Un laboratorio de convivencia
Melilla tiene 513 años pero nació hace 25. El 23 de noviembre de 1985, miles de musulmanes se echaron a la calles exigiendo derechos civiles. Por primera vez en la historia. Querían ser españoles. Ese día, Melilla dejó de ser un cuartel con calles. En ese espacio se comenzó a construir un proyecto de convivencia. Donde, en teoría, nunca más habría ciudadanos de segunda; donde musulmanes y cristianos serían iguales ante la ley y estarían obligados a coexistir en paz. Entre todos tendrían que crear una sociedad multicultural. La alternativa era el caos. Hoy los melillenses lo tienen claro. Pero en noviembre de 1985, esta ciudad española clavada en África estuvo a punto de explotar. El Gobierno se veía desbordado. Lapolicía heredada del franquismo, alerta. Las unidades de ejército, preparadas. En los barrios musulmanes, en la Cañada de la Muerte, los jóvenes exigían pasar a la acción. En los cafés de la antigua avenida del Generalísimo, algunos cristianos planeaban su particular limpieza étnica enarbolando la bandera nacional. Los pesimistas auguraban un baño de sangre. El asimétrico reparto de papeles entre moros y cristianos heredado del colonialismo no daba más de sí. Había que derribarlo. Dar la nacionalidad a los musulmanes. Y empezar de cero. Se logró. Sin muertos. Hoy Melilla es otra. Un embrión de convivencia entre dos comunidades muy diferentes. Sin posibilidad de marcha atrás.
La valla de 12 kilómetros que rodea la ciudad es una obra de arte de ingeniería represora
Son rifeños y españoles, aunque recen en dirección a la Meca y hablen en casa el tamazight
La calle es rifeña. Se habla de una población flotante de 30.000 marroquíes que entran cada día
Melilla es la ciudad española con mayor densidad de habitantes: 6.000 por kilómetro cuadrado
Los melillenses han aprendido en estos 25 años que sin Marruecos no van a ningún lado
En torno a 20.000 personas de sangre rifeña no tenían papeles ni derechos
El desencadenante fue un artículo publicado en 'EL PAÍS' por Aomar Mohamedi Dudú
El respeto y la aceptación del otro es la condición imprescindible para la supervivencia de esta ciudad donde la mitad de sus 75.000 habitantes son de origen hispano, y la otra mitad, rifeño. A los que se suma una mínima población hebrea. Y en donde por un simple cálculo demográfico (las mujeres musulmanas tienen de media un hijo más que las cristianas), en poco tiempo, los antiguos siervos serán mayoría. Y gobernarán. Ya sea desde el partido musulmán (Coalición por Melilla) o desde el Partido Popular, cuyo jefe de filas, el actual presidente de la ciudad autónoma, Juan José Imbroda, afirma que un tercio de sus votos ya procede del caladero musulmán y cuyo número dos, Abdelmalik el Barkani, es un médico de origen rifeño. Un 60% de los melillenses en edad escolar ya son musulmanes. Y un tercio de los soldados de la guarnición. Y en torno al 10% de los miembros de los cuerpos de seguridad del Estado. La ciudad tiene a la vista un horizonte social inédito. Que unos (los cristianos) temen y otros (los musulmanes) no parecen preparados para gestionar. Que todos prevén, pero al que nadie parece capaz de enfrentarse. Esta es la tierra del eufemismo. Al contrabando se le llama comercio atípico, y a Marruecos, el país vecino. En Melilla tienen que aprender a llamar por fin a las cosas por su nombre.
