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Entrevista:ANGÉLICA LIDDELL

"Es normal estar en el mundo del teatro y detestarlo"

Jesús Ruiz Mantilla

"Harta me tenéis con lo de nihilista...". Quizá tenga razón Angélica Liddell (Figueres, Girona, 1966) y sea necesario huir de las etiquetas a la hora de definirla. Su teatro no es fácil. Nace de la indignación, de una fantasía bastarda pero devota de los mitos, los cuentos y una realidad opresiva, asfixiante. Es radical y frágil. Molesta y perversa. Un talento raro, una voz incómoda.

Empezó a tientas. Sabía que necesitaba sacar de dentro discursos duros. De niña leía compulsivamente en el cuartel donde se educó junto a su familia. Su padre, militar, no impidió esa necesidad y estudió arte dramático y psicología. Hoy es toda una outsider, inadaptada a conciencia, a veces impenetrable, dubitativa y juguetona. De lo único que no tiene dudas es de su equipo: el Real Madrid.

"Crees que ningún orden es capaz de controlar la mezquindaz del hombre"
"La exaltación de la humildad en guardiola me parece soberbia"

Del resto, vive en permanente conflicto, con el ansioso empuje que le proporciona la paradoja creativa. Cita a Unamuno y Homero. Shakespeare y la Biblia son sus dos guías principales. Se indigna y se carcajea a partes iguales. Ha creado espectáculos de premio, como El año de Ricardo y Mi relación con la comida, otros como Y cómo no se pudrió... Blancanieves, Y los peces salieron a combatir contra los hombres o Perro muerto en tintorería.

Desde hace cuatro años vive trotando por el mundo con sus obras, representadas con éxito en España y por Europa. Entra y sale del espejo con una habilidad desconcertante. De algo le vale el mote. Su Liddell se lo debe a Alicia. Pero Angélica no vive en el país de las maravillas, sino en el reino oscuro de la desesperanza.

Usted escribe todas sus obras, las interpreta, las dirige. ¿Qué nombre le damos a eso?

Yo tengo una necesidad compulsiva de expresar mis sentimientos y utilizo todos los medios a mi alcance.

¿Por qué en el teatro?

No sé por qué. Nunca se saben esas cosas. No sé si fue una elección, seguramente me sentía cómoda en un escenario. Escribía obras larguísimas con 13 años, dialogadas, espantosas, melodramas pesadísimos.

¿Melodramas? ¿Espantosos? ¿De qué iban? ¿Ya estaba obsesionada con Alicia? Su Liddell viene de ahí...

Bueno, pero eso es porque me hubiera gustado que me escribieran un libro así.

A falta de rapsodas así en su vida, usted se lo guisa y usted se lo come, ¿no?

Desde muy pequeña escribía diarios. Mi relación con la palabra es muy temprana. Leía muchísimo, incluso libros para adultos, desde el Reader's Digest hasta lo que encontrara. Era compulsiva. Yo procedo de una familia no muy culta y mi manera de rebelarme contra eso era leer.

¿Lo más subversivo que podía hacerse en un cuartel en pleno final del franquismo era leer?

Quizá yo tuviera esa intuición. A los siete o a los 12 años no sabes qué es subversivo o revulsivo, seguramente había un instinto de rebelión que me empujaba hacia la lectura.

Una infancia con siete años metida en el 'Reader's Digest' es rarita. ¿Qué más leía?

El libro que más recuerdo era el de la campaña de Napoleón en Egipto.

¿Bonito?

Muy bonito. O la biografía de María Antonieta... Siempre me apasionó ese personaje al que le cortaban la cabeza. Biografías, cultura de lectura popular, lo que había en una casa...

Hija única, además, ¿qué decía papá?

Mi padre no responde al tópico de un militar. Cuando yo cumplí 10 años era suboficial y vivíamos en un cuartel de caballería. Para mí era normal. El otro día me encontré en una gasolinera con un escuadrón que llegaba en autobús y sentí hasta nostalgia.

¿Nostalgia? ¿De la infancia en el cuartel?

Sí, para mí todo ese mundo era lo cotidiano, es al salir cuando te das cuenta de otras cosas.

¿Mucha disciplina?

Normal. Tampoco en el colegio. Fui a uno de monjas, no eran demasiado severas. Era en Figueres, después seguí en Bétera.

