'Verba manent'
Digo yo que alguna vez habré citado aquí ese pasaje memorable del Fedro en que, por boca del rey Tanos, Platón lamenta la aparición de la escritura, una invención peligrosa porque "implantará el olvido en las almas de los hombres", quienes "dejarán de ejercer la memoria porque contarán con lo que está escrito": por eso, para Platón la escritura no proveerá a los hombres de sabiduría sino de falsa sabiduría, lo que conducirá al fin de la auténtica cultura. Platón, claro está, sólo se equivocaba en parte, y no únicamente porque el inicio de la escritura fue el inicio de la decadencia de la memoria, sino porque quizá la verdadera sabiduría no pueda transmitirse más que de viva voz, en el ir y venir de palabras que vuelan entre maestro y discípulo. Palabras que vuelan: Alberto Manguel observa que la expresión verba volant, scripta manent -que para nosotros significa "las palabras se las lleva el viento, lo escrito permanece"- significó en la antigüedad lo contrario, porque "se acuñó en alabanza de la palabra dicha en voz alta, que tiene alas y puede volar, comparándola con la palabra silenciosa sobre la página, inmóvil, muerta".
Quienes conocimos a Sergio Beser entendemos todo eso muy bien
La superioridad de lo dicho sobre lo escrito: quienes conocimos a Sergio Beser entendemos todo eso muy bien. A la mayoría de ustedes el nombre de Beser no les sonará. Es natural: los sabios de verdad no suelen salir en los periódicos; de eso nos encargamos los demás, siempre soltando cintas de colores por la boca. Pero quizá exagero. Quizá algunos recuerden que Beser fue un profesor que casi medio siglo atrás contribuyó como pocos a arrancar del olvido la más lograda novela española del XIX, La Regenta, y a su autor, Leopoldo Alas; otros quizá lo tengan por quien mejor conocía en España la literatura del XIX. Nada de ello es falso; nada de ello basta para aquilatar a Beser. Cuando murió a principios de año, recién cumplidos los 75, algunos de sus discípulos rumiábamos la mejor forma de presentar un volumen de sus escritos no publicados en libro; abarca más de 600 páginas, lo que no está mal para una persona a quien nosotros juzgábamos perfectamente ágrafa. La explicación de ese juicio es sencilla: en una época en que la gente escribe infinitamente más de lo que sabe, Beser sabía infinitamente más de lo que escribía. Puedo dar fe de ello después de haber escrito mi tesis doctoral a cuatro manos con él; a cuatro manos porque fui yo quien la parió, pero fue él quien ejerció de comadrona en tardes peripatéticas de whiskys y cafés por los bares de Sant Cugat del Vallès, mientras hablábamos de novelas policíacas, de relatos fantásticos y de películas de vaqueros. La verdad es que Beser sólo sabía hablar de libros como si hubiera asistido a su parto, y tal vez por eso yo siempre interpreté su rechazo a publicar como una forma aristocrática de protesta contra la literatura concebida como ocasión de carrera académica y no como pasión sin condiciones y como forma radical de vida, que era como él la concebía. Aristocrático: qué extraña palabra aplicada a Beser, que era un antiseñorito acabado. También era eso que suele llamarse un personaje, y la prueba es que, de forma un poco redundante, como tal apareció en varias novelas, alguna de ellas firmada por este servidor; la mejor es Los mares del sur, de su amigo Vázquez Montalbán, donde es descrito como "un Mefistófeles pelirrojo con acento valenciano". La caracterización es exacta: como todas las personas profundamente bondadosas, Beser siempre ponía cara de malo, para asustar a la gente; por supuesto, no asustaba a nadie (o sólo asustaba a los malos), pero a él le gustaba pensar que daba un miedo terrible. Durante muchos años fue un fiel compañero de viaje de los comunistas, aunque nunca entró en el partido, quizá porque su espíritu anarquizante era incompatible con la disciplina de la militancia, o porque nuca supo dejar de ser un liberal, en el noble, decimonónico y ya casi olvidado sentido de esa palabra; hasta el día de su muerte fue, eso sí, un rojo de pies a cabeza: la derrota en la guerra marcó su vida, pero no había en él el más mínimo asomo de rencor ni el más mínimo anhelo de revancha. Sólo su amor a la vida superaba a su elegancia moral, suponiendo (y ya es suponer) que ambas sean cosas distintas. Se enorgullecía de haber conocido a su padre en la cárcel. Se enorgullecía de ser de Morella. Se enorgullecía de ser un hincha peligroso del Barça. Se enorgullecía de los amigos que tenía y de los enemigos que no tenía. Harto consuelo nos deja su memoria.
Murió el 22 de enero en Sant Cugat, donde vivía solo. Ese día la asistenta se lo encontró sin vida en su sillón, delante de un té tibio, con un libro en el regazo. Alguien dijo luego que, como la del verso de Petrarca, la suya fue una bella muerte, de esas que honran toda una vida. No lo fue, entre otras cosas porque Beser no necesitaba honrar a última hora una vida ya de por sí honorable; fue sin embargo la mejor muerte posible, porque murió como había vivido: leyendo palabras inmóviles sobre una página silenciosa, palabras que permanecen. Pero no son las únicas, maestro: las otras, las que tienen alas y pueden volar, también permanecen, no se las lleva el viento. Al menos mientras nosotros las podamos sujetar.
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