El mundo por frontera
No entiende de barreras, menos de fronteras. Ni físicas ni psicológicas. El día que Albert Casals supo que rodaría por el mundo en silla de ruedas debió ser triste. Un tratamiento erróneo de leucemia le ocasionó su lesión de médula. Tenía 8 años. Pero no fue suficiente razón para que a los 14 se marchara a Bélgica. Primero le acompañó su padre. La segunda vez, cuando comprobó que podía andar por ahí, que se valía sin ayudas, siguió viaje solo. Hoy, con 19, conoce más de 30 países.
Algunas expresiones sencillamente no caben en su diccionario. Mucho menos en su cabeza. Es pequeño, delgado y escurridizo. Más que de carne y hueso, su genética está hecha de goma, de material difícil de romper. "Soy flexible", se define. Lleva el pelo azul, a juego con los ojos saltones, de dibujo animado. Es un filósofo, admirador de Erich Fromm, y ha escrito ya un libro, El mundo sobre ruedas (Martínez Roca).
>Ha sobrevivido a un huracán en Tailandia, casi se ahoga en Panamá y casi se congela en Escocia
"Mis padres me reprochan que no cuento nada de mis viajes, pero eso es para guardárselo dentro"
Tiene madera de titiritero y de flautista de Hamelín. Sobre todo, cuando se cuelga a los niños de la silla y se tiran por cualquier cuesta o se pone a jugar al escondite con ellos o a otras cosas: "Por ejemplo: me encanta trepar". Uno no sabe bien si está más loco que unas maracas o es dueño de una lógica propia, grandiosa y posible; si está sujeto a la ley de los hombres o ve la vida como los héroes virtuales que saltan de los videojuegos que practica, capaces de cualquier cosa ante la pericia de un click. Probablemente él mismo haya querido destrozar esas líneas entre la realidad y la virtualidad de quien tacha de inútiles a los discapacitados. "Eso lo eres no en base a lo que tienes, sino en base a lo que no puedes hacer. ¿Quieres que subamos a la obra de arriba y te enseño cómo me deslizo por el andamio?".
Ante todo, es feliz: "Sí, sí, sí. Para eso estamos aquí", asegura. Sobre todo, ha aprendido a ser libre. Libérrimo. "Yo es que hago todos los días lo que me da la gana". Y, a pesar de todo, ha forjado una voluntad indestructible: "Hasta ahora, no existe ninguna cosa que no haya querido hacer que no haya hecho ya". Fuerte esto último para alguien que en teoría vive con teóricas serias limitaciones.
Ha roto unas cuantas sillas de ruedas. "En cada viaje, siempre me las termino cargando". Pero no es exigente con los modelos. "De carbono no me las cojo. Puestos a destrozar, destrozo una de hierro". Se ha caído por algún barranco, incluso al agua. Ha sobrevivido a un huracán en Tailandia, casi se ahoga en Panamá, a punto estuvo de congelarse en Escocia después de pasar la noche junto a un castillo a la intemperie, bajo la lluvia. "Mientras no te mueras, lo recuerdas y hasta lo encuentras divertido".
En la mochila lleva casi siempre lo mismo. Va ligero de equipaje, como un Antonio Machado correcaminos, incontrolable, impredecible y audaz. "Meto ropa, un saco de dormir, cartas, un instrumento de viento, jabón, un kit de reparación de la silla y tres libros que cambio por el camino". Cada cosa le es prescindible, intercambiable. Lo mismo el instrumental necesario para el viaje que sus herramientas para soñar. "Todo lo que llevo, lo regalo o lo pierdo", comenta encogiéndose de hombros y chupando un caramelo.
No sale con mucho dinero, duerme en cualquier sitio y come de todo: "Desde bichos hasta fruta, tripas de cabra y cosas raras. El 80% de las veces tomas lo que te dan. Si quiero macarrones, entro a un bar para que me los hiervan". ¿Y si te echan? "Pues voy a otro, hasta que encuentre uno que lo haga. Siempre hay alguien que dice sí". Lo sabe tan bien que nunca le afectan las negativas. "Eso es muy importante. A veces me encuentro gente que se queda chafada cuando le dicen que no, y eso es un problema".