¿Y aun así salió del Madrid? ¿No le digo a usted que resultó rara?

No, hombre.

¿Desubicada?

No tengo servidumbres respecto a cómo se debe ser. No voy a legitimar más mis colores. El otro día me regalaron una entrada por mi cumpleaños para ir al Bernabéu y fue muy bonito.

También ha rondado usted mucho el Museo del Prado, donde se resguardaba de la lluvia mientras actuaba en la calle. ¿Con qué se queda, con el Bernabéu o el Prado?

Con Cristiano Ronaldo.

Volvamos al cuartel. ¿Cómo se recuerda de niña?

Yo fui una niña solitaria. No me gustaba mucho la gente, y ahora, menos.

¿Ah sí?

Sí, conforme me hago mayor me gusta menos. El niño crece.

Tampoco cambiamos tanto sustancialmente. La infancia perdura.

No soy muy diferente de como era de niña, pero no recurro a mi infancia para legitimarme como adulta. Hay muchas cosas que se me escapan. No sé y tampoco me pienso psicoanalizar para descubrirlas.

Lo que muestra en su teatro, ¿de dónde sale? ¿De la rabia? ¿De la observación?

El método de trabajo cambia. Cuando uno es joven intenta legitimar intelectualmente todo. Los procesos, las influencias, las citas. Te agarras a eso. Pero todo ha ido cambiando hacia una confusión organizada. Ahora dependo mucho más de los sentimientos.

¿Se está ablandando?

No, los sentimientos son una cosa dura.

Y frágil.

Esa es la gran contradicción.

¿Cómo se encuentra el equilibrio entre ambas cosas? ¿Qué se cuenta desde el sentimiento?

La condición humana. Es imposible hablar de otra cosa que no sea del ser humano.

Esa condición humana en la que usted no confía...

Después de ciertas experiencias he llegado a una desconfianza total. Me he fiado de gente equivocada. También he vivido un cierto desprendimiento con el compromiso de la idea de lo humano. Era algo que se imponía. He trabajado con la indignación frente a la injusticia, pero hay un momento en el que empiezas a desconfiar de lo que te rodea. Te aíslas. La gran consecuencia de la desconfianza es perder el vínculo con la idea colectiva. Unamuno hablaba de que somos carne y hueso en contraposición a la humanidad. No creía en los grandes compromisos. En ese proceso estoy. No en hacer compatibles intereses particulares con los universales. Hay un desgarro. Desconfías del hombre y crees que no puede existir nada, ningún orden capaz de controlar su mezquindad. Cuando te ocurre eso, como dice Houellebecq, vas de domicilio privado en domicilio privado.

Así que sigue instalada en el nihilismo. ¿Carne de la nada?

Es posible.

Entonces, ¿para qué actuar? ¿Para qué decir?

Esa es la gran paradoja.

Los artistas que como usted insisten en la mezquindad del ser humano ¿por qué nos deben producir más confianza que otros? ¿Cómo fiarnos de ustedes?

No se fíe usted de mí, en absoluto.

Me debo fiar. Si hemos quedado para una entrevista, me tengo que fiar. Pero ¿por qué? ¿Para qué dirigirse a todos esos miembros de la condición humana que van a verla y según usted son miserables? ¿Qué quiere demostrar?

Nada, no quiero dar lecciones. Lo haces porque necesitas exponerte. Es la misma contradicción que te lleva a otra inmersa en el arte: por más horrendo que sea lo que muestras, puede resultar muy hermoso. La creación existe a base de conflictos.

Si no es un asco. Se basa en el conflicto: para construir y para destruir. ¿Usted construye o destruye?

Eso es muy curioso. Construyo... Claro. Construyo. Si no, no hay estética. Es básico.

¿Pero sobre el nihilismo?

No me lo explico. No lo sé. Me tenéis harta con el nihilismo. Pienso por lo que me indigna. El odio me hace reflexionar.

¿Qué odia?

El mundo en general.

¡Vaya!

¿Para qué entrar en detalles?

Algo amará. Con algo disfrutará de la vida.

Gracias a que odio el mundo puedo disfrutar de lo bello. Gracias a eso. Y gracias a que ya puedo decidir qué me hace gozar o reconciliarme con la vida, ya que no con el mundo, con la vida. Eso me hace consciente de ese aislamiento que hablábamos. Cada vez me relaciono más con el mundo a través de lo que considero bello.

