Los créditos de la fraternidad
En una mesa situada junto a una ventana, dos mujeres se miran a los ojos. La primera ha llegado andando. No es un dato relevante, porque vive muy cerca. La otra la ha citado en este café precisamente por eso, para intentar complacerla, inclinarla a su favor. Ella no vive demasiado lejos, pero, y esto sí es relevante, ha llegado en coche, el suyo, 9.000 kilómetros, 33.000 euros, monísimo y con todas las chorradas de serie que se puedan imaginar. El de su marido, que le costó mucho más caro, tiene menos, aunque es un 4×4, que les viene muy bien para salir los fines de semana con los niños.
La mujer que está callada sabe todo esto. Su marido y ella también tienen dos coches, con menos chorradas, eso sí, y con muchos más kilómetros. Y no es que estén mal de dinero, porque los dos trabajan, y tienen sueldos más altos que los que disfrutan su interlocutora y su marido, es que a ellos no se les ocurre cambiar de coche mientras los suyos andan. Tampoco han cambiado a los niños de colegio. Saben que el inglés es importante, los dos lo usan a diario en su trabajo, pero ambos han estado siempre de acuerdo en que más importante es educar a los niños en el mundo real, un mundo donde existen clases sociales y razas distintas, donde los nativos conviven con los extranjeros y el talento desborda los márgenes previsibles. Ella siempre le ha contado a los niños que el número uno de su promoción universitaria era un chico de un pueblo de Toledo cuyos padres trabajaban en una fábrica de mazapanes. Su marido suele remachar la anécdota con una cita de Ramón y Cajal, el hombre es voluntad.
"Estamos muy mal, fatal Debemos muchísimo dinero, la hipoteca, los plazos de mi coche
La mujer que habla tiene elementos de sobra para suponer lo que está pensando la destinataria de su discurso, porque las dos son hermanas, y han discutido muchas veces sobre los coches y los colegios, la ropa de marca y la que no lo es, las reformas de sus casas y los bolsos de Prada, un baremo de la felicidad sobre el que jamás han logrado ponerse de acuerdo. Pero sigue hablando, porque no tiene más remedio.
-Estamos muy mal, fatal, de verdad Debemos muchísimo dinero, la hipoteca, los plazos de mi coche, las tarjetas de crédito Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, sí, lo sé, sé que estás pensando eso, y lo reconozco, tienes razón, pero estoy desesperada. No sé qué hacer
Vende tu casa, piensa la mujer que escucha. Vende el apartamento que tienes en la playa. Vende el coche de tu marido. Vende tu coche. Saca a los niños del colegio más caro de la ciudad Lo va repitiendo una y otra vez, como si fuera un mantra, una letanía tranquilizadora de puro monótona, pero, mientras tanto, mira a su hermana. La mujer en apuros tiene un aspecto impecable. No deben de haber pasado ni 24 horas desde que salió de la peluquería. Lleva unas mechas perfectas, cada pelo en su sitio, las uñas de porcelana pintadas a la francesa, su perfume de siempre, carísimo, y unos pantalones de cuero que no le ha visto nunca antes. ¿Te gustan?, le ha dicho al llegar, son lo último Las botas que lleva también deben de ser lo último, porque es la primera vez que las ve.
-Yo vendería mi casa, en serio, pero es que ahora, con lo mal que está todo, no creo que encontremos comprador, y si aparece alguno, nos va a pagar una miseria. Y los coches, pues Lo mismo, si ahora no compran ni los que tienen dinero. Y eso que no estoy gastando nada, pero nada, en serio. Sólo lo básico, ni un céntimo más.
Su hermana no siente ni siquiera la tentación de preguntarle si la peluquería y el perfume, los pantalones y las botas son lo básico. No serviría de nada, porque conoce de antemano las dos respuestas posibles. ¡Pero, mujer, si esto es el chocolate del loro!, sería la primera. No creas, que no me lo he comprado yo, me lo han regalado, sería la segunda. No necesita oír ninguna de las dos, sino elaborar su propia respuesta. Y no es fácil, nunca es fácil. Sin embargo, de repente, en su cabeza se enciende una bombilla. Espera un momento, voy al baño, dice. Y hacia el baño va, pero no entra. Lo que hace es llamar a su marido. Cuando vuelve, está más tranquila.
-Lo que yo quería pedirte
-Mira, vamos a hacer una cosa. El otro día estuve hablando con Juan de los gastos que íbamos a tener, y Os compramos el 4×4.
-¿Qué?
-Que os compramos el coche de tu marido. Íbamos a tener que comprar uno de todas formas, así que Miramos el precio en Internet, os pagamos lo que vale, y con eso podéis ir pagando las deudas de las tarjetas
-¡Pero qué dices! -cualquiera diría que acaban de insultarla-. ¿Te has vuelto loca? No pensamos vender ese coche de ninguna manera. ¡Si en el mío no cabemos! Lo que yo necesito son 40.000 euros para salir del paso, pero esto ¿Tú qué te has creído? La verdad, hija, es que no hay quien te entienda.
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