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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

El árbol desconocido

He escrito en Google desesperación botánica -un poco más abajo les cuento por qué-, y han surgido, para mi gozo momentáneo, 21.700 entradas. Pero ya al acceder al primer sitio de las respuestas, o de al menos -anticipaba yo- las solidaridades prometidas, he sufrido la gran desilusión, el sofoconazo. La pantalla se veía dominada por un tema de lo más floral: "Consiga putas y sexo gratis".

Hasta llegar aquí había intentado encontrar por las vías tangibles el nombre del árbol de tronco robusto y multicilíndrico, hojas pequeñas y ramas entrelazadas que suele crecer como mínimo a pares en el Mediterráneo; se le ha visto en el Líbano. A ello me refería al principio al hablarles de mi botánica desesperación. Hace lustros que intento que alguien me diga cómo se llama ese precioso, impresionante, tranquilizador ejemplar que se abraza a sus hermanos como si supiera que sólo en los demás puede resistir: hermosa lección que, a su alrededor, nadie parece comprender.

Estoy segura de que muchos de ustedes son tan torpes en materia de árboles y plantas como yo. Lo que no nos impide arrebatarnos por esos especímenes cuya nomenclatura se nos escapa, cuyo repertorio trastocamos, cuya denominación confundimos, cuyos orígenes ignoramos. A los árboles, que son menos narcisos y más generosos que nosotros, no les importa. No le niegan al inepto su buena sombra, ni su melancólica evocación de tiempos en que fueron más numerosos y más fuertes, y en que no había que temer al depredador inmobiliario.

Llevo años interrogando a amigos, interrumpiendo conversaciones: "¡Esos! ¡Son esos los árboles de los que os he hablado! ¿Sabéis qué nombre tienen?". Los europeos se quedan pensando un rato, los libaneses me miran como si me hubiera vuelto loca. Aquí hace tantos siglos que hablan del cedro, su enseña nacional -quedan cuatro, como quien dice, allá en una de sus montañas casi sagradas-, que se han olvidado por completo de los demás. El cedro, como su democracia, sus políticos y su sistema de vida entre feudal y descarriado, no les deja ver los árboles o la realidad. Mejor dicho, cuando los ven los cortan sin piedad para erigir en su lugar un bloque de apartamentos. Son como nosotros.

Pero estos a los que me refiero todavía están vivos, fuertes, maternales. Los hay en el patio del Museo Nacional de Beirut, que tanto visito sin que nadie, ni los conserjes ni las dependientas de la tienda ni los mandamases, me haya sabido dar su nombre. Se encuentran también en el pequeño jardín cercano al diario An-Nahar, custodian el monumento erigido a la memoria del periodista asesinado Samir Kassir, una estatua de esas medio enanas, tan fea que sólo gracias a los árboles roza algo del empaque que el difunto articulista del diario adyacente exhibió en vida.

Nunca los he visto en el campo. Me sorprenden siempre en pleno centro urbano, o en una barriada crecida en las orejas de la ciudad como una garrapata. Aparecen, abandonados, en un islote de cemento en medio del tráfico infernal; asoman tras la tapia de un solar convertido en aparcamiento; al pie de un edificio bancario tan espectacular que, al pasar por delante, somos muy pocos los que preferimos depositar los ojos en la fronda de sus hojas, antes que lamer con lóbrega envidia el despilfarro de cristales y cromados que endulza los templos del dinero.

No, pese a mis búsquedas y a mis entradas en Google, a mis preguntas lanzadas a diestro y siniestro, a las enciclopedias que consulto y a las fotos de identificación que rastreo… No, quizá no deseo conocer su nombre. Cuando desaparezcan del todo, que más temprano que tarde ocurrirá, como sucede con lo mejor y más gratuito de la vida, no podré nombrarlos; sólo describirlos. Un reto al que todavía no he sabido responder. Pero imaginen eso: árboles apoyados, hombro contra hombro, sólidos, espesos, fuertes. Fraternos, cordiales, hospitalarios. Su ausencia será la del Árbol Desconocido, y el recuerdo de unos pocos, su llama.

Parece mentira cómo queremos a esos seres tan contingentes, que no son ni de la familia.

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