¿Qué es bello?

Lo inexplicable, lo inefable, lo que te consuela... Tantas cosas. Pero son intransferibles.

¿Un gol de Cristiano? ¿Un exabrupto, una chulería de Mourinho?

A mí me cae muy bien, es lo que nos hacía falta. Soy una gran defensora de Mourinho. Yo en mi casa veo partidos y películas.

¡Qué gran actor Mourinho!

Claro, claro. Tiene que trabajar conmigo ya. Es excesivo. Me gusta la gente excesiva. Es fantástico. Suspendí ensayos en Aviñón para ver partidos del Mundial. El día de la final subí a saludar con mi camiseta roja. De pequeña hacía diarios con Naranjito y todo, con críticas a los porteros, al arbitraje.

¿En qué se parecen el fútbol y el teatro?

No me he parado a pensarlo. No lo sé y ahora me da pereza... debería ponerme a escribir sobre eso, me sale mejor.

Quizá Mourinho y el teatro le sugieran más.

Es fantástico. No como Guardiola. No le soporto.

¿Por qué, mujer?

Los que van de maestros no los aguanto, los que van de eso, paternalistas, humildes, sencillos, no puedo con ellos. Esa exaltación de los valores no me convence. Esa exaltación de la humildad me parece soberbia. Yo no me fío. Prefiero a Mou.

Se lo regalo. Veo que usted es acérrima. Ultra.

Bueno...

¿Qué aprendió en sus años callejeros?

A colocar bien la voz.

¿Y a hipnotizar al público?

La calle no ha influido nada en mis espectáculos. No tengo nostalgia de eso, ni de las salas alternativas. Al tiempo que trabajaba en el parque de atracciones hacía un espectáculo sobre la familia como lugar monstruoso con abusos a menores.

La familia y Angélica Liddell son dos conceptos que no concuerdan, ¿o sí?

No creo en ningún tipo de familia, ni de comunidad, ni colectivo. Creo en los equipos.

¿Pero no es más o menos lo mismo?

No tiene nada que ver. La compenetración no es el amor obligatorio. El equipo no funciona así. Se generan relaciones humanas llenas de mezquindad, odio o bondad. Pero no es una familia, son otros vínculos; cuanto menos crees, mejor. Cuando los he creado, me he llevado una hostia, no quiero más vínculos, por eso confío en los equipos. Profesionales. No familias. Esto no es una opción, ni pensar así, ni ser así. No tengo opciones y trabajo con eso, con mis odios, enfangándome, como con barro. No tengo opción de cambiar mi naturaleza, así que cuando me hablan de nihilismo y esas cosas, me echo a reír. Porque no hay opción de nada. Tomas decisiones en la vida, y la mía es no crear vínculos.

Pero si yo me alegro de que sea nihilista. Y claro que es una opción, como lo del equipo. No me enrede.

Sí, sí, sí, claro.

Como lo de detestar a la familia, no querer vínculos. Que sepa que es una opción.

Ahora habrá que definir lo que significa esa palabra.

Vale.

Hay una incapacidad de todo el mundo en ponerse en el lugar del otro. Y esa incapacidad es la que nos impide sentir piedad. La mayor lacra que nos roe es eso, no tener piedad. Supongo que es natural y que cada uno lo ejerce a su manera, con desprecio, no sé.

¿Todo el mundo es incapaz de ponerse en el lugar del otro o solo los que usted ha conocido? ¿Con qué derecho habla usted de todo el mundo?

Claro, con qué derecho. Si generalizáramos, apañados íbamos...

Me resisto. Confío en las excepciones.

Me las reservo para mí.

¿En qué anda ahora?

Pues ahora me siento muy libre trabajando desde la confusión, me ha dejado de preocupar lo que debe ser el teatro o no.

¿A qué conclusión ha llegado sobre el teatro?

A ninguna, es que no me interesa el teatro como debate. Me aburre y no me conduce a ninguna parte. No quiero entrar en él, a mí, con ir de mi casa a la sala de ensayos, me sirve. Y en ese triángulo me desenvuelvo y me siento bien.

Por ejemplo, en esa discusión. ¿Para qué mostrar la violencia como la muestra usted?

En el escenario nunca hay violencia, la violencia está en la cabeza del espectador. En la vida no tengo opción; en el escenario, sí. Elijo cierta estética.