Los melillenses tienen una ventaja para afrontar el futuro: ya son todos españoles. Iguales ante la ley. Lleven corbata, minifalda, velo o tarbús (el clásico gorro rifeño). Celebraron juntos el triunfo de España en el Mundial de fútbol. Aclamaron a los Reyes cuando les visitaron en 2007 (32 años después de acceder al trono) . Y coinciden cada 5 de diciembre en la cabalgata de reyes. Todos tienen derechos constitucionales. Algo que hace 25 años parecía una entelequia. Aunque los recalcitrantes sigan viendo al moro de Melilla como un quintacolumnista dispuesto a abrir las puertas de la fortaleza al avieso marroquí. Se equivocan. Son rifeños y españoles. Aunque recen en dirección a la Meca y hablen en casa tamazight. Como le gusta repetir a Yonaida Selam, infatigable activista musulmana por los derechos humanos, quizá robando la cita a Manuel Céspedes, aquel duro comisario de policía rojo, bajito y atildado que puso las bases de la paz en la ciudad a mediados de los ochenta como delegado del Gobierno con plenos poderes de Felipe González: "En el futuro serán los musulmanes españoles los que defenderán la españolidad de Melilla". Céspedes explica ese razonamiento: "Los musulmanes en Melilla van a ser mayoría y no va a pasar nada; en Gibraltar, el 90% de los habitantes son llanitos. Han nacido en la Roca. No tienen apellido inglés. Y ¿cuántos quieren ser españoles? Ni uno. En Melilla pasa lo mismo. Los musulmanes son españoles. Y mientras el nivel económico y de derechos y libertades de España supere al de Marruecos, ningún musulmán melillense querrá ser marroquí".
Desde el ajado parador de turismo que domina la ciudad se contempla al amanecer una Melilla fantasmal. Es una población silenciosa; inerte a ratos. Rara vez pasa algo. "El otro día robaron un banco a mano armada y los cogimos a los 15 minutos", sentencia el comandante de la Guardia Civil. "Hay fundamentalismo islámico, pero no es peligroso", afirma la policía. Esta mañana, la playa está desierta y el puerto muestra su habitual apatía. Desaparecieron hace años del muelle los pescadores. Y en las afueras uno se topa con soldados de maniobras. Con las primeras luces del día, en el paso fronterizo del Barrio Chino miles de marroquíes aguardan en una explanada sucia como un basurero que los aduaneros abran la frontera para cruzar sus fardos de mísero contrabando adquirido en Melilla. La mayoría son mujeres de mediana edad. Si el día se da bien, conseguirán 10 euros. Una cae por un terraplén vencida por un enorme bulto. Se rompe el brazo. Nadie mueve un dedo. Se avecina una estampida. Una docena de guardias intentan poner orden. Se ven superados. Es un momento de tensión. Tiran de porra. "Solo entienden el palo".
Hay barrios color arena trazados con tiralíneas con el aroma a ensanche de cualquier ciudad peninsular. Y otros retrepados en las colinas con el endiablado urbanismo de una kasba rifeña creciendo en vertical y horizontal sin orden ni concierto. Se divisa un laberinto de calles en las que no queda un metro sin edificar. Melilla es la ciudad española con mayor densidad de habitantes. 6.000 por kilómetro cuadrado. No queda un metro libre. Se vive codo con codo con el vecino. Que en muchos barrios es de otra religión. Siempre ha sido así. En los barrios más humildes, los niños cristianos y musulmanes corretearon juntos tras el balón durante décadas. Sin embargo, algo invisible los separaba. También entre los pobres había clases. Lo explica el comisario Céspedes: "Los pobres cristianos eran nuestros pobres, pero los musulmanes eran más pobres que nuestros pobres y se les trataba como lo último. No les llegaba ni la beneficencia". Juntos, pero no revueltos. Es la metáfora de esta ciudad. Donde los matrimonios mixtos se dan con cuentagotas.
Melilla es un pueblo. Todos se conocen; todo se sabe. El forastero enseguida es descubierto. En cuanto vaga tres veces por la plaza de España. Todos saben con quién ha estado. Es aún peor en los barrios de mayoría rifeña. Moverse sin compañía por la Cañada de la Muerte es delicado. La desconfianza es el deporte local en Melilla. Herencia de sus tiempos de aislamiento. Cuando no había avión y se suspendía el tráfico marítimo por los temporales dejando a la ciudad solo comunicada con el exterior por el inestable cordón umbilical de la frontera. De allí llegan a diario la fruta, la verdura y el pescado fresco a mitad de precio de los que desembarcan de la Península. Y allí se venden cada año mercancías atípicas por 500 millones de euros. Son los que engrasan la economía de la ciudad.
