Visitar la prehistoria
Cenaba hace unas semanas con el director de cine Agustín Díaz Yanes y con Arturo Pérez-Reverte, y el primero nos contó que, en unos cursos que da anualmente a estudiantes de guión, se encuentra con que muchos desconocen por completo la historia del arte al que van a dedicarse, o que cada vez creen, en la práctica, que esa historia ha empezado más tarde. No es ya que no hayan visto ni oído hablar de Ciudadano Kane, La diligencia, La regla del juego o Extraños en un tren, de los años treinta y cuarenta. Es que tan sólo les suenan vagamente El padrino o Grupo salvaje, de los setenta, y las ultimísimas hornadas prescinden ya de Pulp Fiction, de los noventa, por mencionar un título que no es comparable con los citados, pero con el que las promociones inmediatamente anteriores poco menos que pensaban que se inauguraba la historia cinematográfica.
Quien pretenda cultivar un arte debe aligerar el paso y empaparse de lo que lo ha precedido
No me cabe duda de que esto se debe, en parte, a que cualquier película con más de un decenio hay que hacer un acto de voluntad para verla. Se pueden comprar en DVD -o "descargar", en muchos casos-, pero eso supone dinero, cierto esfuerzo y estar informado de su existencia. Hasta hace no demasiado tiempo, las televisiones no tenían inconveniente en programar cintas antiguas, incluso en blanco y negro, a horas más o menos decentes. Varias generaciones nos nutrimos de ellas y completamos nuestra cultura con esas visiones "pasivas" o "azarosas". Añadía Díaz Yanes que cuando les ponía a sus estudiantes algunas películas para ellos antediluvianas, se quedaban asombrados y entusiasmados, y descubrían que muchas de las cosas actuales que creían nuevas u originales tenían en realidad más edad que sus abuelos. Pérez-Reverte y yo, por nuestra parte, comentamos lo llamativo de que, siendo escritores y no cineastas (pero nuestra devoción por el cine es conocida), bastantes lectores nos pidan que dediquemos alguna columna a recomendar películas antiguas, y, dentro de éstas, las que no sean demasiado célebres y a nuestro parecer valgan la pena, o aquellas por las que sintamos debilidad, aunque no sean obras maestras. Quizá otro día me anime a ello, si les parece (y si no, no me animo). Vaya por delante mi ya muy confesada pasión por una modesta, El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz, cuyo centenario se celebra ahora, y que está disponible en DVD.
Lo cierto es que esta orfandad de los más jóvenes se da hoy en casi todo: ven y leen lo reciente, lo estrictamente contemporáneo a ellos, y suelen saber de historia la que coincide con sus breves vidas, luego en España empiezan a ignorar hasta el franquismo. Al mismo tiempo, cada vez hay más que desean escribir o hacer cine, y nadie les ha enseñado que cualquier artista, para su formación, puede prescindir de lo último, pero no justamente de lo que lo ha precedido, porque si lo desconoce está condenado a repetirlo sin saber que lo repite, y a convertirse por tanto en un mero epígono. Numerosos cineastas y narradores actuales, normalmente los que se creen más innovadores y modernos y se permiten tachar de anticuado cuanto es un poco más viejo que ellos, hacen películas y escriben novelas rancias, repetitivas, trilladas. Con una mezcla de ingenuidad y soberbia, han decidido que no tienen que aprender lecciones de nadie y que la literatura y el cine van a nacer o a renacer con ellos. No se molestan en ver qué se ha hecho antes, porque piensan que lo que se les ocurra ha de ser por fuerza "nuevo", tanto como lo son sus vidas. Sin embargo, lo mismo que quien se enamora por vez primera está obligado a repetir en sí mismo los sentimientos que gran parte de la humanidad ha albergado desde el principio de los tiempos, lo natural es que a un escritor o a un cineasta jóvenes se les ocurran historias y estilos ya inventados y desarrollados con maestría. Si en música apareció el dodecafonismo no fue porque la de Schubert y Beethoven, Wagner y Richard Strauss no fuera maravillosa, sino justamente porque había llegado a serlo en demasía. Cada ser humano está abocado a recorrer, en su efímero lapso de tiempo, todas las fases que recorrieron sus antepasados a lo largo de los siglos, tanto vitales como artísticas. Quien pretenda cultivar un arte debe aligerar el paso y empaparse cuanto pueda de lo que lo ha precedido, para no resultar anacrónico sin enterarse. Hoy, extrañamente, se dan escritores que presumen de no haber leído, y cineastas que proclaman con desafío haber visto sólo las últimas series televisivas "de culto". Entre los primeros los hay convencidos de ser el colmo de lo novedoso, cuando se limitan a reiterar fórmulas arcaicas, de los años setenta como tarde (años, además, particularmente estériles y tediosos, y lo dice quien debutó en ellos), que los críticos, igual de ignorantes -o desmemoriados-, les aplauden sin reservas. Todos ellos, en fin, están condenados a descubrir mediterráneos y a provocar el bostezo de sus mayores, a menudo más modernos, sólo sea por haber visitado la prehistoria en su día.
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