Lo ajeno y lo propio
Causa desolación comprobar cómo nos vamos transformando en héroes entre lo ajeno y en miserables entre lo propio.
Frente a las grandes injusticias, nuestra figura crece hasta el tamaño de los dioses más justos; frente a nuestros intereses, por mezquinos que estos sean, damos la cara exacta de nuestro tamaño. No hay sobre la faz de la tierra hablada, opinada, quien no tenga a buen recaudo una mejor solución para todo, ya sea la vacuna de la gripe, la salvación de los rehenes de un pesquero, la corrupción, la mano de Henry... Sin embargo, en la vida microscópica de lo propio no admitimos más moral que la ventaja de lo nuestro frente al supuesto enemigo de lo ajeno. Parece que nuestra idea de justicia sólo considera la defensa de nuestros intereses. Esto ha sido siempre así, no es nuevo. En cualquier disputa de lindes, se responde al agravio de una rama que cruza la tanca de piedra con la justicia de una escopeta. La rama ajena es siempre una ofensa insensata, la escopeta propia, una respuesta más que justificada.
"En asuntos de moral, sería necesario pasar por el 'antidoping' de nuestra fortaleza"
En cualquier comunidad de vecinos se responde a un geranio fuera de lugar con una demanda muy precisa. Lo noble no es convivir, lo verdaderamente noble es protestar. Y se protesta constantemente, aunque no haya ganancia alguna de por medio, ni por otro lado agravio que considerar.
Esto sucede cada día y es difícil pensar que alguien no sepa bien de lo que hablo.
Hay en Francia quien estima que es preferible no jugar un mundial de fútbol que jugarlo con la mano. Son héroes de lo ajeno, y está muy bien que existan por más que sus voces se trencen al bies con el signo de los tiempos. Es de agradecer que aún suceda una formulación de justicia que ignore la ganancia, que haya quien se aleje sin beneficio y contra el beneficio, de la naturaleza inhumana de lo humano.
No pretendo que toda apreciación de los asuntos trascendentes o importantes desaparezca, sino recordar por un segundo que la condición de juez exige también enormes responsabilidades. Y que éstas no siempre se alcanzan o se consideran antes de soltar la jauría de nuestros no tan justos perros.
Por una vez no pretendo aquí descubrir cuánto hay de falible en nuestros gobernantes y cuánto hay de falible en nuestros sistemas, sino cuánto hay de mezquino en nosotros. Y cuando digo nosotros me refiero a quienes escribimos, a quienes juzgamos en voz alta mientras paseamos, a cuantos imponemos un criterio no siempre inmaculado frente a problemas complejos, con la ventaja de no ser nunca llamados al orden de las responsabilidades.
Existen las grandes infamias, qué duda cabe, pero conviene no olvidar que existen también las pequeñas infamias constantes de lo nuestro.
La indignación que cabalgamos tan a menudo debería considerar de cuando en cuando las pulgas de nuestro caballo. No está de más recordar que llamamos problema a aquello que precisa de solución. A toro pasado, toda acción es mejorable; a toro arrancado, toda respuesta se mueve entre parámetros más exigentes. El tendido del siete tiene un pase perfecto para cada toro, pero los toros en la arena no consideran la opinión sino la situación. No miran al tendido, sino a la acción misma.
Carecer de opinión frente a los asuntos no es sensato, pero elevar una opinión por encima de nuestras capacidades tampoco lo es.
En asuntos de moral, sería necesario pasar por el antidoping de nuestra propia fortaleza moral, en asuntos de política, no estaría mal revisar nuestra propia destreza, y en todos los asuntos, en general, no vendría mal cuestionar nuestra opinión bajo la inmisericorde sombra de nuestras capacidades, aquella que ya ha sido puesta en cuestión por la suma de nuestros errores.
Conviene recordar que el bufón se mofa del rey porque no quiere ser rey, y porque sabe que no puede serlo.
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