Siempre alguien sigue tus pasos en Melilla. Si te detienes ante la valla que la separa de Marruecos, corres el riesgo de que dos hercúleos policías ataviados de poligoneros te pidan la documentación, abronquen y exijan que circules. "Aquí no se puede estar". Si estás observando cómo las porteadoras marroquíes se matan arrastrando sus bultos a través de la frontera del Barrio Chino, te puedes encontrar con la sorpresa de que dos policías marroquíes de paisano te exijan que te identifiques: "Están dando una mala imagen de nuestro país". Si fotografías a un grupo de legionarios empapados de sudor corriendo por los pinares de Rostrogordo, un mando se puede acercar desafiante e interrogarte sobre el propósito de esas fotos. Si preguntas demasiado en el entorno de la mezquita durante el rezo del viernes, puedes buscarte un problema. Regla número uno en Melilla: la gente es muy susceptible. Y no se muerde la lengua. "Usted no tiene ni puta idea de lo que es el islam", me espeta un militante musulmán. Sopla el levante.
La calle es rifeña. Pañuelos y chilabas. Se habla de una población flotante de 30.000 marroquíes que entran a diario a buscarse la vida: desde el servicio doméstico hasta el comercio, la construcción o el trapicheo. La ciudad a veces recuerda a la Andalucía más costumbrista y otras te sumerge en las callejas del Magreb con sus chavales en paro fumando porros en las esquinas soleadas. Se alterna el cuscús y el té con hierbabuena con las cañas y el pescadito. Ramadán y los pasos de Semana Santa. La plaza de toros y 17 mezquitas. Por fin se ha logrado que sea declarada fiesta local la Pascua del Borrego, el Aid el Kebir, la fecha más señalada para los musulmanes. Al mismo tiempo, uno puede toparse con escenas de aroma colonial como la del comandante general de la plaza paseando despreocupadamente a superro por el céntrico parque Hernández ataviado con una elegante chaqueta cruzada azul marino y acompañado por un ayudante de uniforme tocado con un mostacho decimonónico.
Muchos dicen que esta ciudad es un polvorín. Tampoco se le puede quitar el mérito de ser un laboratorio de convivencia. Un punto de encuentro entre dos comunidades dispares. Irreconciliables en muchos rincones del planeta. El éxito de la integración en Melilla podría marcar el camino a una Europa enfrentada al reto de la multiculturalidad. Y un presidente estadounidense, Barack Obama, guiñando el ojo al islam en Ankara, Indonesia y El Cairo. En Melilla se coexiste más que se convive. Pero en paz. No es Beirut. Ni la periferia de París. Ni tienen la extrema derecha de Holanda. Y tal como están las cosas, ya es bastante.
Este complejo paisaje humano está encerrado en un territorio que revienta por sus costuras; carente de fábricas, turismo, pesca y agricultura. Sin agua ni materias primas. A más de 200 kilómetros de la Península. Esta ciudad fue hasta 1995 una comarca de Málaga. Fuertemente subvencionada. Con el mayor porcentaje de funcionarios: uno de cada siete habitantes. Los empleos públicos suponen la mitad de la oferta laboral. Raramente acceden a ellos los musulmanes. Es la primera discriminación de la que se quejan. Un 80% del paro juvenil afecta a la población musulmana. La cifra de fracaso escolar de esta comunidad es similar. A partir de ahí, los jóvenes rifeños son carne de cañón para el narcotráfico y el extremismo islámico. El ejército es su salida. 1.300 euros al mes y vacaciones. Y desde ahí a la policía o la Guardia Civil.