Pero usted ha llegado a cortarse la piel en escena.

Eso pertenece a una tradición clásica. Por otra parte, aquello fue un acto de amor.

¿Sadomasoquista?

No, en absoluto.

¿Un acto de amor a qué?

Inconfesable. Hay cosas que solo cuento en mis piezas y no las vuelvo a comentar. Cosas de las que solo hablo cuando estoy en un escenario, cuando acabo no vuelvo a ellas.

¿Y de 'El año de Ricardo' puede hablar?

Es otra cosa. A mí, Ricardo III me ha fascinado siempre. El texto lo escribí en el periodo de Las invasiones ilegítimas. Aquel año se hicieron muchos Ricardos III, creo que todos queríamos hablar del mal. Cómo nos afectaba aquel presidente que teníamos... Llevamos cinco años con él. Era mi manera de hablar de situaciones concretas, de las invasiones de pateras en el Estrecho, la España monstrua, insoportable, asfixiante, en la que era necesario gritar. Era una época en la que resultaba crucial mostrar indignación colectiva. Lo nuevo será mucho más individual, extremamente individual. Por eso necesito desvincularme de todo para abordar sin censuras ni buenismos, sin tópicos, de qué estamos hechos, de qué pobre material estamos hechos.

¿Y si en lugar de buscar esa cosa miserable de la condición humana encuentra algún ejemplo de grandeza?

No lo excluyo. Pero hay mucha gente haciendo cosas. ¿Por qué tengo que ser yo? Ahora ya lo he hecho. En Los peces salieron a combatir contra los hombres, más grandeza y más fe en el ser humano no cabe. Lo hice con profundo amor.

Había piedad, ¿le quedaba ese sentimiento entonces?

Yo he pasado por un proceso, no es cuestión de que me quede o no. Necesito desvincularme.

¿Le gusta la soledad en el escenario?

Me siento más a gusto, pero he encontrado a gente magnífica para acompañarme. Nunca me lo hubiera imaginado. Gente con la que me he compenetrado. Yo detestaba a los actores.

¿Por qué? ¿Prejuicios?

No lo sé. Es compulsivo. Arrancaba los carteles de los otros en la Escuela de Arte Dramático.

¿Y para qué se mete en el mundo del teatro si no lo soporta?

Pues porque yo vivo de contradicciones.

¿Quién no?

Entonces no es tan extraño. Es normal. Estar en el mundo del teatro y detestarlo.

Una vez dentro, puede serlo, pero desde fuera, querer, odiarlo y meterse es 'friki'.

Cuando tienes 18 años y te pones a estudiar... va sucediendo. Luego te relacionas en ese miedo y entre las alegrías y los dolores van venciendo estos últimos. Es muy común. Seguramente si fuera periodista detestaría ese mundo. Mejor. Hay veces en que las situaciones indeseables se vuelven muy creativas.

Y al público ¿lo detesta?

Tengo una relación conflictiva también con ellos.

¿Cómo es el público que acude a verla?

No lo sé. Me gustaría que me amaran todos, que nadie se fuera, sentirme amada. Eso es lo que espero: que me amen.

¿Y va al teatro?

No.

¿Cuánto hace?

Es una cuestión de fobia. Intento no acudir a sitios que me provocan ansiedad.

¿Entonces no va por si lo que ve es mejor que lo suyo?

Ja, ja, ja. No. Porque temo encontrarme a gente que no quiero ver.

Haciendo amigos... ¿No la quieren en la profesión?

No lo sé, no tengo ni idea.

Si no va al teatro, ¿dónde aprende?

Pues anda que no hay sitios donde aprender.

¿Por qué tendría entonces que ir yo a verla al teatro?

No le digo a la gente que venga. Llegan y me resulta un misterio.

¿Qué buscan? ¿Qué les da? ¿Qué comparten?

Que todos somos casi iguales, que a todos nos pertenece la tristeza, la alegría, el dolor.

¿De quién se siente más hija: de Shakespeare o de Fellini?

De la Biblia.

¡Adiós! Ya salieron las monjas.

La Biblia es un libro bellísimo. Su estructura, su fraseo, su tempo. Entre la Biblia y Homero, ahí estoy. Vámonos que yo ya estoy afónica, si tuviera función mañana...

JORDI SOCÍAS
En la foto, con sus padres.
En la foto, con sus padres.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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