La azarosa historia (evolutiva) del pene
El mes pasado, un titular voló por la red global y probablemente provocó una mueca de asombro en muchos lectores. En El País el titular fue: "El hombre perdió las espinas del pene por un poco de ADN". Una de las noticias más leídas del día y perfectamente seria. Explicaba la sofisticada investigación de un grupo de la Universidad de Stanford (EE UU) que ha comparado el ADN humano con el del chimpancé y que concluía que el pene humano tuvo espinas en el pasado. ¿Espinas? ¿Por qué espinas? Y ¿cuándo las perdió? La curiosidad infectó los blogs, incluso algunos que hablan habitualmente de evolución humana y a cuyos autores no les sonaba nada lo de las espinas.
La aventura evolutiva del pene humano tiene todos los elementos de una historia potente. Volvamos a las espinas. Para empezar, no es la única estructura sensitiva que ha perdido el hombre en los últimos millones de años. Sensitiva, sí, porque las espinas tenían terminaciones nerviosas y probablemente estaban ahí para, entre otras cosas, proporcionar más placer al dueño del pene.
Las famosas espinas eran estructuras de queratina, como las uñas, de milímetros y con terminaciones nerviosas
La idea es que un pene sin espinas casa muy bien con un macho que no necesita competir mucho con sus iguales
Cuando los humanos comenzamos a andar sobre dos pies, se favoreció la monogamia, asociada a otros cambios
Comparando el ADN humano y el del chimpancé, el grupo de Stanford ha hallado más de 500 fragmentos que nosotros no tenemos y ellos sí. Los investigadores se concentraron en hallar la función de algunos de estos fragmentos de ADN presentes en el chimpancé y no en los humanos. Les interesaba, en concreto, uno de ellos, localizado en la molécula de ADN cerca del gen del receptor de andrógenos -hormonas masculinas-. Tras crear ratones transgénicos en los que se expresa la secuencia genética en cuestión, hallaron la respuesta: los embriones mostraban tanto bigotes como incipientes espinas en el pene en formación, técnicamente llamadas vibrisas sensoriales.
Es decir, que nuestros antepasados perdieron de la misma tacada un morro de gato y un pene con espinas. No es del todo sorprendente, porque ya se conocía la relación entre las vibrisas y los andrógenos; también entre las espinas en el pene y los andrógenos. Se sabe que en chimpancés y macacos, por ejemplo, ambos tipos de estructuras desaparecen o se reducen con la castración -lo que equivale a eliminar las hormonas masculinas-, mientras que los tratamientos con testosterona hacen que las recuperen.
¿Qué son exactamente las famosas espinas? Pues estructuras de queratina -como las uñas-, duras, de apenas unos milímetros. Y no se equivoquen, ahora muchos las han confundido con el báculo, un huesecillo presente en el pene de la mayoría de los mamíferos y de todos los primates menos en los humanos. Pero no son lo mismo. Como tampoco son espinas unas pequeñas protuberancias de piel que tienen el 20% de los hombres en la base del glande, llamadas pápulas perladas.
Sobre la descripción de las espinas hay otro elemento llamativo. Por lo visto, el único trabajo que describe en detalle su estructura es ¡de 1946! La investigación publicada ahora en Nature combina las más avanzadas técnicas de biología molecular con una referencia a una publicación de hace más de 60 años. Quién le iba a decir al primatólogo británico William Charles Osman Hill que uno de sus dibujos iba a convertirse en uno de los más visitados de la red de conocimiento mundial en el siglo XXI.
Los internautas hemos tenido la suerte de que parte de los trabajos de Hill ya se han colgados en la Red. El que nos interesa se recogió en su día en los Proceedings of the Zoological Society of London y se titula 'Note on the male external genitalia of the chimpanzee'. La ilustración que contiene, rudimentaria, pero muy clara, muestra los testículos y el pene de un chimpancé punteado por las famosas espinas. Otra pregunta obvia es por qué las espinas del pene estaban ahí antes y ahora no. Aquí toca adentrarse en el juego de deducir comportamiento a partir de estructuras biológicas. Los paleoantropólogos, obligados a reconstruir la vida de especies extintas hace millones de años, recurren mucho a ella. La estructura social, el amor, el cuidado de los enfermos y las crías no fosilizan, pero dejan pistas, y muchas de ellas están en el propio organismo.
Mírese usted, mujer, al espejo: los pechos permanentemente hinchados son el producto de lo que los expertos llaman "estrategias reproductivas", cuidadosamente seleccionadas a lo largo de millones de años de evolución. Ahora ellos: sus testículos relativamente pequeños -comparados con los del chimpancé y otros primates-, su pene sin pelo, el prepucio que deja al descubierto parte del glande incluso con el pene no erecto, la falta de báculo y, por supuesto, la ausencia de espinas son igualmente el legado de aquellos de sus antepasados que tuvieron más éxito en la conquista.
"Es evidente que el ser humano, en su aspecto físico externo y obviamente en los genes implicados en estos rasgos, ha sido seleccionado sexualmente", explica Carles Lalueza Fox, del Instituto de Biología Evolutiva (Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Universidad Pompeu Fabra) y uno de los principales expertos en el estudio del genoma neandertal. "Algunos ejemplos son el tamaño de los senos, el tamaño del pene o la pilosidad facial".