Por si fuera poco, sobre los moradores de Melilla pende constantemente la reivindicación de Marruecos sobre su territorio. Cualquier rumor, crisis en el Ejecutivo de Madrid o cambio en la política de Marruecos, les pone los pelos de punta. Todo les afecta. Desde el contencioso del Sáhara hasta la inmigración ilegal. Del contrabando de droga al desarme arancelario de Marruecos con la Unión Europea. De la situación en Argelia al contencioso de Gibraltar. De ahí su arraigado victimismo. Los melillenses se sienten maltratados. Unos, por la supuesta cobardía del Gobierno de Rodríguez Zapatero ante las pretensiones territoriales de Marruecos. Otros, los musulmanes, por ser aún ciudadanos de segunda a causa de su religión. El sentimiento de agravio de todos sus habitantes es perenne.
Y no es fácil de resolver. Melilla es una ciudad-frontera que separa dos mundos. A España, de Marruecos; al país que ocupa el número12 del mundo en riqueza, con el 117. Y también a Europa de África. A la miseria, del paraíso. Las esperanzas de miles de subsaharianos se estrellan en la valla de 12 kilómetros que rodea la ciudad: una obra de arte de ingeniería represora que deja en mantillas al muro de Berlín. La valla de Melilla es un costurón, una cicatriz metálica que convierte este territorio en una jaula. La encuentras aunque no la busques. El oficial de la Guardia Civil a cargo de su custodia nos la muestra con fría profesionalidad: "Son tres vallas; la que da a Marruecos tiene seis metros de altura; su parte superior es abatible y se vence cuando te agarras; si logras atravesarla, te encuentras con la sirga tridimensional, un laberinto de cables que se levantan y hunden con tu peso hasta que te quedas atrapado como en una telaraña; luego hay otra valla intermedia de tres metros abatible. Y una última de cuatro metros y medio. Está toda sensorizada y cuando la tocas, saltan las alarmas y los sistemas de seguridad".
-Tiene que ser imposible cruzarla...
-No crea. Si no vigiláramos, la pasarían con la facilidad con que se suben a un cocotero en su país. Ya no es noticia, pero muchos subsaharianos intentan pasarla a diario. Si en Marruecos el Ejército hace bien su trabajo, estamos en mínimos. Pero si no, cruzan. No se puede parar al hambre.
En esta Melilla nacida en 1985 hay mucho por hacer. Primero, olvidar el pasado. A continuación, manejar ese difícil presente, yluego, definir un proyecto colectivo de futuro. Que en estos momentos pasa por la interacción con Marruecos. "Tenemos que crear un territorio de prosperidad compartida", define el vicepresidente de la CEOE, Hamed Maanan Benaisa. Los empresarios melillenses saben que ya no pueden vivir de espaldas al territorio junto al que el azar los ha colocado. Y más aún cuando esa provincia marroquí (y su capital, Nador) se está despertando tras décadas de abandono. Y recibe importantes inversiones estatales en equipamiento turístico e infraestructuras. Tiene nuevo puerto y un aeropuerto y espera el primer tren de alta velocidad de Marruecos. Mientras, Melilla afronta la decadencia de una vieja dama colonial. En Melilla han aprendido en estos 25 años que sin Marruecos no van a ningún lado. Lo confirma Hamed Maanan Benaisa: "Esta ciudad tiene que ofrecer al país vecino servicios de calidad; sanitarios, financieros, de franquicias, hostelería, desarrollo turístico. Que seamos una ciudad europea en África sigue siendo atractivo. Queremos que vengan aquí a hacer negocios. Y todo el desarrollo que consiga Marruecos nos viene bien. No podemos vivir separados ni un minuto más".
Melilla nunca fue una ciudad. Al menos no una ciudad convencional. Durante cuatro siglos fue un presidio. Un trozo de España situado estratégicamente en África. Rodeado de fosos y almenas. Sitiado por los piratas. Y receloso de esos vecinos moros que vivían fuera de las murallas. En su imaginario, infieles, inferiores y traicioneros. Durante siglos no se les permitió acceder a Melilla. El primer marroquí empadronado data de 1887. Nadie recuerda su nombre.