No es que tenga una novia en cada puerto, pero liga. Enamorarse es otra cosa. "Nunca me he planteado por ahora eso, depende de que encuentre a alguien. Las relaciones duran poco. Pase lo que pase, yo sigo viajando". Le saca partido a todo, utiliza sus triquiñuelas. "La silla es una ventaja. Es como ser chica y hacer autoestop: la gente para más fácil. La base está en huir de los inconvenientes y aprovechar las ventajas".
En su caso no es que sea sólo una ventaja. Es que la ha acoplado a su cuerpo como un miembro más. "No es un problema, es como llevar gafas, ya ves, una tontería". Sacándole el partido que le saca a vivir sobre ruedas, ni siquiera se plantea o sueña con la posibilidad de andar. "Estaría bien, por probar, pero como todo. Tiene sus ventajas y sus desventajas. Como si me dice volar. También tiene sus ventajas y sus desventajas". Aun así, le gustaría probar más de eso. Ya ha probado ala delta, pero no le hace ascos a tirarse en puenting. "Cualquier deporte que no tenga reglas. El orden, las normas en el deporte no me acaban de convencer".
No va presumiendo de viajero, ni le mola hacerse el chulillo o ir de Dr. Livingston por la vida. "Mis padres me lo reprochan, que apenas cuento cosas de los sitios en los que he estado, pero es que viajar es para guardárselo uno dentro", asegura. Sus amigos tampoco se sorprenden. Y cuando falta a clase no lleva justificantes. "Hay compañeros que no saben si voy o vengo".
Pero cuando está en su casa es muy hogareño y muy colega de sus colegas. "Mis amigos están locos, somos un poco frikies, unos otakus, ya sabes, que nos gusta el manga y todo eso. Muchas veces nos planteamos si es posible hacer en la vida real lo que hacen nuestras ánimas en el ordenador. Nos lo preguntamos. Tampoco es nada perjudicial, no se vayan a pensar que somos como el asesino de la catana. A ese niño no le pasó porque jugara en el ordenador. Lo hizo porque estaba loco, pero no porque jugara al ordenador".
No le tiene miedo a nada. Ni a vivir al límite. Ni a morir. "Tiene que ser un fastidio, pero si tiene que llegar, llega. Lo mismo estás en la calle tan tranquilo y te atropella un coche. Por eso cada uno tiene que hacer en la vida lo que le guste. Si quieres viajar, viaja. Si quieres ser jugador profesional de póquer, juega".
Le cuesta entender por qué la gente no es feliz. "Creo que es porque nos han metido en la cabeza algo que realmente nos hace no desearlo. La infelicidad es lo que más me sorprende de la gente. Vale, si no puedes comer, es difícil ser feliz, pero con las necesidades básicas cubiertas...".
Erich Fromm le ayudó a comprender un poco el problema. "Cuando leí El miedo a la libertad, aprendí mucho sobre esto. Me enseñó que nos esclavizamos a nosotros mismos con cosas que no nos ayudan a crecer ni a desarrollarnos. Las cosas no tienen valor. Sólo en virtud de si te hacen feliz o no", asegura a carcajada limpia.
Ese miedo a la libertad él no lo tiene. Es más, estruja hasta sacarle todo el jugo a esa faceta de la condición humana. "Nunca me he enfadado con nadie por cosas que hayan querido hacer. Pero sí hay gente que se ha enfadado conmigo por hacer lo que quiero".
Sus padres, muy poco. Siempre le han abierto la puerta de casa. Nunca le han sobreprotegido. Para Albert son importantes otros detalles. "La confianza, por ejemplo. Es más importante saber que confían en mí que el hecho de que yo pueda confiar en otros. No me gusta que la gente crea que no puedo hacer cosas que realmente soy capaz".
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