de forma automática para el papel de Francois Pienaar. Era cuestión de temperamento, además de talento. Como Freeman y como Eastwood, es una gran estrella de Hollywood, pero, al mismo tiempo, un profesional sin pretensiones. Vestido con el uniforme de rugby de Francois Pienaar, y si uno no hubiera sabido quién era, habría podido pensar que no era distinto de los 14 extras que le acompañaban vestidos de verde y dorado, los colores de los Springboks. Damon parece un joven estadounidense típico, fresco, inteligente, amigable y natural, que casualmente es rico y famoso, pero que no parece sentir ninguna necesidad de llamar la atención sobre ese aspecto. Cuando le pregunté por qué había aceptado este papel secundario, cuando él siempre es el protagonista en sus películas, dijo que era porque le habían encantado la historia y el guión. "Además, sentí que había un mensaje de valor imperecedero para el mundo, y eso no es algo que se pueda decir sobre todas las películas que se hacen".
Damon tuvo que aprender el difícil acento surafricano. En opinión de varios surafricanos que han visto la película, lo clavó. Eso era importante para Eastwood, que me dijo que se había sentido aliviado al oír el veredicto surafricano sobre el actor, igual que le importaba mucho que el público surafricano diera a Invictus el sello de legitimidad. "Significa mucho para mí la reacción surafricana. Hay todo un mundo ahí fuera al que me gustaría transmitirle este mensaje, pero es importante que el país en el que ocurre la historia diga que es un reflejo fiel del espíritu de aquel periodo asombroso".
En París, el mes anterior a la primera proyección pública del filme, Eastwood habló con entusiasmo de la experiencia del rodaje, pero se mostró cauteloso y, una vez más, modesto y elegante sobre su posible recibimiento. "Un amigo mío que ha leído su libro y que no sabía nada de la película me dijo: "¿Que estás rodando esta historia? Acabo de leer el libro. ¡Es maravilloso! Cuánto me conmovió el final". Y yo dije: "Estamos intentando ser fieles a esa filosofía, confiamos en poder hacerlo, en inspirar a la gente. Y si no lo logramos, será culpa mía. Tendré que asumir la responsabilidad. Está escrito, sólo hay que traducirlo al lenguaje del cine. Y si no se traduce, habré fracasado".
La prueba llegó en el estreno de gala en Los Ángeles. Sentada junto a mí estaba Zindzi Mandela, la hija de Nelson Mandela, que tenía dos años cuando él fue a la cárcel. Al poco rato de empezar la película empezó a tirarme de la manga de la chaqueta, haciéndome notar con urgencia expresiones faciales, tonos de voz con los que Morgan Freeman había captado a su padre. Cinco minutos antes de que acabara me agarró de la mano y no me la soltó hasta que pasaron los títulos de crédito. Se encendieron las luces y tenía los ojos rojos. Como Francois Pienaar. La mujer de este último, que estaba sentada a su lado, me dijo que nunca había visto a ese enorme delantero rubio de rugby que es su marido tan emocionado como durante las dos horas y diez minutos de Invictus. Un crítico de cine surafricano confesó que había "berreado" de principio a fin.
Busqué a Eastwood, que estaba rodeado de fans en el vestíbulo del cine, y le conté cómo habían reaccionado los surafricanos. "Gracias, gracias", dijo en su discreto susurro. "Me alegro de saberlo".
Una vez más, como tantas otras, Eastwood no había fracasado.
'El factor humano', libro de John Carlin en el que se basa la película, está editado en Seix Barral.
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