Melilla viviría su particular belle époque, su paso de fortaleza a burgo, en el primer tercio del siglo XX, entre bellos edificios modernistas proyectados por discípulos de Gaudí, parques con palmeras y millones de pesetas procedentes de las cercanas minas del Rif. El colonialismo había convertido de un plumazo a Melilla en una capital minera. La fiebre del oro fue aquí la quimera del hierro hasta que se agotó. Los hebreos crearon un floreciente comercio. Se iniciaron obras públicas. Se atrajo a braceros, funcionarios y aventureros. Muchos andaluces. Que prestarían a Melilla su acento y el gusto por las tapas. Algunos se quedaron. Fueron el germen de los actuales melillenses cristianos. En 1908 había censadas 16.751 personas. Más de 9.000 eran de origen hispano (a los que había que añadir cerca de 5.000 soldados), 2.000 eran hebreos y solo 238 rifeños. Eran los olvidados. Nadie contaba con ellos. Aunque supusieran una mano de obra dócil y barata. Desde criadas hasta jardineros y limpiabotas. "Era la vieja idea del colonizador que quiere que el colonizado esté dentro pero fuera pero dentro; que no le quiere ver pero depende de él", explica Jesús Morata, catedrático de Historia y ex delegado de Cultura.
Melilla nació militar. Su industria eran los cuarteles. Los civiles nunca pintaron nada. Era territorio estratégico. Cuestión de Estado. Lo siguió siendo en los primeros años de la democracia. Cuando ya estaba sancionada la Constitución, Melilla seguía rodeada y trufada de acuartelamientos. Los militares controlaban la mitad del territorio. Para comprarse un piso, el expediente tenía que aprobarse en Madrid en Consejo de Ministros. Para un musulmán era imposible conseguirlo. Hasta 1983, el comandante general de Melilla tenía poder absoluto sobre la plaza; mandaba las tropas y la administración civil; un general de división a cargo de la sanidad, la educación, las obras públicas, la política migratoria y el orden público. Al caer la tarde se reunía con sus coroneles en el Casino Militar, el epicentro del ocio castrense, para hablar de la defensa de Melilla con un escocés en la mano. La mitología melillense les apodaba los siete magníficos. A los militares les costó entregar el control de Melilla. Hubo que arrebatárselo. Para lograrlo, el Gobierno de UCD nombró en 1982 a un subdelegado del Gobierno civil y, al mismo tiempo, no le dio al siguiente comandante general las atribuciones de delegado del Gobierno. "Había ruido de sables y se quería quitar el poder a los militares sin hacer ruido", recuerda el comisario Céspedes, que ocuparía el puesto de delegado del Gobierno entre 1986 y 1996. "Hoy Melilla se puede entender sin el poder militar; ya no tienen el mismo estatus. Tienen que ver con una tradición histórica, pero no pintan nada en política". En 1980 había 12.000 soldados en Melilla. 8.000 en 1985. Y algo más de 4.000 en estos momentos, aunque sea tropa profesional, con otra preparación que aquellos reclutas de reemplazo que hasta 1997 inundaban la ciudad comprando hachís, bebiendo calimocho y adquiriendo recuerdos rifeños.
Todavía en 1985, diez años después de la muerte de Franco , los musulmanes nacidos en Melilla, un tercio de su población, carecían de derechos. En torno a 20.000 personas de sangre rifeña, apellido marroquí y religión musulmana, que habitaban la ciudad desde hacía generaciones pero no tenían papeles. Eran los más pobres, analfabetos y ausentes de los puestos de decisión de la ciudad. Practicaban un islam rural, tradicional y aceptado por el poder. Solo unos pocos, un millar, dedicados al comercio, habían conseguido la nacionalidad española. "Aquí todo el mundo asumía esa situación; no extrañaba a nadie; no se ponía en cuestión; cada uno asumía su rol", explica el abogado Mohamed Busian, de 42 años, que fue muy activo en el movimiento pro derechos civiles que se inició en Melilla en 1985. "El papel de los moros era ser humildes, y el de los cristianos, mandar. No había un apartheid formal, pero la mitad de la población estaba apartada de la vida social, económica y política. El moro era un buen salvaje. Un mal necesario. No quedaba más remedio que tenerlo dentro. Pero no se le daban derechos. Gracias a su talante pacífico no llegó la sangre al río".