Uno de los rasgos que mejor ilustran la relación entre configuración física y estructura social y demográfica es la diferencia de talla entre machos y hembras, el dimorfismo sexual: "Cuando los machos compiten entre sí para controlar reproductivamente un grupo de hembras, el dimorfismo entre machos y hembras aumenta", explica Lalueza. Una mayor competencia entre machos implica cuerpos masculinos más grandes, fuertes, musculosos...
Pero estábamos con las espinas del pene. Los autores del trabajo publicado en Nature, encabezados por David Kingsley, escriben que "la morfología simplificada del pene suele asociarse con estrategias reproductivas monógamas en los primates". La idea es que un pene sin espinas casa bien con un macho que no necesita competir mucho con sus iguales y encaja con toda una serie de cambios adaptativos en los humanos: "la feminización de los dientes caninos de los machos; el tamaño moderado de los testículos, con baja movilidad de los espermatozoides, y la ovulación no manifiesta en las hembras, con glándulas mamarias permanentemente aumentadas", escriben los investigadores. Son "características morfológicas asociadas con la formación de parejas y con el incremento de los cuidados de las crías".
¿Por qué un macho en una sociedad en que las hembras tienen muchas parejas tendría espinas en el pene y, en cambio, uno monógamo no? Si en el dimorfismo se trataba de competir con fuerza bruta, ahora la batalla es más sutil e íntima. Se libra en los genitales femeninos.
En el juego de la evolución, donde siempre gana quien tiene más descendencia, de lo que se trata es de fecundar un óvulo; así que una mayor competencia masculina favorecería machos con mucho semen (o sea, testículos más grandes), con espermatozoides veloces y con capacidad de sacar de la vagina el posible esperma de otro competidor. Esta última podría ser una de las utilidades de las espinas.
Desde esta perspectiva, el hombre, comparado con su primo el chimpancé, compite menos por las hembras. Pero hay más evidencias a favor de la monogamia. Por ejemplo, la duración del coito. "La supresión de las espinas disminuye la sensibilidad táctil e incrementa la duración de la introducción, lo que indica que su pérdida en el linaje humano puede relacionarse con la mayor duración de la cópula en nuestra especie respecto de los chimpancés", escriben Kingsley y su grupo en Nature. La mayor duración del coito humano favorecería la creación de un vínculo en la pareja.
Sobre en qué momento de la evolución desaparecieron las espinas y, probablemente, apareció la monogamia hay más controversia. Y es porque la cadena de deducciones se complica. Llega a la aparición del bipedación: andar sobre dos pies habría favorecido la monogamia, que a su vez va asociada a todos los otros cambios.
El paleoantropólogo Owen Lovejoy, de la Universidad del Estado de Kent (EE UU), aplica el razonamiento a la especie Ardipithecusramidus, un antepasado humano que vivió en África hace 4,4 millones de años y que, según el detalladísimo estudio sobre sus fósiles publicado hace dos años, caminaba erguido aunque también se desplazaba por los árboles. Lovejoy no encuentra otra ventaja al caminar bípedo de Ardi que el poder tener las manos libres para llevar comida a una hembra, especialmente si se es un macho menos macho y, por tanto, perdedor frente al líder. En esa tesitura, la estrategia consistiría en cambiar sexo por alimentos. Lo hacen los chimpancés actuales.
A la larga, las hembras del linaje humano acabarían prefiriendo para sus crías un suministrador de comida fiable frente a un gran macho alfa. "El matrimonio tiene probablemente fundamentos biológicos", dice Dixson. "Seguramente la gente ha formado relaciones monógamas o poligínicas desde hace 200.000 años, y es probable que también lo hicieran especies anteriores". Coincide en esto con Lovejoy, para quien la monogamia es definitoria del linaje homínido desde hace millones de años. Para Lalueza Fox, en cambio, el fenómeno es más reciente; en nuestros antepasados de hace millones de años los machos aún eran mucho más grandes que las hembras.
Ahora bien, ¿y si en una sociedad monógama las hembras hicieran trampa? Si supieran cuándo son fértiles, podrían aceptar al proveedor habitual, pero ir con el macho dominante en el momento preciso para engendrar crías con sus genes alfa. Conseguiría lo mejor de los dos mundos. Una hembra chimpancé publicita su fertilidad mostrando genitales rojos e hinchados; ellas sí podrían cambiar a su pareja estable por un galán en su periodo fértil.
Pero en nuestro caso, y desde el punto de vista evolutivo, la monogamia debe de haber sido realmente ventajosa, porque para evitar trampas femeninas apareció el fenómeno de la ovulación oculta: ni la misma mujer sabe el día que es fértil.
Sin embargo, nada es del todo como parece. En los últimos años se están hallando cada vez más evidencias de que las mujeres somos más sociables, nos vestimos de forma más atractiva y, directamente, flirteamos más cuando somos fértiles. No solo eso. En experimentos en que se pedía a mujeres que no cambiaran en nada su apariencia en periodos largos, los hombres a su alrededor -colegas de trabajo- declaraban encontrarlas mucho más atractivas en coincidencia -sin ellos saberlo- con los días fértiles. "Lo fascinante es que esto ocurre de forma inconsciente", ha explicado Martie Haselton, psicólogo de la Universidad de California en Los Ángeles y autor de este trabajo. "A los hombres y las mujeres nos afecta la ovulación, pero no tenemos ni idea de por qué. Lo que deja claro es que somos mucho más parecidos a otros mamíferos de lo que creíamos". Y todo esto a partir de unas espinas en el pene.
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