No era un apartheid regulado al estilo surafricano. O las leyes de Jim Crow, que dictaban la estricta segregación racial en los territorios sureños de Estados Unidos. En Melilla simplemente había un vacío legal. Y en torno a él se habían ido construyendo dos Melillas. Cada uno sabía cuál era su sitio. Y no cruzaba esas líneas rojas. El selecto Real Club Marítimo de Melilla era solo para cristianos (nunca en sus 65 años de historia ha tenido un presidente rifeño), lo mismo que el Casino Militar, y la playa de la Hípica, y los mejores colegios, restaurantes y barrios. Manuel Céspedes no cree que fuera una discriminación racial: "Sino de estatus económico, y coincidía que el más pobre era el musulmán y se quedaba fuera". No coincide en ese juicio el ex eurodiputado deIzquierda Unida Abdelkader Mohamed Alí, que opina que "esa discriminación se ha basado en el miedo hacia nuestra religión. Es pura islamofobia, y subsiste".
A comienzos de los cuarenta, tras la Guerra Civil , muchos soldados rifeños que habían luchado del lado de Franco se afincaron en la ciudad. Malvivían en chabolas de barro y paja en la Cañada de la Muerte. Un barrio colgado sobre la ciudad, sin calles, luz, agua corriente ni equipamiento sanitario. Cerca, pero lejos. Como las favelas. Uno de sus primeros habitantes fue Mustafá Ahmed Aarrass, el sepulturero del cementerio musulmán, que tiene 76 años y 11 hijos. Mustafá recuerda su infancia en aquel gueto: "Cada uno hacía su casa como quería, era terreno de nadie. No teníamos derecho a nada, solo al hambre y la miseria. No teníamos ni cementerio, ni un sitio para caernos muertos; nos llevaban a enterrar a Marruecos. Conocíamos a los cristianos, pero no había confianza con ellos; estuve siete años de soldado en Regulares 7; mi padre, que era sargento, me alistó con 19 años. Pero ni siquiera así te podías registrar comoespañol. Para los cristianos eras un pobre moro, y para los marroquíes, un traidor, porque no reivindicabas este territorio para Marruecos. Si te metías en algún lío, los grises te pegaban una paliza y te expulsaban de Melilla. Y ya no podías volver".
En 1956, con la independencia de Marruecos, el final del Protectorado y el establecimiento de una frontera real, un nuevo contingente de musulmanes se afincaría en la ciudad. Donde se irían alzando nuevos poblados de aluvión. Siete mil de ellos obtendrían la tarjeta estadística, una inútil documentación a la que los musulmanes comenzaron a definir en 1985 como la "chapa del perro", que tenía la única función de controlarlos administrativamente. "Como libros en una biblioteca". No les daba ningún derecho. Para otros 10.000 musulmanes indocumentados aún era peor. No tenían acceso a la sanidad más allá de la beneficencia ni al empleo público, las viviendas de protección oficial o a votar en las elecciones. Tampoco se les permitía viajar a la Península a no ser que consiguieran un salvoconducto. Francisco Narváez, de 52 años, abogado, ex concejal socialista y nacido en Ataque Seco, un barrio mixto, recuerda: "No es que hubiera maltrato, había marginación. No podían comprar una vivienda, acceder a las becas, salir de aquí. De adolescente tenía amigos moros que no podían ir a Málaga a jugar con nuestro equipo de fútbol o de viaje de fin de curso. A nadie le sorprendía. Empezando por los partidos políticos. Algunos musulmanes se registraban en Marruecos siendo melillenses para estudiar fuera. La relación de los cristianos con los musulmanes de Melilla era amistosa, pero se basaba en una discriminación jurídica. Había empresarios que se aprovechaban. Al rifeño se le despreciaba. Ibas a la feria de aquí y te soltaba un cristiano: 'Esto es asqueroso, está lleno de moros'. Y a mí me sorprendía, porque no me había dado cuenta; solo me había fijado en las chicas y no había mirado de qué religión eran. Para la mayoría eran dos mundos distintos. Así estaban las cosas aún en la transición. La situación era insostenible".
Y se iba a poner peor. En 1985, tras la promulgación en España de la Ley de Extranjería, el delegado del Gobierno determinó en relación con los musulmanes: "Tendrán que regularizar inexcusablemente su situación salvo que quieran verse abocados a la expulsión del territorio nacional". Era la gota que colmaba el vaso. Ya no solo eran inferiores, sino también extranjeros. "Y saltamos", explica Abdelkader Mohamed Alí, uno de los muñidores de aquel movimiento pro derechos civiles. "Nos negamos a ser extranjeros en nuestra tierra. Y nos organizamos. Logramos vertebrar a la comunidad musulmana. Fue un trabajo de concienciación. Se crearon comités de barrio. El delegado del Gobierno nos decía que aceptáramos la ley; que con la tarjeta de extranjería podríamos vivir legalmente en Melilla. Pero esta era nuestra tierra. Éramos españoles. No éramos extranjeros. Queríamos derechos. Y eso se traducía en conseguir la nacionalidad. El 23 de noviembre de 1985 nos echamos 6.000 musulmanes a la calle al grito de 'Por los derechos humanos, no a la Ley de Extranjería'. Era la primera vez que nos manifestábamos. Fue una conmoción". Dos semanas más tarde, los cristianos elegían el Día de la Constitución para convocar una contramanifestación bajo el eslogan 'Por los derechos humanos, sí a la Ley de Extranjería'. Melilla estaba al borde del precipicio.
El desencadenante del movimiento musulmán había sido un artículo publicado en EL PAÍS el 11 de mayo de 1985 bajo el título Legalizar Melilla firmado por un economista de 35 años llamado Aomar Mohamedi Dudú. El único musulmán melillense que tenía estudios universitarios. Un tipo listo, carismático, valiente y vanidoso. Educado con los hermanos de La Salle. Y que estudió la carrera en Málaga con una beca del Gobierno marroquí. Ese texto suponía un yo acuso de la comunidad musulmana contra la discriminación del Estado con ellos. Exigía papeles para todos. Y dignidad. El texto concluía: "Sería beneficioso para Melilla y para España que se abriera un debate nacional sobre el presente y el futuro de nuestra ciudad; sin pudor y sin condenas. Es la única forma de que en Melilla empiece a configurarse una estructura social, económica, jurídica, política y urbana propia de una ciudad española normal, con los problemas de una ciudad normal, regida por las leyes que se aplican en el resto de España". Hoy se podría asumir letra por letra.
Dudú tenía los días contados en Melilla. En la madrugada del 18 de junio de 1986, después de que España marcara cinco goles a Dinamarca en el Mundial de fútbol, varios cristianos incontrolados intentaron asaltar su casa. Un grupo de jóvenes musulmanes avanzó en su defensa con palos y navajas desde la Cañada de la Muerte. Melilla no ardió de milagro. Triunfó el sentido común. El esfuerzo de Dudú y de toda su comunidad se saldaría con éxito. El 5 de septiembre desembarcaba en Melilla el comisario Céspedes con plenos poderes. Veinte mil musulmanes se convertirían en ciudadanos españoles de pleno derecho. Aomar Mohamedi Dudú, el líder de la revuelta que reinventó esta ciudad, sería encarcelado, perseguido y elevado a los altares del Ministerio del Interior español como flamante asesor para temas musulmanes antes de exiliarse en Marruecos de forma rocambolesca, donde ha ocupado durante dos décadas altos cargos en su Administración tras jurar fidelidad a su rey. Nunca volvió a Melilla. Miles de rifeños-españoles no le olvidarán jamás. Les devolvió la dignidad. Justo hace 25 años.
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